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y socialización de las instancias de poder, pero carece por completo de dicho poder. Es más, en su precariedad apenas es capaz de decir la palabra «no», que se convierte en una especie de lujo que sólo a veces puede permitirse. El poder es propietario del saber —del tiempo de los sujetos que saben y de la mayor parte de lo que generan—, pero a través de una fuerza de trabajo perfectamente sustituible que porta consigo sus conocimientos de un sitio a otro. Es decir, hay un resto de saber no capturable encarnado en los cuerpos que trabajan, pero ese resto es difícilmente operativo si no se desempeña en un marco de explotación capitalista. Como ocurre con cualquier otra mercancía, hay un excedente de saber que no puede ser absorbido por el mercado laboral y cuyo precio no cesa de disminuir. Todo ese saber flotante es funcional al poder sobre todo en lo que tiene de disponible. De ahí que sea tan imperiosa la construcción de imaginarios y espacios regidos por lógicas alternativas a la neoliberal: tanto por lo que puedan ofrecer para el incremento y canalización de los saberes como por su carácter disidente respecto a la ideología dominante.

      En cuanto a la ausencia de oportunidades donde ver ese conocimiento aplicado o apreciado, se trata de un hecho singular y de hondas repercusiones. Aplicando la lógica económica imperante, se trata de conocimientos inútiles, por lo que carece de sentido seguir instruyendo a la población en cosas que no sirven para nada, cuando de lo que se trata es justamente de lo contrario: optimizar todo acto humano con vistas a su retorno monetario. Éste es el horizonte que ya puede distinguirse con claridad en las reformas educativas y universitarias de los países a la vanguardia del neoliberalismo.

      Me parece que una actitud ilustrada hoy supone la revisión crítica de las propias condiciones de posibilidad para un pensamiento en clave emancipatoria. Esta tarea requiere hacerse cargo de una herencia histórica que incluye toda suerte de excesos y propensiones a la omnipotencia de la razón, pero también el mantenimiento de ciertos ideales de progreso como parte de un horizonte normativo irrenunciable. Asimismo, exige que estas premisas sean consideradas no únicamente en abstracto, sino con relación al tiempo y al espacio (en cierto modo, veremos luego, a los tiempos y a los espacios) que habitamos. Por supuesto, ningún proyecto de este tipo puede obviar la preocupación por la pedagogía. Hablar de las condiciones de posibilidad para un pensamiento emancipatorio conlleva también investigar cómo puede abrirse, extenderse y perfeccionarse a partir de la eventual intervención del mayor número de personas. Esto no tiene nada que ver con una utópica asamblea universal capaz de decidir democráticamente sobre la verdad del conocimiento, sino con la idea regulativa consistente en procurar que cada ser humano se encuentre en condiciones de intervenir, si lo desea, en las cosas que le afectan en pie de igualdad con cualquiera. Una modulación de esta idea sería el principio ecológico de la escritura expuesto en la segunda parte del texto.

      En definitiva, la oportunidad de acceso a lo común (en lo que tiene de uso, pero también de contribución) ha de incluir también el conocimiento. Pero luego hay que afrontar la cuestión de qué hacemos o qué podemos hacer con el conocimiento, quién o para qué está en disposición de utilizarlo. Y ahí es donde cada cual habrá de decidir si aspira formar parte de algo así como un patriciado intelectual (por lo demás, inútil empeño) o a contribuir a un orden que no confunda la pluralidad y la heterogeneidad con la desigualdad.

      Insisto mucho en la voluntad de claridad. Pero ¿qué es claridad y por qué explicitarla como asunto de voluntad?, puede objetarse con todo derecho. Pues bien, desde el punto de vista de quien lee, claridad será el atributo de una escritura que se deja penetrar para volverse inteligible, como el claro de un bosque es el espacio adonde la luz llega teniendo que salvar menos obstáculos y, al mismo tiempo, el lugar desde donde mejor distinguimos lo que queda más allá de los árboles. El lector juzga entonces si aún sobra maleza antes de poder llegar a una idea cabal de lo que se le está diciendo. O, cuando menos, a la creencia de que ha entendido y que eso que ha leído conforma un sentido. Sin embargo, desde la perspectiva del autor, la claridad excede de ser la virtud cuyo reconocimiento se espera por parte del público. Entiendo que, bajo ciertas circunstancias, es una motivación previa e intrínseca al hecho de la escritura: se escribe para compartir con los demás lo que de otro modo sería reflexión solitaria condenada a no abandonar su soledad. La claridad, vista así, es apertura a la intervención del otro, a que su lectura termine modificando lo que creo que pienso y escribo. En consecuencia, allí donde no esté claro lo que quiero decir, que es condición para que el texto pueda tener alguna continuidad más allá de estas páginas, no me queda otra que asumir yo el error, pues no era ésa mi intención.

      Podría decirse que la voluntad de claridad equivale a la voluntad de evitar poner más dificultades a las que de suyo conlleva cualquier acto comunicativo y las relativas a la complejidad específica del tema del que se habla. Claridad, entonces, no significa simplificación. Es más, a menudo ocurre exactamente lo contrario, que las cosas se nos vuelven absolutamente irreconocibles debido a su simplificación. De todas formas, no me atrevo, ni creo que tuviera mucho fundamento, a asegurar que lo habitual hoy es la falta de claridad o, tal vez, su exceso. No sé cómo podría llegarse a un diagnóstico de ese calibre. Lo que me parece interesante tanto de la falta como del exceso de claridad son sus aspectos sintomáticos. De ahí que también subraye su relación con la voluntad.

      ¿Qué se pretende al escribir? ¿Cómo nos relacionamos con la posibilidad de no ser entendidos, o de ser entendidos en aquello que hubiésemos preferido quedase al margen, o de lo que nosotros mismos no somos conscientes? ¿Hay un esfuerzo en proteger ciertos pasajes haciéndolos más inaccesibles? Y en sentido opuesto: ¿hasta qué punto remover los obstáculos que puedan eliminarse se confunde con rebajar la entidad de un texto? Porque —me parece una buena metáfora para ilustrar lo que puede ocurrir cuando se confunde claridad y simplificación—, no es lo mismo despejar un sendero para llegar a lo alto de un monte y contemplar desde allí el paisaje que desmochar la montaña para poder coronar un triste promontorio.

      Dicho esto, antes de entrar en materia, me gustaría incluir en este ensayo una declaración a medio camino entre la confesión personal y lo metodológico: estas páginas son producto de la decisión de no escribir únicamente de lo que se está seguro, sino precisamente de aquello sobre lo que se tienen dudas, con la esperanza de reducirlas y de que otros ayuden. Desde luego, para que algo así pueda tener sentido deben concurrir una serie de requisitos que sintetizaremos en dos: confianza y aceptación.

      En primer lugar, una suficiente dosis de confianza en el público lector, que ni ignorará los yerros ni se valdrá de ellos para atormentar al autor. Creo que una verdadera comunidad intelectual es aquélla de la que puedes esperar te saque del error, no de la que desees le pase desapercibido o no lo tenga demasiado en cuenta. Sin esta confianza básica, que tiene también una base antropológica, no hay comunidad auténtica, pues las relaciones de cualquier individuo con el grupo estarán mediadas por la reserva y el temor a ser descubierto en falta, situación que tratará de evitar a toda costa. A su vez, sin esta confianza en la benevolencia (que no es condescendencia) de quien escucha es mucho más difícil que se exprese el segundo requisito, la aceptación de las propias limitaciones del sujeto enunciador. Algunas pueden ensancharse con el paso del tiempo y otras son insuperables, pero tenerlas es constitutivo de cualquier ser vivo. Una particularidad de nuestra especie es precisamente la capacidad para trabajar sobre ellas de manera colectiva. Aquí el principio básico de cooperación es la asunción de que nuestros conocimientos se desarrollan más y mejor a partir de lo común. Y lo común incluye el error, la incapacidad para la precisión absoluta, la inconmensurabilidad con el todo y el temor a ser reprehendidos por los demás cuando no respondemos a sus expectativas. Ahora bien, no se me escapa que la confianza es algo que se construye y que quien escribe tiene que ir renovando capítulo a capítulo.

      De los elementos citados, confianza en los semejantes y aceptación de los límites, se derivan cuestiones importantes que irán apareciendo en las próximas páginas. Por un lado, un imperativo de claridad en el decir. Una célebre sentencia de Ortega y Gasset establecía que «la claridad es la cortesía del filósofo». La idea que quiero mostrar aquí es otra muy distinta, pues la claridad, lejos de depender de ninguna cortesía, constituiría la obligación no sólo del filósofo, sino de cualquiera que se dirija

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