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y medianos campesinos y una elite rica que podía ocupar puestos políticos y militares importantes. Sin embargo, lo que les unía a todos ellos era la conciencia de padecer, con todas las diferencias de grado que se quiera, una misma clase de injusticia: «la plebe quiere participar en el Mando», resume Ortega y Gasset4. Este sentimiento de pertenencia, que respondía a una situación objetiva de discriminación, era fundamental en su autoidentificación como grupo frente al poder senatorial, así como en su organización institucional. La intervención negativa, «la acción mínima imaginable» de la secessio plebis que Ortega califica como «arma suprema» de la plebe no es otra que la retirada al Monte Sacro o al Aventino: «Retirarse a una colina valía como la amenaza simbólica de fundar otra ciudad frente a la antigua»5.

      Análogamente, el uso que aquí se hace del término plebeyo ni puede ni pretende ocultar las diferencias ad intra plebis, sino politizarlas de un modo particular. Quién puede negarlo, hay diferencias sustanciales entre el catedrático y la becaria sin beca que se sienta frente al escritorio al salir de su turno de trabajo en la cafetería, entre el jefe de un laboratorio y un novelista en paro, y cuantas comparaciones se nos ocurran. No creo necesario ilustrar esto y, por desgracia, sabemos que todas esas situaciones de vulnerabilidad se harán aún más precarias en la medida en que intervengan factores de género, raza, nacionalidad, etc. En esta ocasión, la cuestión que me interesa es su potencial movilizador: lo plebeyo tiene que ver con una determinada conciencia de la desigualdad y la injusticia, así como con una toma de postura ante éstas. Como veremos en el capítulo 9, esta concertación de elementos heterogéneos articulados por expresiones concretas de lo común, característica del campo plebeyo, es afín a la noción de contraesfera pública utilizada por el crítico británico Terry Eagleton y sus observaciones acerca del discurso y la práctica feminista.

      Me parece que ante determinado tipo de situaciones, que llamaremos de manifiesta injusticia, hay una línea divisoria elemental, filosófica y políticamente más importante que la que (circunstancialmente) separa a quienes sufren la injusticia en carne propia y los que no. También más inquietante: los que la impugnan y los que la validan. Esta división permite entender, por ejemplo, que haya quien admire la perfecta geometría de la suela de la bota que le pisa el morro, y hasta tome notas y medidas por si algún día puede permitirse calzarse unas propias. Al fin y al cabo, la oposición del plebeyo frente al patriciado no aspira a resolverse volviéndose uno patricio, sino disolviendo esa diferencia, esté más cerca o más lejos de poder beneficiarle. De ahí que ello nos permita identificar aliados potenciales a los que persuadir y de los que es razonable esperar implicación en quien, le vaya como le vaya en la vida, cuando menos, es capaz de decir: «Sí, esto es injusto: debería ser de otro modo». Y, a partir de ahí, dar pie a algo distinto. Si es preciso, a que digan basta con nosotros y se muestren dispuestos a fundar algo nuevo en cualquier otro lugar.

      Afiancemos nuestro punto de partida: puede hablarse de un malestar y desconcierto generalizado que va más allá de la posición relativa en el sistema de creación intelectual y en el que los sujetos sienten que participan activamente en su reproducción, pero no en su configuración. Es decir, lo observan contribuyendo a su propio sufrimiento al tiempo que están excluidos de su diseño. Reconocer este elemento común de padecimiento y exclusión abre la puerta a una articulación plebeya del malestar, pues sirve para relacionar elementos muy diversos en sus condiciones de vida que, sin embargo, comparten no pocos agravios y muchos intereses e ideales. A empezar a investigar en qué consisten estas relaciones y qué podría derivarse de ellas se dedican también estas páginas.

      Las grandes cuestiones planteadas por la Ilustración clásica tuvieron que ver con los límites del ser humano. Qué nos es dado conocer, hasta qué punto podemos aspirar al perfeccionamiento moral, a organizar las sociedades de un modo justo u ordenar la historia en clave de progreso… son problemas que reclamaban la participación de las inteligencias más inquietas para su resolución. Muchas de éstas forjaron su crédito público a partir de sus respuestas y, en cierto modo, ese esquema se ha mantenido hasta tiempos no muy lejanos. Se irá argumentando a lo largo de las próximas páginas, la función del intelectual no es ni puede ser la misma. Por supuesto, tampoco su reconocimiento. Y lejos de abandonarse a la melancolía o la indignación por la pérdida de una influencia que siempre se vivió como insuficiente, convendría replantear la cuestión en coordenadas más ajustadas a las necesidades del presente y a los imperativos con que queremos vincularnos al futuro. De las primeras brota la precisión descriptiva, mientras que de los segundos los compromisos de índole normativa. Y de la adecuada consideración de ambas, entiendo, lo que llamamos responsabilidad intelectual.

      Con especial fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, muchas de estas grandes preguntas ilustradas, así como a una fe demasiadas veces ciega en las posibilidades de la razón, han sido sometidas a estricta crítica, cuando no a demolición. Los excesos y contradicciones de aquel período han sido denunciados de modos con frecuencia no menos problemáticos. No es el asunto de este libro abordar dichas discusiones, por lo demás ya clásicas, pero sí quiere tenerlas en mente. Lo interesante ahora es advertir que una reflexión que quiera inscribirse en la senda ilustrada y contribuir a prolongar su camino ha de procurar una evaluación más modesta de sus posibilidades y, mediante una atención al contexto, evitar el formalismo. En efecto, hoy la pregunta sobre qué nos es dado conocer o qué podemos hacer con las cosas que conocemos refleja una relación que en muchos aspectos supera las descripciones foucaultianas acerca del poder-saber.

      El surgimiento en las últimas décadas, fundamentalmente a partir de la extensión de las tecnologías de la comunicación, de realidades sociales expresadas en voces como cognitariado, precariado intelectual o proletariado cultural, fuerza a un replanteamiento de los análisis de relación entre saber y poder. Por una parte, la creciente dependencia respecto del mercado ha producido la devaluación social de ciertos saberes, particularmente aquéllos cuya aplicación inmediata no es evidente y cuya expectativa de rentabilidad es menor. Por otra, la estimación de otros conocimientos no ha acarreado necesariamente una repercusión económica ni de influencia real para la mayor parte de quienes hacen de ello su profesión. Sí en quienes compran esa fuerza de trabajo, que, sin embargo, no tienen por qué —algo cada vez más improbable debido al incremento constante de complejidad— ser expertos en ese saber que les da riqueza y poder. Piénsese, por ejemplo, en la asimetría entre la importancia de un sector estratégico como la información y los data y las condiciones laborales de quienes llevan a cabo la mayor parte de las operaciones necesarias para su acopio y almacenamiento.

      En demasiados casos, cabe decir, saber no significa gran cosa, pues, por si lo dicho fuera poco, lo que en verdad cuenta es la información (almacenable, descomponible, objeto de transmisión instantánea, en aumento exponencial… y convertible en valor monetario). Saber e información son dos términos que pertenecen a un mismo campo semántico y comparten muchas cosas, pero que se desplazan hacia áreas sociales y económicas cada vez más alejadas. La precarización de los trabajos culturales y la ideología del expertismo, a la que prestaremos especial atención, son dos fenómenos relacionados con esta dislocación.

      En este sentido, la gran novedad que nos proporciona el capitalismo

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