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color, humilde y honesto, purpúreo, ceñida y adornada del modo que a su edad juvenil convenía. En aquel punto digo en verdad que el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi. Entonces, el espíritu animal que mora en la alta cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones, empezó a maravillarse vivamente y, hablando de un modo singular a los espíritus del rostro, dijo estas palabras: Apparuit iam beatitudo vestra. En aquel momento, el espíritu natural que mora en aquella parte por donde se nos suministra el sustento, comenzó a llorar, y llorando dijo: Heu miser, quia frequenter impeditus ero deinceps. Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma, la cual tan pronto estuvo desposada con él, empezó a tomar sobre mí tanto dominio y tanto señorío por la virtud que mi imaginación le prestaba, que me agradaba hacer en todo su gusto.2

      [Tenía unos nueve años cuando vi por vez primera la señora de mis pensamientos, que ahora vive en la gloria de Dios, y que muchos llamaban Beatriz sin conocer el verdadero significado de este nombre. Tenía poco más que ocho años, así que la vi al principio de su año noveno, estando yo al final del noveno. Apareció vestida de nobilísimo color, el rojo, pero oscuro y decoroso, ceñida y adornada del modo que a su edad juvenil convenía. En ese momento digo en verdad que el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza que repercutía en los últimos pulsos, y temblando dijo: «He aquí un dios más fuerte que yo, que viene para dominarme». Entonces, el alma sensitiva que mora en el cerebro, donde confluyen todas las percepciones corpóreas, empezó a maravillarse vivamente y, dirigiéndose de un modo singular a los órganos de la vista, dijo: «Por fin apareció vuestra felicidad». En aquel momento, también el alma vegetativa que reside en el hígado, rompió a llorar, y dijo: «¡Ay, pobre de mí, que de ahora en adelante seré puesto a prueba!». Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma y, desde que me sometí a él, el pensar en Beatriz le concedió sobre mí tanto dominio y señorío que me agradaba hacer en todo su gusto]

      Parafraseando y sintetizándolo mucho, Dante dice: «Si retrocedo con la memoria, mi primer recuerdo es que tenía nueve años, la vi y sentí que ahí, antes o después, sucedería algo grande. Desde entonces he vivido toda mi vida en la memoria de ese momento». «Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma».

      Porque el acontecimiento del amor, cuando sucede, cambia nuestra vida de forma radical. Nada se queda ajeno a la experiencia de un gran amor, como observa Romano Guardini: «En la experiencia de un gran amor […], todo cuanto acontece se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito».3 Se entiende que es una experiencia de amor verdadera porque tiene este efecto, arrastra todo consigo, cambia la forma de mirar las cosas, las personas y los hechos.

      Pero ¿en qué cambia radicalmente la vida? ¿En qué se demuestra que es una vida nueva? En dos aspectos que señalo brevemente.

      Dante describe así los primeros efectos del amor: «El espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón [es decir, el corazón como lo entiende la Biblia, sede de la razón y del afecto] comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi», ha llegado aquel que dominará mi vida. El alma, el corazón, ese deseo del que estamos hechos, reconoce que pasará la vida en esa relación, que vale la pena entregarse a ese acontecimiento, a esa presencia, porque es lo que siempre había esperado de forma más o menos consciente.

      Pero, después, Dante añade otra observación espectacular que se articula en dos momentos.

      El primero: «El espíritu animal que mora en la alta cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones [es decir, el cerebro, la razón], empezó a maravillarse vivamente y, hablando de un modo singular a los espíritus del rostro, dijo estas palabras: Apparuit iam beatitudo vestra [ha aparecido tu felicidad]».

      El segundo. «El espíritu del instinto que mora en aquella parte por donde se nos suministra el sustento [según la concepción de la época el «espíritu del instinto» está ubicado en el hígado, pero se refiere en sentido amplio al vientre, al cuerpo, o también al aspecto instintivo de la atracción del hombre por la mujer], comenzó a llorar, y llorando dijo: Heu miser, quia frequenter impeditus ero deinceps». «¡Ay de mí!, que de ahora en adelante seré derrotado a menudo!». El aspecto más instintivo de la persona llora porque, de ahora en adelante, se verá sometido a la razón y el corazón, dominado por el sentimiento del Destino.

      Por si no hubiese quedado claro del todo, Dante añade:

      Me mandaba muchas veces que tratase de ver a aquel ángel tan joven, por lo cual en mi niñez con frecuencia la anduve buscando, y me parecía de tan noble y laudable porte, que ciertamente podían decirse de ella las palabras del poeta Homero: «No parecía hija del hombre mortal, sino de un dios». Y ocurría que aunque su imagen, que continuamente estaba conmigo, por osadía de Amor me señoreaba, era de tan nobilísima virtud, que nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón en todo aquello en que aquel consejo fuera provechoso de oír.4

      [Me empujaba a que buscase a aquel ángel tan joven, por lo cual en mi niñez la vi con frecuencia y pude ver en ella acciones tan buenas y nobles que ciertamente, con Homero, podría decir: «No parecía hija de un mortal, sino de un dios». Y aunque su imagen, que yo guardaba en mi mente, hacía que el Amor me señoreara, ejercía un poder tan noble sobre mí, que nunca el Amor me rigió sin el fiel consejo de la razón, en todas las situaciones en las que su consejo es provechoso]

      «Nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón». Una vez reconocido el valor de ese encuentro, la correspondencia entre la espera y la llegada de ella, se recompone en unidad su persona, amor y razón van a la par, el pensamiento alcanza una certeza consciente, la experiencia se convierte en principio de conocimiento y de acción.

      Además, os anticipo que encuentra aquí su raíz la famosa definición que Dante dará de los lujuriosos: aquellos que «someten la razón a la pasión».5 No están condenados porque han amado, sino porque lo han hecho dejando que el instinto, el capricho del momento, dominase la razón. En cambio, en el hombre es la razón la que debe gobernar al instinto, y el pecado es su derrota.

      ¡Nada de oponer el amor a la razón, como se suele hacer! El amor en Dante, como es propio del hombre medieval, está cargado de razón y da forma a toda la vida. Amar es un impulso del corazón y un juicio de la razón, no el simple resultado del instinto. Para el poeta, de ahora en adelante, será este amor cargado de razón lo que guíe su vida.

      Segundo capítulo, segundo encuentro con dieciocho años.

      Después de que transcurrieron tantos días que precisamente se cumplían nueve años de la aparición de la gentilísima antes narrada, en el último de aquellos días aconteció que aquella admirable señora se me apareció vestida de color blanquísimo, en medio de dos gentiles damas que eran de mayor edad, y pasando por una calle volvió los ojos hacia la parte donde yo me hallaba lleno de temor, y por aquella su inefable cortesía, hoy recompensada ya en el gran siglo, me saludó muy recatadamente, de modo que me pareció entonces ver allí los extremos de la bienaventuranza. La hora en que me llegó su dulcísimo saludo era exactamente la de nona de aquel día, y como aquella fue la primera vez que sus palabras se dirigían a mis oídos, me sentí de tal modo inundado de dulzura que, como embriagado, me aparté de la gente y corrí a la soledad de mi aposento, donde me puse a pensar en aquella dama tan cortés.6

      [A los nueve años del encuentro con aquella niña, volví a ver a esa nobilísima mujer vestida de blanco, en medio de damas de mayor edad; al pasar, volvió sus ojos hacia el lugar donde yo estaba con cierto temor, y por su inefable liberalidad, hoy recompensada ya en el paraíso, me saludó de tal manera que me pareció tocar el cielo. Su dulcísimo saludo me llegó exactamente a las 3 de la tarde; y como era la primera vez que me dirigía la palabra, me sentí de tal modo inundado de dulzura que, como embriagado, me aparté de la gente y corrí a la soledad

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