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a su hijo:

      —Luka, ve a lavarte las manos, que vamos a cenar.

      —¿Qué hay para cenar?

      —Brócoli.

      —¡Mamá! ¡Me vas a fastidiar un día genial!

      —El brócoli es sano, hijo. Va a hacer que tu día sea perfecto.

      Luka, resignado, se fue hasta el cuarto de baño.

      Una vez solos, Mirjam le preguntó a Saša.

      —¿Estás seguro de que es buena idea?

      —Sí. Luka ha nacido para esto. Tú ya lo has visto.

      —Eso es lo que me da miedo, Saša —dijo Mirjam.

      —¿El qué?

      —Que yo quiero que Luka pueda ser un niño normal.

      —Mirjam, tu hijo es el niño más normal del mundo —sonrió Saša—. Lo único que pasa es que tiene talento.

      Mirjam sabía que lo que decía Saša era cierto. Había visto a su hijo jugar a baloncesto con niños de su edad y sabía que era muy bueno. Pero también sabía que el talento es como una piedra preciosa. Si Luka era una joya, mucha gente lo querría tener. Y tarde o temprano, alguien se lo llevaría y lo alejaría de ella.

      —¿Pero ya ha jugado con los mayores? —le preguntó Mirjam a Saša.

      —Sí. Brezovec lo sacó de su grupo enseguida. ¿Te lo puedes creer?

      —Sí, puedo, pero no sé si quiero —dijo ella—. ¿Y cómo le ha ido con los mayores?

      Saša miró a su mujer. Sus ojos verdes irradiaban emoción y orgullo ante estas noticias, pero sus cejas dibujaban una ese de sospecha. Saša pensó entonces en los ojos del señor Smolnikar cuando fue a recoger a Luka tras el entrenamiento.

      Ambos se cruzaron mientras Saša esperaba, junto al resto de padres, a que los chicos salieran del vestuario tras el primer día de entrenamiento.

      —Señor Dončić… —le dijo el señor Smolnikar.

      —¿Sí?

      —Soy Jernej Smolnikar, el entrenador del equipo infantil.

      —Ah, encantado.

      Ambos se estrecharon la mano.

      —Estoy esperando a mi hijo —dijo Saša.

      —Sí, Luka.

      —¿Lo conoce? Va al grupo de Brezovec.

      —No, ya no.

      —¿Cómo?

      El señor Smolnikar lo llevó aparte del grupo de padres. Sus ojos, muy abiertos, tenían ese brillo de asombro que un rato después Saša volvería a ver en los ojos de Mirjam.

      —Verá, hay un asunto que quería comentarle…

      Y así, el señor Smolnikar le explicó a Saša todo lo ocurrido esa mágica tarde en la que no solo impresionó a los niños de su edad sino que también destacó en el equipo de los mayores.

      Jugando con chicos de doce y trece años, y desde su altura de un niño de ocho años, Luka se lanzaba al rebote como un pequeño canguro saltando sobre una manada de búfalos.

      —¡Y cómo bota! —exclamó Smolnikar.

      —Ya lo sé, le he enseñado yo —sonrió Saša, orgulloso.

      El entrenador Smolnikar apoyó una mano sobre el hombro de Saša y empezó a reírse.

      —Lo siento, no quiero que piense que le falto al respeto, pero nadie es tan buen profesor. Usted tampoco. Nadie es capaz de enseñar a un niño de ocho años a botar la pelota así. Luka no necesita mirar la pelota para saber dónde está en todo momento. Es como… como si fuera una extensión de su cuerpo. Es un don. Su hijo tiene un don.

      El señor Smolnikar remató esa sentencia con un silencio inquisitivo. Saša lo miraba en silencio, procesando todo cuanto le estaba diciendo. El señor Smolnikar continuó:

      —Señor Dončić, su hijo está llamado a hacer grandes cosas. Su lugar natural no está entre los niños de su edad. Pero esto solo puede ocurrir si usted y su esposa dan el visto bueno. ¿Acceden a que Luka entrene en mi equipo?

      Saša, baloncestista profesional, conocía lo malo y lo bueno que le esperaba a su hijo. Si era cierto eso, y si su intuición no se equivocaba (y casi nunca lo hacía), el futuro de Luka estaba íntimamente ligado a aquel deporte que él tanto amaba. No podía cortarle las alas a su hijo. No podía cortarle las alas al dragón.

      —Adelante. Entrenará con usted.

      Poco a poco, jornada a jornada, los partidos del equipo de Smolnikar se fueron llenando de público. Cada vez se oían más voces de aficionados que hablaban sobre el nuevo talento que había aterrizado en el club. Todo el mundo hablaba de aquel niño de ocho años que competía contra chicos de doce y trece pero que jugaba como un muchacho de dieciséis. Todos los hinchas del primer equipo lo veían en los partidos oficiales del Olimpia, cuando salía a la cancha en los descansos entre cuarto y cuarto para jugar con otros niños de las categorías inferiores.

      —Oye, fíjate en aquel niño —se decían los aficionados que llenaban el coqueto pabellón del Olimpia.

      —Mira, no te pierdas eso.

      Y ahí, entre todos aquellos niños que invadían la cancha, Luka manejaba el balón como el malabarista que ha hecho un millón de veces el mismo ejercicio. Lanzaba a canasta sin fallo, como quien lanza una pelota de tenis a una piscina municipal. Hipnotizaba a todos con su juego imposible, de tan sencillo que parecía.

      —¿Quién es ese niño? —decían unos.

      —¿De dónde ha salido? —preguntaban otros.

      —¿Y cómo se llama?

      LAS LUCES DE LA PISTA

      Luka se convirtió con el paso de los años en un símbolo del Olimpia de Liubliana, casi tanto como el dragón del escudo. Había quien decía que por las venas de aquel niño no corría sangre, sino fuego. Y es que todas las explicaciones eran insuficientes para responder a la gran pregunta: ¿de dónde había salido tanto talento?

      Los compañeros de Luka se acostumbraron a lo extraordinario: que el mejor de aquel equipo que dominaba con puño de hierro las ligas infantiles del país fuera un niño de sonrisa tímida que tenía cuatro años menos que el resto. Y ni siquiera despertaba celos o envidias entre sus compañeros, ya que Luka nunca se daba importancia. Para él, nada de aquello era importante. A Luka no le interesaba ni la categoría en la que jugara ni los halagos. Para él, lo importante era el juego. Nada más.

      Precisamente por eso, por su amor al juego, Luka no se tomaba días de descanso. Los días en los que los chicos de Smolnikar no entrenaban, Luka iba a entrenar con chicos aún más mayores. E incluso contra muchachos de dieciséis o diecisiete años, Luka destacaba con holgura.

      Uno de los mejores amigos de Luka en el Olimpia era Goran. Goran jugaba de base porque era rápido y no muy alto. Sabía usar esa condición a su favor, colándose entre los jugadores rivales para meterse debajo de la canasta. Su gran problema era que nunca sabía qué hacer cuando llegaba ahí. De modo que Goran lanzaba a canasta de cualquier manera, y pocas veces encestaba, o la sacaba de nuevo fuera de la zona sin mirar, sin saber si habría o no un compañero para recibir ese pase. Luka, que sabía estar siempre en el sitio adecuado, solía convertir los malos pases de Goran en asistencias. Jugar a su lado, pensaba Goran, era como jugar con una red de seguridad. Parecía que Luka siempre encontraba la llave que abría la puerta de la victoria.

      En abril del año 2012 en Roma, a muchos kilómetros de su hogar, el equipo de Luka iba a competir en un campeonato internacional de categoría sub 13. El día anterior a su debut, tras finalizar un entrenamiento suave, los chicos se sentaron en el suelo de la cancha y empezaron

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