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el azar no intervenga de modo tan favorable como para prolongarla mucho más que un fogonazo en la oscuridad. Todas estas preguntas invitan, en fin, a repensar quiénes somos y qué hacemos. Aún más radicalmente, qué o quiénes queremos ser y qué podríamos hacer en cuanto a nuestras capacidades y conocimientos, si es que merece la pena hacer algo con ellas distinto a maximizarlas exclusivamente en provecho propio.

      Este libro es una reflexión sobre el sentido, implicaciones y posibilidades de la figura del intelectual en nuestros días, no particularmente propicios a según qué modos de acceso, uso y transmisión de saberes. Para mayor claridad, distinguiremos dos sentidos del término intelectual. Anticipemos por ahora que, en una acepción amplia, hablaremos de las personas que se dedican a las actividades consideradas intelectuales, es decir, de suyo productoras de objetos no materiales y vinculadas ante todo a la utilización de sus capacidades cognitivas y culturales. Y sensu stricto identificaremos como intelectuales a aquellas personas que, además de desempeñar alguna de las actividades del grupo anterior, lo hacen con una vocación de intervención pública y de influencia social, a menudo explícitamente política. Esta definición corresponde a la comprensión histórica del vocablo desde finales del siglo XIX y tiene sus antecedentes más reconocibles en formas siempre asociadas a la esfera de la opinión pública, como aún antes les philosophes y los ideólogos. Así las cosas, uno de los centros de interés de este ensayo es la situación del intelectual en la actualidad, entendida esta locución como designación de un régimen de temporalidad específico, de aparición reciente y que aún rige.

      Además de hablar de ese tipo ideal de sujetos a los que conocemos como intelectuales, indagaremos en los a priori de su actividad en este momento histórico de globalización neoliberal. En medio, habrá que examinar el significado actual de la idea de vocación, clave, como mostrara Max Weber, no sólo para el desarrollo del capitalismo moderno, sino para la constitución de la ciencia en profesión. Lo veremos en su momento, la modulación dominante de este término lo ha convertido en un concepto funcional a la (auto)explotación y la servidumbre voluntaria. Se trata de una preocupación que articulaba mi Crítica de la razón precaria y que en esta ocasión quiero desarrollar a partir de una figura que proponía en sus últimas páginas: el intelectual plebeyo. Si la pregunta originaria entonces podría resumirse en qué hacer cuando la precariedad bloquea el pensamiento, ahora la continuación gira en torno al interrogante de cómo encontrar fundamentos normativos mínimamente sólidos para una práctica intelectual alternativa a la regida por la ideología dominante. Es decir, no sometida al principio neoliberal de la competitividad y sí comprometida con un pensamiento de lo común.

      Reflexionar sobre las condiciones de posibilidad del intelectual del presente y para las próximas generaciones obliga a consideraciones de índole histórica, sociológica, política y económica, pero hay otras de aspecto más filosófico que ocupan un lugar destacado en este ensayo. Algunas tienen que ver con el modo en que nuestra experiencia contemporánea del tiempo y el espacio modifica objetos, métodos y expectativas del pensamiento, entendido éste como acción social. Otras aluden al ámbito subjetivo del intelectual y su posicionamiento frente a cuestiones como, por ejemplo, amén de la ya mencionada vocación, la responsabilidad, el compromiso o el estilo. El análisis combinado de ambos planos debiera servir no sólo para una mejor comprensión de ciertos valores asociados a la organización y reproducción social del saber, sino también para perseguir unos postulados formales en la esfera intelectual que se dirijan a la justa preservación de sus actividades e individuos.

      En cierto modo, la escritura de este libro es el resultado de una tensión que se esfuerza por no incurrir en contradicción. Por un lado, asume sin nostalgia alguna que el tiempo de los intelectuales clásicos ha terminado; por otro, constata que lo que ha venido después, la era del expertismo, lejos de una transformación que se hiciera cargo de las críticas a los abusos de poder de un sistema que consagraba la desigualdad, ha supuesto la intensificación de los viejos males y la aparición de otros nuevos. Lo interesante del experto en cuanto categoría es justamente su indeterminación formal, clave para su fluidez y operatividad. Quiero decir, por supuesto que ha habido figuras análogas, hombres que hacían de su sabiduría particular sobre un campo concreto la base de su autoridad moral o intelectual en la sociedad. Sin embargo, su reconocimiento y privilegio hermenéutico venían asociados a su profesión concreta de teólogos, juristas, médicos… pero no a su condición de expertos, que es una investidura tan vaga como indeterminada.

      En las actuales condiciones sociales, tanto en la producción como en la recepción de las obras, aspirar a convertirse en figura pública con cierta autoridad sostenida en el tiempo es una ilusión sin apenas anclaje en el principio de realidad. Sin embargo, que lo que se piensa o escribe tenga alguna influencia —es decir, sea de alguna importancia para otros— depende en buena medida de la proyección pública del discurso y, sobre todo, de la voz que lo emite. El intelectual plebeyo no puede fingir que esta dependencia no le afecta, pero lo que está por decidir es cómo reacciona ante ella, si encuentra el modo en que la prosecución de unas condiciones materiales adecuadas para la vida intelectual no ahogue el sentido último de esa vida. En el fondo, lo que está en juego es dilucidar si somos capaces de construir las condiciones de posibilidad para una vida intelectual sin para ello tener que convertirnos obligatoriamente en figuras públicas o remedos (a veces grotescos) de un tipo de intelectual en vías de extinción.

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