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persistente y progresivo de transformación, son muchas las inercias y resistencias del sistema que lo ralentizan. A diferencia de otros sectores de nuestra sociedad, la escuela tradicional no tiene que dar muchas explicaciones, mientras que una escuela que se centre en el desarrollo integral de la persona suele pasarse el día justificando su papel, a menudo nadando a contracorriente.

      Educación y ecología son dos realidades que han sido a menudo invisibilizadas pero que hoy afloran con fuerza, aunque ambas topen con las raíces más conservadoras de nuestra sociedad y que niegan una realidad aparentemente indiscutible. Científicos de todo el mundo confirman el calentamiento global del planeta debido a las emisiones antrópicas de gases con efecto invernadero. Pero, por extraño que parezca, algunos de los líderes más poderosos del planeta sostienen una actitud negacionista ante esta nueva pandemia global. Con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, siete estados aprobaron permitir el negacionismo de sobre esta cuestión en las escuelas e institutos públicos del país. Una visión política sostenible pondría en crisis el modelo económico del planeta entero. El negacionismo es una medida de protección del sistema para evitar un cambio de paradigma que probablemente nos llevaría a un nuevo escenario en el que se modificarían muchas de las relaciones sociales y económicas actuales.

      El negacionismo en la educación es menos visible pero igual de persistente que en la cuestión del cambio climático. Después de tantas décadas de estabilidad educativa, con un modelo hegemónico que se traduce en la asunción de la tradición, no es sencillo romper la baraja para asumir nuevos caminos que permitan a nuestros niños y jóvenes afrontar la transformación disruptiva que provocará la tecnología en todos los ámbitos de nuestras vidas. Si queremos que la generación de nuestros hijos pueda disfrutar de una existencia al menos como la nuestra, la emergencia climática y educativa deben abordarse con urgencia. La vida en cada siglo ha sido muy diferente del anterior, y el siglo XXI no será distinto. Los cambios que llegan son exponenciales y mucho más disruptivos que en ninguna otra de las revoluciones industriales habidas hasta ahora. Ante esta realidad, ¿comprarías un radiocasete para escuchar música? ¿Utilizarías una máquina de escribir para redactar una carta? ¿Te dejarías arrancar una muela sin anestesia? ¿Todavía cambias el carrete para hacer una foto? Entonces, ¿por qué conformarse con una escuela del siglo XX?

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      LA DICTADURA DEL CURRÍCULO

      Como dice Andreas Schleicher, director de Educación de la OCDE e impulsor de las pruebas PISA, es más fácil educar a nuestros niños desde un pasado compartido que prepararlos para el futuro. Pero, en un contexto tan cambiante como el actual, donde a diario disponemos de nuevas evidencias científicas que corroboran las fisuras del sistema educativo vigente, ¿por qué seguimos encontrándonos más cómodos enseñando de la forma en que aprendimos que como la ciencia nos recomienda hoy educar? Este espacio entre conciencia adquirida —aquella que tiene que ver con la manera en que fuimos criados y educados— y conciencia real —más basada en evidencias— es el responsable de la actual asincronía educativa que experimentamos: un momento apasionante, en un delicado equilibrio entre innovación y aprendizaje, donde el verdadero sentido de la escuela vuelve a cuestionarse, en un debate más vivo que nunca.

      Durante décadas, o me atrevería a decir siglos, disponer de la información ha sido sinónimo de conocimiento, poder o causa de admiración. Abogados, médicos o maestros eran reconocidos por la capacidad de disponer de parte de esa información y conocimiento, fuera del alcance de la mayoría de la población. Así como la aparición de la imprenta en el siglo XV reformuló la transmisión del conocimiento, el acceso ubicuo a la tecnología ha modelado un nuevo escenario donde la información ya no tiene el papel central de otros tiempos, y en el que afloran nuevas competencias indispensables para vivir, aprender y trabajar en la sociedad actual. Como dice Philippe Meirieu en su artículo «La escuela de despué… ¿con la pedagogía de antes?»1, nuestras instituciones tienden a olvidar que la motivación, el sentido del esfuerzo, la autonomía o la autosuficiencia no pueden ser requisitos previos para acceder a una actividad docente, sino que son los objetivos mismos de esta actividad, vinculados de modo inseparable con la adquisición de conocimientos. Utilizarlos como requisito previo significa reservar la actividad pedagógica para los que ya están «educados», y preferiblemente para aquellos que están «bien educados».

      Mientras la sociedad se transforma a un ritmo vertiginoso, gran parte del sistema educativo se mantiene a cobijo de este tsunami, y se postula junto a los ejes que durante décadas han sido la piedra angular del argumentario educativo. El currículo es un claro ejemplo de ello. En nuestra escuela nos han visitado más de quinientos representantes de instituciones educativas durante los últimos tres años, y prácticamente todos nos han preguntado por el currículo y por el éxito de nuestro alumnado una vez este concluye la formación. A pesar de su total pertinencia, son cuestiones que solo se formulan ante modelos educativos excepcionales, en el sentido de que transgreden la normalidad media del sistema. Hoy, el sistema educativo en su conjunto debería ser capaz de trasladar la misma pregunta a los modelos educativos más tradicionales. ¿Acaso la escuela de siempre garantiza la consolidación de este «currículo» en sus aprendizajes?, ¿ofrece oportunidades a todo el alumnado?, ¿asegura la continuidad de los alumnos en estudios postobligatorios o los prepara proporcionándoles competencias para la vida? La realidad de los datos es contundente. Un estudio publicado en 2019 por Eurostat, oficina de estadística de la Comisión Europea, sitúa el fracaso escolar en un 17,9 %. España fue el país de la Unión Europea con el índice más alto de abandono prematuro del sistema educativo. Por sexos, la cifra de los chicos alcanza el 21,7 %, mientras que entre las chicas es del 14 %. Los países con mejores cifras son Croacia (3,3 %), Eslovenia (4,2 %) y Lituania (4,6 %). Estos datos serían aún más escandalosos en caso de hacerse público el recuento de alumnos que abandonan primero de bachillerato y dejan a medias sus estudios postobligatorios. En la actualidad disponemos de numerosos indicadores que reclaman una revolución inminente de la educación y que intentaré desgranar poco a poco en este libro.

      Aunque hace mucho que sabemos que la finalidad de la educación ya no es la del modelo de instrucción de la era industrial, la innovación educativa todavía hoy genera incertidumbre e inseguridad. Lógicamente, a las familias les preocupa mucho todo lo que tenga que ver con la formación de sus hijos, y tienen miedo de que se experimente con ellos con nuevas propuestas educativas todavía poco arraigadas en el sistema. Ante procesos de cambio, es habitual que las familias tengan la sensación de que sus hijos son como conejillos de Indias. Es paradójico pero comprensible. A pesar de disponer de numerosos datos que evidencian las debilidades del modelo educativo actual, seguimos pensando que será mejor aplicar en nuestros hijos las herramientas que recibimos cuando éramos estudiantes. Aunque no nos fueran especialmente útiles en nuestra propia trayectoria personal o profesional. A diferencia de lo que ocurre en medicina, otra profesión de marcado carácter social, siempre ha dado miedo innovar en la educación. De hecho, como explica Yuval Noah Harari, el cambio siempre provoca estrés, y el mundo frenético de comienzos del siglo XXI ha producido una epidemia global de estrés en la que la educación también está inmersa. En esta nueva era de incertidumbre, por fortuna la educación tiene un nuevo aliado, la neurociencia, la cual ha abierto una nueva perspectiva dentro del fuerte componente subjetivo y tan discutible que a menudo envuelve a la enseñanza. Me atrevería a decir que, por primera vez de forma generalizada, se habla de educación utilizando fundamentos marcadamente científicos. Cada día se publican nuevos libros o se imparten conferencias sobre evidencias científicas que discriminan entre cómo aprenden y cómo no aprenden los niños. Hoy la ciencia nos permite estudiar en tiempo real los cambios fisiológicos que se producen en el cerebro de una persona mientras realiza una tarea cognitiva, para así poder extraer conclusiones fundadas a la hora de diseñar propuestas de enseñanza-aprendizaje más eficientes.

      Por extraño que parezca, a pesar de las numerosas evidencias que indican lo contrario, todavía se suele dar, entre docentes y familias, una cierta confusión a la hora de definir los verdaderos propósitos educativos, que de un modo informal se visualizan en el llamado «currículo». En un imaginario aún muy compartido, el currículo es un compendio de conceptos descritos en un libro de texto y que, sobre

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