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dirección en que, de manera práctica, debemos ir si nuestra sociedad quiere tener alguna esperanza de permanencia. En pocas palabras, la diversidad cultural debe ser parte integral de cualquier aspecto de una sociedad resiliente.

      En resumen, para alejarnos de las ideas dominantes del siglo pasado, uno de los primeros pasos debe ser redefinir la noción de resiliencia: abandonar ese significado esencialmente defensivo (resiliencia como necesidad impuesta por los momentos de riesgo en que vivimos) para convertirse en algo más positivo: resiliencia como expresión profunda del carácter humano y, al mismo tiempo, como fundamento de una posible reconciliación entre los seres humanos y la naturaleza, entre los seres humanos y la complejidad irreducible de nuestro mundo.

      La convergencia de la innovación social y de la innovación técnica interactúa con la gente, con su manera de ser y de pensar, y el resultado es una innovación cultural que evoluciona con aquellas. De esta forma, aparecen comportamientos y valores que rompen con los que han sido dominantes hasta ahora, impulsan otras ideas sobre la calidad de vida e impactan sobre lo que consideramos el bienestar y los valores en que basamos nuestras decisiones.

      Contemplado desde este punto de vista, quienes dan forma a las nuevas organizaciones participativas se muestran dispuestos a explorar algunas de estas ideas, una indagación que podemos llamar búsqueda de la calidad. A su vez, al poner en práctica sus soluciones, dan visibilidad a esas ideas o cualidades, las hacen reconocibles para los demás y potencialmente atractivas para un abanico cada más amplio de gente.

      Este “algo más” está representado por las cualidades de sus entornos físicos y sociales, a las que podemos referirnos como cualidades sostenibles, un comportamiento que, como la innovación social demuestra en la práctica, puede sustituir a las conductas insostenibles que predominaban en el siglo pasado. Aunque esas cualidades sean de naturaleza distinta, son interdependientes, es decir, se comportan como si fueran diferentes puntos de vista de un paisaje más amplio, diferentes facetas de un universo plural y complejo que con el tiempo podría verse como un patrón de señales que indican una cultura y, ojalá, una civilización emergente.

      Complejidad y escala

      Todos los casos de innovación social y las soluciones que generan son intrínsecamente complejos. Como tales, no pueden ser reducidos a motivaciones individuales ni a resultados particulares: tanto las motivaciones como los resultados son muy diversos y su naturaleza depende de su variedad y configuración. Los promotores y participantes reconocen este tipo de complejidad como un valor central de su existencia por la riqueza de las experiencias que ofrece. Ante esta complejidad, los límites tradicionales entre el diseñador, el proveedor y el usuario se vuelven cada vez más difusos. No hay un perfil estereotipado de los participantes. La aparición de esta “complejidad enriquecedora” puede ser considerada como un valor que refleja la verdadera naturaleza de los seres humanos (que no puede expresarse en términos unidimensionales).

      Al mismo tiempo, esta creciente complejidad se ve compensada por una reducción en la escala. Las organizaciones de pequeño tamaño son, en términos generales, más transparentes y comprensibles y, por tanto, se sitúan más cerca de las comunidades locales. Del mismo modo, muchas de estas iniciativas a pequeña escala están conectadas a otras similares o complementarias. Al tejer un gran sistema distribuido, apuntan a un nuevo concepto de globalización, una globalización distribuida donde, en cada proceso de producción, distribución y consumo, buena parte de la toma de decisiones, del conocimiento técnico y del valor económico quedan en las manos, en las mentes y en los bolsillos de la comunidad local. Las organizaciones colaborativas parecen orientarse en esa dirección por dos razones diferentes; de un lado, porque permiten a sus miembros comprender y gestionar (de una manera abierta y democrática) sistemas socio-técnicos complejos; de otro, porque la escala humana de estas comunidades da a los individuos la oportunidad de llevar a cabo sus actividades, cumplir sus necesidades y construir el futuro que desean desde unas organizaciones donde las relaciones humanas siguen siendo vivas y personales.

      El trabajo y la colaboración

      Esta rica complejidad y el tamaño reducido forman el telón de fondo sobre el que pueden reformarse las actividades humanas. En el centro de este nuevo escenario se encuentra la (re) evaluación del trabajo como medio principal de expresión humana. Tanto quienes promueven estas organizaciones como quienes participan en ellas parecen moverse en esa dirección que reconsidera el trabajo y que ve a los seres humanos como individuos que llevan a cabo actividades significativas, que actúan para “conseguir que suceda algo”, con el fin de dar forma al contexto en que tiene lugar su vida y crear futuros viables. De este modo, se sitúan en radical oposición al sistema dominante que considera a la mayor parte de los seres humanos como meros consumidores, usuarios o espectadores de contenidos preparados por otros; pero también desafían la idea tradicional del trabajo, ya que atribuyen un valor mayor a la actividad manual y extienden la idea de lo que entendemos por actividad laboral a una gama de actividades más amplia. Estas incluyen tareas que normalmente no se consideran trabajos, como la atención y el cuidado de quien lo necesita, la gestión del barrio y la creación de la comunidad, tareas que en última instancia permiten hacer frente a los problemas cotidianos y que constituyen el tejido básico de la calidad de vida de cada día. Este marco lleva a la noción de “trabajo significativo”.

      En este proceso de reevaluación y redefinición de la noción de trabajo, reaparecen el valor y el poder de la colaboración. Es una condición necesaria para “conseguir que suceda algo” y para que la gente pueda desempeñar un papel activo en la construcción del futuro que ha elegido. La mayoría de las soluciones que generan estos innovadores se basan en la colaboración, en grupos de individuos que deciden conectarse con el fin de “conseguir que suceda algo”. Quienes participan renuncian libremente a parte de su individualidad para crear un sistema de vínculos con otras personas igualmente interesadas. Las formas de colaboración son muy diversas, así como las motivaciones para llevarlas a cabo. En estas iniciativas hay una mezcla de lo que supone descubrir la eficacia práctica de hacer algo juntos y del valor cultural que implica compartir ideas y proyectos. En contraste con lo que ocurría en las comunidades tradicionales, esta forma de colaboración no es obligatoria: es una “colaboración por decisión propia”, donde optan libremente por participar o quedarse fuera. Esta disposición intencionada se encuentra en la encrucijada de dos trayectorias: la que va del hiperindividualismo de los sociedades más industrializadas hasta el (re) descubrimiento del poder que supone hacer cosas juntos, y otra, más propia de las comunidades tradicionales en las sociedades menos industrializadas, que se orienta hacia formas más flexibles de colaboración intencionada.

      Relaciones y tiempo

      Las prometedoras iniciativas que aquí discutimos son organizaciones sociales cuya estructura no es más que un sistema de interacciones entre personas, lugares y productos que, en última instancia, caracterizan su funcionamiento. Los promotores y los participantes parecen particularmente sensibles a estas profundas y complejas relaciones humanas; en muchos casos, el interés en la calidad de esas relaciones tiende a orientar las opciones de su comportamiento. Pero este cambio de los productos a las interacciones no es algo nuevo; el actual sistema dominante de producción y consumo ya hizo algo parecido, si bien reduciendo las interacciones a experiencias superficiales (por ejemplo, al proponer que la vida fuera una especie

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