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Hermanos de armas. Larrie D. Ferreiro
Читать онлайн.Название Hermanos de armas
Год выпуска 0
isbn 9788412221305
Автор произведения Larrie D. Ferreiro
Жанр Документальная литература
Серия Historia de España
Издательство Bookwire
COMERCIANTES EUROPEOS PROPORCIONAN LAS PRIMERAS ARMAS Y SUMINISTROS DE PÓLVORA
La respuesta a la necesidad de armar y equipar a las milicias de las colonias –y luego al Ejército Continental– la darían los comerciantes, no la industria y, para ello, emplearían tanto materias primas como dinero en metálico con los que comprar armas, pólvora y munición en el exterior. Al comienzo de la guerra, los granjeros de las colonias no solo alimentaban a toda su población, sino que también producían excedentes suficientes para exportar 6 millones de fanegas* de grano –casi un cuarto de la producción–, lo cual permitía la entrada de dinero en metálico y la importación de manufacturas.17 Los marinos de las colonias llevaban más de un siglo burlando las Leyes de Navegación británicas, pasando de contrabando las citadas mercancías y burlando la vigilancia de los buques de la Marina británica, los patrulleros de vigilancia fiscal y los funcionarios de aduanas. En teoría, a los buques mercantes de las colonias que transportaban, por ejemplo, trigo o bacalao al exterior, y que en el viaje de regreso traían vino español y productos de seda, se les exigía que desembarcaran estos últimos cargamentos en Gran Bretaña y que pagaran unas tasas aduaneras antes de seguir su navegación hacia Norteamérica. Ciertos cultivos, entre los que destaca el tabaco, no se podían vender a ningún país extranjero y solo se podían enviar a Gran Bretaña, desde donde se revendían más tarde, con pingües ganancias, a toda Europa. El té, por supuesto, solo se podía comprar en Gran Bretaña.
Los comerciantes de las colonias evitaban estas restricciones, a veces, comerciando directamente en puertos europeos como Ámsterdam, Nantes o Bilbao, donde los cónsules británicos no podían hacer gran cosa aparte de quejarse a las autoridades locales. Más a menudo, optaban por una actuación más rápida y sencilla: entregar y recoger las mercancías en puertos de islas del Caribe como las colonias francesas de Saint-Domingue y Martinica y, sobre todo, la minúscula isla holandesa de San Eustaquio (Sint Eustatius), un notable centro de contrabando conectado con casi todos los países europeos. En su viaje de regreso a las colonias norteamericanas, los capitanes mercantes esquivaban con facilidad a los agentes de aduanas de la Corona, ya que, como explicaba el vicegobernador de Nueva York, Cadwallader Colden, «no entran a este puerto [de la ciudad de Nueva York] sino que fondean a cierta distancia, en las numerosas bahías y calas que ofrece nuestra costa, y desde ahí las mercancías de contrabando se envían en pequeños botes».18 Este depurado sistema de contrabando tenía las características ideales para posibilitar la llegada de armas de fuego y pólvora.
A lo largo de los años, las colonias habían desarrollado una red de contactos comerciales fiables en cada puerto de ultramar con la que comerciaban tanto mercancías lícitas como ilícitas. En Ámsterdam y en San Eustaquio, firmas como Robert Cromelin, William Hodshon e Isaac van Dam tenían lazos comerciales y familiares con la ciudad de Nueva York que se remontaban a la época en que era aún una colonia holandesa.19 El puerto francés de Nantes era la sede de la firma Montaudoin, dedicada al comercio y al tráfico de esclavos y a través de la cual se exportó harina y arroz desde Filadelfia a Francia durante la terrible hambruna que esta sufrió en 1772.20 En el puerto vasco de Bilbao, en el norte de España, la firma Casa Joseph Gardoqui e Hijos comerciaba con empresarios del pescado de Massachusetts desde 1741, con los que intercambiaba bacalao en salazón, arroz y tabaco americanos por productos españoles.21 Estos comerciantes extranjeros (a veces llamados «actores»), que eran públicamente neutrales aunque en privado simpatizaban con las quejas de los norteamericanos hacia Gran Bretaña, fueron decisivos en la campaña de contrabando que comenzó en 1774. Los gobiernos de sus países, por su parte, afirmaban ser contrarios a este contrabando ilícito, pero, en realidad, lo toleraban tácitamente.
En el verano y otoño de 1774, incluso antes de que el Primer Congreso Continental concluyera sus actividades, y antes de que se hubieran organizado los comités de Seguridad y de Suministros, los comerciantes de las colonias comenzaron a adquirir enormes cantidades de armas y munición en Europa y en islas del Caribe, las cuales pagaban tanto con dinero en metálico como con excedentes agrícolas.22 Los funcionarios británicos comenzaron a informar a Londres de que había barcos cargados de armas de contrabando y pólvora que iban desde Ámsterdam a San Eustaquio y las colonias americanas: sus cajones y barriles contenían, en lugar de té, munición y pólvora. Gran Bretaña exigió que la República Holandesa prohibiese desde ese momento cualquier tipo de contrabando. El gabinete holandés prometió de forma oficial detener aquel «tráfico tan peligroso».23 Lo cierto es que, de manera extraoficial, no ejerció mucho control sobre los comerciantes, que siguieron obteniendo enormes beneficios con el contrabando: 100 libras de pólvora compradas en Ámsterdam por 8 rijksdaalders podían venderse en San Eustaquio por casi 100 rijksdaalders.24 Guillermo V, príncipe de Orange, primo carnal de Jorge III y anglófilo, llegó a decirle al embajador británico que los comerciantes de Ámsterdam «venderían armas y munición hasta para sitiar la propia ciudad de Ámsterdam».25
Los comerciantes de Ámsterdam podían vender armas y munición a los colonos norteamericanos, pero no podían fabricarlas. De hecho, solo eran unos eslabones de una gran cadena de suministro que comenzaban en centros manufactureros como Zaandam y Lieja, que pasaba por las rutas de comercio de Ámsterdam, Nantes, Bilbao y San Eustaquio y que, finalmente, llegaban hasta las colonias británicas de Norteamérica. Aunque la República Holandesa no fabricaba apenas armas de fuego para la exportación, sus molinos de Zaandam y Zelanda producían pólvora que estaba entre las mejores, efectiva, de ignición segura y muy demandada en todo el mundo.26 Apenas unos pocos meses después de que los colonos americanos comenzaran su búsqueda de pólvora, los molinos holandeses tenían ya tantos pedidos pendientes de servir que, aunque trabajaran día y noche, las entregas a los clientes extranjeros acumulaban un retraso de seis semanas.
Las armas de fuego que comerciantes holandeses como Crommelin, Hodshon y Van Dam compraban para revenderlas a los colonos americanos se fabricaban justo al otro lado de la frontera con el principado de Lieja, situado en la parte oriental de la actual Bélgica.27 Lieja estaba incrustada entre las dos mitades de los Países Bajos austriacos, un territorio controlado de manera relativamente laxa por el Imperio austriaco. Tanto Lieja como los Países Bajos austriacos profesaban una neutralidad estricta, lo que en la práctica significaba que podían manufacturar y enviar armas a ambos bandos en conflicto. Igual que en Birmingham, la producción de armas en Lieja se basaba en especialistas individuales como Jean-Claude Nicquet y Jean Gosvin que fabricaban y ensamblaban piezas en un sistema de producción en masa, del cual salían entre 200 000 y 300 000 armas completas (mosquetes terminados más bayonetas) anuales, sobre todo modelos franceses de 0,69 pulgadas de calibre.
Los mosquetes de Lieja constituyeron el grueso de las armas de fuego