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XV, vv. 83-85.

      2 Vida Nueva II, p. 536.

      3 El convite II, XII, p. 603.

      4 Durante años, la Lunigiana, zona del extremo norte toscano, fue un territorio neutral donde se retiraban los refugiados de los partidos güelfos negros y blancos que se despedazaban en Florencia; al cabo de cuatro años de vagabundeo en el norte de Italia, Dante llega allí, hospedado por los marqueses Malaspina, que conocían la fama poética de Dante y el dolce stil novo.

      5 Unos meses antes, Dante estaba en Verona, hospedado por los Scalgeri, relacionados con los Malaspina por vía de matrimonio y relaciones políticas.

      6 Cartas XII, p. 812.

      UNA VOZ DE LA EDAD MEDIA: DANTE, POETA DEL DESEO

      Una de las razones por las que puede resultar difícil entrar en el mundo de Dante es que pertenece a una época muy distinta de la nuestra. Distinta, naturalmente, en muchísimos aspectos, pero nos pueden servir dos imágenes para ir al núcleo mismo de esta diversidad.

      La primera es la del Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci, una imagen conocidísima, símbolo del pensamiento renacentista que representa la perfección del hombre puesto en el centro del universo.

      La segunda es mucho menos conocida. Se trata de una ilustración de santa Hildegarda de Bingen, una monja que vivió en el siglo XII, ciento cincuenta años antes que Dante. Fue literata, música, estudiosa de ciencias naturales y mantuvo correspondencia con papas y emperadores. En 2012 fue proclamada doctora de la Iglesia por Benedicto XVI. También el dibujo de Hildegarda pone al hombre en el centro del universo, porque lo que el cristianismo ha venido a confirmar es justamente que Dios ha puesto al hombre en el centro de la creación y en el corazón del plan de salvación sobre el mundo creado.

      ¿Dónde está entonces la diferencia? Está en que, para la mentalidad medieval, la centralidad del hombre se ubica dentro del abrazo de Dios que da significado y consistencia al mundo, al cielo y a las estrellas, a la tierra y a la misma criatura humana. Dicho de otra manera, también la Edad Media, al igual que la época moderna, sitúa al hombre en el centro de la realidad, pero lo concibe siempre en relación con lo divino.

      En el paso de la Edad Media a la Moderna cambia la idea de hombre y, en consecuencia, cambia el papel de Dios. El hombre sigue estando en el centro del universo, pero Dios ya no está. O más bien, si Dios existe, es un elemento particular de la realidad, un detalle que algunos aceptan y otros no, pero que no tiene que ver con la vida concreta y cotidiana. Para los hombres de la Edad Media era muy distinto. Para entrar en la Comedia tenemos que imaginarnos un mundo en el que es normal levantarse por la mañana y sentirse como en el dibujo de Hildegarda, con una concepción de uno mismo como de alguien que se percibe en relación con Dios, con el Destino.

      Vamos a tratar de identificarnos con un tiempo sin radio, televisión, periódicos, móviles, donde solo contaba el testimonio, lo que yo te testimonio a ti y tú trasmites a otro, lo que este otro le dice a su amigo, etc. Pues bien, en una época así, un joven de unos veinte años, Francisco, hijo de un rico mercader de Asís, lleva a cabo una opción radical: renuncia a todos sus bienes y a la herencia de su padre para vivir solo del amor de Cristo. Sus amigos se quedan muy tocados y empiezan a seguirle; y al cabo de unos años, cuando Francisco convoca sus seguidores a reunirse en el llamado capítulo «de las esteras», aparecen tres mil jóvenes provenientes de toda Europa que le dicen: «Queremos vivir como tú, te seguimos».

      Se trata de un fenómeno análogo a lo que pasó unos siglos antes, cuando de la Europa devastada por los bárbaros nació una sociedad nueva a través de los monjes, cuyo problema no era lamentarse porque el mundo se estaba yendo a pique, sino vivir a la altura de su deseo y de su dignidad humana. Y, entonces, reunían a tres o cuatro amigos y les decían: «¿Queréis vivir como Dios manda? ¿Os parece que al menos nosotros comencemos a vivir bien? ¿Nos ayudamos a construir una vida conforme a su destino?». Era el «quarere Deum», desear y buscar a Dios, del que nos habló Benedicto XVI.1 Y surgían monasterios. El movimiento benedictino nació así y reconstruyó poco a poco el rostro de Europa, constelándola de abadías y monasterios, en torno a las cuales renacieron la agricultura, la cultura, más adelante, los comercios y después todo lo demás.

      De ahí se fraguó una cierta idea de sociedad y de economía. Pensemos en los libros contables de los comerciantes florentinos, los que inventaron la partida doble, la contabilidad moderna; estos libros incluían en el listado de los miembros de la asociación de mercaderes —que servía para repartir los beneficios a final de año— a Messer Domineddio, un socio desconocido que se llevaba un dinero como todos los demás: era la parte destinada a la Iglesia para ayudar a los pobres, mantener a los huérfanos y construir hospitales.2

      Esquematizándolo mucho, se podría decir que para nosotros los modernos libertad quiere decir ausencia de vínculos; para un medieval no hay libertad sin una relación que la sostenga. Para explicarlo mejor en el colegio, ponía siempre un ejemplo. «Imaginemos que uno de vosotros diga: “Profesor, estoy harto de depender de mis padres. ¿Se puede creer que voy por la calle y la gente, mirando mi nariz, me pregunta si soy hijo de Fulanita? Vaya gracia que me hace, tengo que tener la nariz de mi madre, el pelo de mi padre, si toso me reconocen porque lo hago como mi abuelo… ¡No quiero depender de nadie, quiero ser yo mismo y punto!”. Imaginemos que le regalo una máquina del tiempo para que vuelva atrás y pueda eliminar a su padre y su madre antes de que lleguen a casarse: conseguiría su objetivo, esa dependencia desaparecería. ¡Lástima que también él desaparecería!».

      Yo no existo, tú tampoco, nadie existe al margen de las circunstancias que nos han dado la vida y que no hemos decidido nosotros. Todos dependemos. Está claro que esto abre un problema. ¿Cómo no asumir pasivamente esas circunstancias? Dentro de las circunstancias que yo no elijo, ¿puedo realizarme igualmente como persona? Podemos discutirlo, pero es una mentira decir que la libertad es ausencia de vínculos, que coincide con no depender de nadie, que el individuo es tanto más libre cuanto más autónomo.

      Decir que el hombre está en relación con el Destino, que se constituye abierto al Misterio, quiere decir que cuando miro las estrellas, de forma inmediata y natural, desde lo más hondo de mí brota un sentimiento de gratitud por Aquel que me hace. Quiere decir que, si miro las estrellas junto a la mujer que amo, me surge la idea de que las estrellas —y por tanto el Misterio bueno que las hace brillar— tienen que ver con mi corazón y con mi relación con ella. Esto es lo que el hombre religioso entiende cuando habla de relación con el Misterio. A esto se refiere el hombre religioso cuando habla de «ser humano», porque cuando emplea este término se refiere a un ser capaz de establecer la relación con su Destino, de vivir determinado por esa relación y esa apertura. Porque el hombre solo es un puñado de polvo sin esta relación, un ser nacido por casualidad y determinado por las leyes de la naturaleza.

      Si, por el contrario, el hombre es relación con Dios, es vínculo con Otro, lo que define su naturaleza profunda, el dinamismo que le mueve y le hace vivir es el «deseo». Y no es casual que esta sea la palabra que mejor sintetiza la vida y, por tanto, la obra poética de Dante. Además, el propio Dante dice claramente en El convite que toda la vida gira en torno al problema del deseo.

      Y así como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido cree que toda casa que ve desde lejos es un albergue, y, viendo que no es tal, dirige su esperanza a otra, y así de casa en casa hasta que llega al albergue, de la misma manera nuestra alma, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo. Pero como su primer conocimiento es imperfecto, porque no tiene experiencia ni enseñanza, los pequeños bienes le parecen grandes, y a ellos endereza sus primeros deseos, y por esto vemos a los pequeños desear por encima de todo una manzana; luego, siguiendo adelante, desear un pajarillo, y más adelante desear un vestido elegante, y luego un caballo, y luego una mujer, y luego algunas riquezas modestas, y luego riquezas grandes, y por último, más grandes todavía. Y esto

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