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Entonces… ¿Por qué…? –lo miró a los ojos, luego bajó la mirada y vio las maletas. Frunció el ceño.

      A Seb le hubiese gustado haber podido disfrutar más del momento, haber estado más preparado. Y mucho menos sorprendido que ella.

      No importaba. Lo hecho, hecho estaba. Y Neely Robson pronto se marcharía de allí.

      –Siento decepcionarla, señorita Robson. Ya he visto a Frank. Ahora, he venido a quedarme.

      –¿Qué?

      La vio palidecer y le gustó. Sonrió.

      –Si es usted la inquilina, señorita Robson, tiene un casero nuevo. Yo.

      Nelly observó desolada al hombre que estaba en su salón. Ya era horrible tenerlo allí, pero que fuese su nuevo casero, era imposible.

      –Perdone, ¿qué ha dicho?

      –Que he comprado esta casa.

      Neely sintió que le temblaban las rodillas. Se apoyó en el marco de la puerta para no caerse.

      –No.

      –Sí –replicó él sonriendo. O haciendo una mueca–. Esta casa flotante –aclaró, por si no se había enterado bien–. Y vengo a vivir en ella.

      Así que había oído bien. Siguió mirándolo fijamente, aterrada, incapaz de creerlo.

      –Se confunde. Soy yo quien va a comprar la casa. Es mía.

      –Lo siento… por usted, pero no. No es suya. Quiero decir, que Frank me la ha vendido hace un par de horas.

      –¡No puede haber hecho eso! ¡Jamás lo haría! Teníamos un trato.

      –Pues ya no.

      Ella siguió mirándolo, como si acabasen de darle un puñetazo en el estómago. Como siempre que su madre, Lara, le decía que iban a mudarse otra vez. Y otra. Y otra más.

      –Frank comentó que lo había llamado un tal Gregory. Supongo que es un asesor hipotecario, ¿no?

      Neely asintió.

      –Un amigo de Frank. Me prometió encontrarme una hipoteca.

      –Sí, pero al parecer, no ha podido ser.

      –Siempre puedo preguntar en otra parte.

      Sebastian asintió, aunque no había ni rastro de compasión en su mirada.

      –Sin duda, pero Frank no podía esperar. Creo que tenía que dar una entrada para una casa. Una boda. Y un bebé de camino. Estaba bastante estresado.

      Pero a él le daba igual, porque la operación le había salido redonda.

      Dejó el bolso de viaje en el suelo y el portatrajes encima del sofá, luego fue hacia la puerta.

      –¿Qué está haciendo? –le preguntó Nelly.

      –Voy a por el resto de cosas. ¿Quiere ayudarme?

      Y sin esperar una respuesta, se marchó.

      Y ella se quedó echando chispas. Tomó su teléfono móvil de encima de la mesa de la terraza y marcó el número de Frank.

      Éste no contestó.

      –Cobarde –murmuró ella.

      –¿Está hablando conmigo? –preguntó Sebastian Savas, que estaba de vuelta con dos grandes cajas de cartón, que dejó encima de la mesita de café.

      ¡Su mesita de café!

      –Eso es mío –le dijo.

      Él siguió su mirada hasta la mesa.

      –Disculpe. Frank me había dicho que iba a dejar algunos muebles.

      –Pues esa mesa, no –dijo Neely, sabiendo que se estaba comportando de manera mezquina, pero le daba igual.

      –Está bien –Seb quitó las cajas de la mesa y las dejó en el suelo–. El suelo es mío –replicó, luego volvió a sonreír y se marchó de nuevo.

      Neely deseó gritar, pero se quedó viendo cómo volvía a entrar con otra caja y la dejaba al lado de las otras, en el suelo. En su suelo.

      –No puedo creer que la haya comprado –murmuró, llena de ira.

      –Ni yo –dijo Sebastian con alegría–, pero es perfecta.

      Aquel comentario la sorprendió. Jamás habría imaginado que Sebastian Savas pudiese pensar que aquella casa era perfecta. Max le había contado que vivía en un ático. ¿Qué había pasado con él?

      –No me cabe en la cabeza que piense eso –comentó ella con acidez.

      –Pero es que usted no conoce mis circunstancias, ¿verdad? –dijo él, con los brazos en jarras, observando su dominio.

      –¿Lo han desahuciado? –preguntó Neely con dulzura.

      Él la miró de manera tan dura, que la hizo retroceder un paso. Tendría que tener más cuidado con lo que decía si Sebastian se quedaba a vivir allí.

      Pero no pudo evitar añadir:

      –O tal vez se haya escapado de casa.

      –Tal vez.

      –Sí, claro. Dígame, ¿por qué lo ha hecho?

      –Danny me preguntó si quería comprar una casa flotante.

      –Y usted la compró. ¿Por qué no? Sacó la chequera y dijo: la compro.

      –Algo así.

      Neely no podía creerlo.

      –Seamos realistas.

      Él se limitó a encogerse de hombros.

      Era algo que odiaba de él, aquella indiferencia fría, de superioridad, aquel desdén con el que demostraba que nada le afectaba. En el trabajo lo llamaban el Hombre de Hielo a sus espaldas, aunque podían habérselo llamado a la cara, porque le habría dado igual.

      Lo vio abrir una de las cajas, sacar unos libros y empezar a colocarlos en una estantería. Ella suspiró con brusquedad.

      Sebastian se giró y la miró.

      –¿Qué? ¿No protesta? ¿Son todas las estanterías para mí?

      –Eso parece, dado que son de obra –replicó Neely entre dientes–, pero, como inquilina, tengo derecho a utilizar parte del espacio.

      –Ah, sí. El alquiler.

      –La cantidad está establecida –le advirtió, por si pretendía triplicársela–, en el contrato de arrendamiento.

      Él no respondió a aquello.

      –¿Quiere que mida y divida el espacio? ¿Para estar segura de que le corresponde la parte justa?

      –Supongo que podemos llegar a un acuerdo –murmuró ella, fulminando con la mirada su cuerpo alto, fuerte y masculino, que estaba invadiendo su espacio y que la escrutaba con sus penetrantes ojos verdes.

      Eran unos ojos increíbles, de un verde muy claro, que contrastaba con su piel color oliva y su pelo grueso y moreno. Y convertían su rostro fuerte, atractivo, de rasgos casi duros, en un rostro todavía más memorable… y atrayente.

      En el trabajo, Sebastian Savas tenía fama de ser exigente, riguroso e imperturbable. Todo un hombre de negocios. Completamente frío.

      Las mujeres, las muy tontas, coqueteaban con él, le hacían ojitos, le sonreían y le llevaban cafés con la esperanza de que les hablase, saliese con ellas y se casase con ellas.

      Pero él casi ni las veía.

      Needy pensaba que sólo se fijaba en los edificios, cuanto más altos y puntiagudos, mejor.

      Un hecho que le había mencionado en una ocasión, sobre todo porque él había dicho

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