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quejado de que les llega tardísimo el periódico.

      —Sí, jefe —dijo ella con retintín.

      De nuevo sola en el local, sacó su cartera y guardó el dinero. Los cinco billetes quedaban ridículos frente al importante fajo de cincuenta y de cien que ya se doblaban con dificultad en aquel librillo de cuero. Contaba con poder regresar a su puesto frente al televisor de inmediato, pero la pesada de las copias inverosímiles entró portando un CD como si fuese una bandera. Aun así, decidió obsequiarle con una sonrisa desganada, ya que era de las personas más educadas que pisaban ese antro.

      —Hola, hoy voy a necesitar cinco juegos, solo grapados, pero tienes que ayudarme con el formato. En el concurso piden no sé qué de los caracteres por página…

      Decididamente, se había acabado la tele por aquella tarde.

      —No hay problema, vamos al ordenador y allí me dices —refunfuñó. La pesada la siguió con una sonrisa innecesariamente resplandeciente.

      En realidad, la pesada se llama Teresa, Tere para las amistades y familia y para las increpaciones en sus arrebatos monologales de autoconciencia. Escritora (?) de obra muy limitada por aquello de la poca imaginación demostrada hasta la fecha, con unos trabajos distinguidos por los lugares y las situaciones comunes y las frases hechas y caracterizados sobre todo por su sempiterno reciclado en virtud del corta y pega del ordenador, que le permite hacer varios cuentos de un montón de hojas bautizadas como novela, cual hormiguita laboriosa del mundo literario. Participante compulsiva en todos los concursos literarios de los que tiene constancia, una vez abandonada la etapa coleccionista de cartas de rechazo de cuanta editorial grande o pequeña tuvo alguno de sus escasos originales, y hechas las cuentas relativas a sus posibilidades de ganar uno de esos premios monetarios, toda vez que la estadística le pareció levemente más propicia que la otra posibilidad más ensayada por el resto del país: la cumplimentación también compulsiva de primitivas, bonolotos o quinielas en pos de la fortuna esquiva. Interina de la Administración local, ocupa sus mañanas de lunes a viernes y la de algún que otro sábado (pocos dada su especial habilidad en el arte del escaqueo) en la tramitación de asuntos rutinarios referidos al cementerio municipal, lugar que, curiosamente, no se ha dignado a visitar en los casi diez meses que lleva en el puesto. Ella proviene de un pueblo distante ciento y pico kilómetros y donde sí que se vio obligada en su momento a acudir al camposanto en numerosas ocasiones, protocolo inherente al hecho de pertenecer a una familia mayoritariamente de ancianos y ancianas, por ende, de inquebrantables malas saludes que en un determinado momento dicen «basta» y obligan a inesperadas sesiones angustiosas de velatorios y funerales de cuerpo presente, según manda la más rancia tradición. Así pues, es bastante comprensible ese desinterés por el equipamiento que justifica su nómina mensual. No sucede lo mismo, sin embargo, con las distintas manifestaciones culturales disponibles en esa localidad, no especialmente profusas, pero sí en general interesantes, y es que Tere sería lo que lenguas más afiladas y con mayor inventiva calificarían como un pedazo de carne bautizado. Cierto es que muestra un índice lector superior a la media, costumbre que tampoco tiene mucho mérito atendiendo a las vergonzantes cifras nacionales referidos a ese, por otra parte, tan recomendable hábito, si bien en este aspecto justo es recordar su molesta costumbre de eternizarse con algunos volúmenes sobre los que se le ha pedido opinión o, lo que es peor, se le han cedido en préstamo imprudente. Sin embargo, no hay ningún otro rasgo de sus aficiones o su carácter que la hagan levemente interesante para ser tenida en cuenta en cualquier narración: no participa ni tiene interés por ninguna actividad que se desarrolla en su localidad de residencia, devora bastante televisión de forma indiscriminada y es una conversadora mediocre, si bien cuenta con una serie de cómodas amistades, conocidas del trabajo, sobre todo, con las que de vez en cuando sale de paseo y de tiendas.

      No obstante, hay un detalle que de verdad la salva del ostracismo al que merecía ser condenada, solo uno y, seguramente, cualquier persona maliciosa dirá que para ese viaje no se necesitan alforjas, pues el detalle en cuestión es el arrobamiento inesperado que siente cada vez que entra en la copistería y es atendida por la dependienta de gesto hosco. En realidad, ha incrementado su participación en los concursos literarios, incluso en aquellos que se sabe sin la menor opción (¿qué pinta un cuento sobre una familia de abogados de un tópico Madrid contemporáneo en un concurso de relatos de ciencia ficción sobre ucronías?), única y exclusivamente para poder ir más a menudo por ese establecimiento, una vez nadie creería que necesita semejante arsenal de bolígrafos, lápices y cuanto material de escritorio barato compró en los primeros tiempos. Últimamente ha optado por ir con un CD y pedir la opción completa de impresión y fotocopiado del original desde dicho soporte. Eso le permite sentarse al lado de quien en esos momentos selecciona, configura, quita y pone textos con el entusiasmo propio de un cefalópodo, y disfrutar de esos miserables minutos de cercanía bajo las exigencias de un acabado acorde con las increíbles normas de participación. Realmente, lo que lleva gastado por esta decisión le permitiría comprar la mejor impresora del mundo, pero no cambiaría esos escasos segundos de ensoñación con el dibujo de la curva de la nuca y el perfil de esa oreja izquierda atravesada por pendientes de la joven de edad indeterminada que atiende el negocio con las ganas con que se acude al dentista. Solo por eso sería capaz de pedir cuanto adelanto permite su sueldo para pagar otros muchos encargos más, hasta ahí llega el estado actual de su espíritu.

      Como buen pedazo de carne, no se puede emplear esa metáfora tan habitual de «salir del armario», pues bien es sabido que los alimentos perecederos se pudrirían si se mantuviesen guardados en dicho mueble. Cabe más bien hablar del frigorífico de costillas y músculos donde ha mantenido a buen recaudo deseos y anhelos en los últimos años, pues Tere no puede hablar de corazones rotos, situación en la cual se vislumbra cierta heroicidad del o de la sufriente. Por el contrario, nadie se digna a dedicar ni un simple verso a los corazones desecados, situación en la que se encuentra el de esta interina municipal. Para no aburrir, diremos que sus seudorrelaciones o amagos de relación con hombres solo pueden ser relatados y leídos en casos de grave insomnio, cuando ya los barbitúricos son ineficaces: un cúmulo de aburrimientos coleccionados con unos finales propios de los espaciamientos y los simples «hola» y «adiós» posteriores sin mota de melancolía al coincidir en algún lugar. En cuanto al acercamiento a su propio sexo… Nunca ha tenido ni ganas, ni valor ni, simplemente, fuelle para descodificar sus extrañas reacciones, primero con Mila, aquella compañera de facultad de sonrisa amplia y movimientos suaves, y, en menor medida, con otras dos o tres mujeres más que se cruzaron en su cada vez menos joven vida (de pasada, reseñar que ella estuvo tres años en Filología Hispánica, pero no llegó a terminar la carrera, el resto de su currículo se completa con cursillos del INEM y de academias de pago de su pueblo). Eso sí, sigue siendo una apasionada de la sonrisa de Tom Cruise e incluso continúa manteniendo enmarcado el póster de Cocktail a la cabecera de su cama en la casa de sus padres, y es que hay gente para todo. También cabría hablar en este aspecto de los piropos que le dedica Vicente, el enterrador, en sus visitas al ayuntamiento para llevar los partes de sepelios y a los que ella responde con melindrosos mohines, aunque realmente por parte del maduro funcionario municipal haya más un interés paternal por la joven compañera sobre esa pesada costumbre machista. Es, en definitiva, un intento de que la chica se sienta acogida por los más veteranos, por eso se mata a contarle batallitas de sus más de veinticinco años moviendo tierra y losas en ese recinto municipal al que todos irán a parar y que ella atiende aburrida pues, como contadora mediocre de historias que en realidad es, no sabe apreciar la fábrica natural de ficciones que es el anecdotario de una persona agradable.

      En resumidas cuentas, este es un retrato rápido de la admiradora secreta de Alba. Al arbitrio de cada quien está determinar si realmente vale la pena o, por el contrario, es un ser anónimo más a olvidar. No obstante, es importante conocer estos detalles para lo que sigue.

      Llamar «discoteca» al Redflower es mentira piadosa, por no decir sarcasmo sangrante, sobre todo a esas horas de la madrugada en que la señora de la limpieza empieza a fregar pista arriba y pista abajo las vomitonas de los pipiolos con menor resistencia etílica que aún siguen bailando en giros excéntricos, cuando el DJ residente obeso se zampa su gigantesco bocata de calamares con mayonesa del desayuno sobre los platos sin ningún cuidado, y los agrietados bafles escupen un ruido átono donde solo los oídos más

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