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aquí?

      –No he pasado la noche en ningún otro sitio, si es eso lo que quiere saber.

      –¿No como yo?

      –Eso es. ¿Ha merecido la pena?

      –Sí –contestó ella sonriendo–. Ha sido genial. Cenamos y luego subimos arriba y…

      –Ahórrese los detalles –la interrumpió Sebastian–. ¿Cuántos años tiene?

      –Veintiséis, pero no es asunto suyo.

      –¡Él tiene cincuenta y dos! –exclamó, parecía furioso.

      Neely tardó un segundo en reaccionar, entrecerró los ojos.

      –Supongo que se refiere a Max.

      –Por supuesto que me refiero a Max. Aunque está muy bien para su edad, supongo que se le podría considerar un semental…

      –¿Un semental? –Neely no daba crédito, se echó a reír. Y eso pareció enfadarlo todavía más.

      –¡Ya sabe lo que quiero decir! Por Dios santo, usted tiene talento, ha ganado premios. No hace falta que se acueste con el jefe para ascender.

      Ella dudó sólo un momento.

      –¿No? Pues tengo entendido que es un método muy utilizado en algunas empresas.

      Sebastian se quedó boquiabierto.

      –Y, como usted mismo ha dicho, Max está muy bien para su edad –continuó, riendo de nuevo.

      –Le atraigo más yo que Max –dijo él en tono cansino, aunque también era como si la estuviese retando a que lo contradijese.

      Neely abrió la boca y volvió a cerrarla. Arqueó las cejas de manera provocadora.

      –¿Eso piensa?

      –Sabe que es verdad –insistió Sebastian–. Ha habido una chispa entre ambos desde el primer día.

      En esa ocasión, ella abrió la boca y no volvió a cerrarla, intentó procesar sus palabras. Se encogió de hombros.

      –En sus sueños, Savas.

      Pero Sebastian no esperó.

      –¿Quiere una prueba?

      Se acercó a ella en dos zancadas y puso su boca muy cerca de la de ella, que sintió el calor de su respiración.

      Neely tragó saliva. Parpadeó. Esperó.

      Y Sebastian la besó.

      No era la primera vez que la besaban, pero nunca la habían besado así, de manera ardiente, persuasiva, con ansia, como si estuviese buscando algo, una respuesta.

      Y su boca sabía cuál era esa respuesta, a pesar de que también se hacía preguntas.

      No era sólo una chispa, pero Neely tenía que admitir que también lo había sentido.

      Aquello era mucho más que una chispa. Era fuego que ardía con rapidez. Cuanto más profundo era el beso, más la consumía aquel fuego, estaba hambrienta, desesperada, a punto de perder el control.

      Sebastian la rodeó con los brazos, la apretó contra él hasta que sus cuerpos se tocaron. Neely nunca se había sentido así, nunca había deseado que un beso no se acabase. Nunca había besado sin que le importase de dónde iba a sacar el siguiente aliento, porque estaba compartiendo el de él.

      Levantó los brazos y le acarició la espalda, los hombros, la nuca. Metió los dedos entre su pelo corto y luego se aferró a sus hombros mientras el deseo seguía creciendo en su interior.

      Y entonces, de repente, Sebastian se apartó y la miró a los ojos, respirando con dificultad.

      –¿Te besa Max así?

      Sorprendida, temblando y completamente furiosa, tanto consigo misma como con él, Neely intentó buscar las palabras para responder a aquello.

      –¡Nadie me besa así!

      Sebastian sonrió, satisfecho con la respuesta.

      –¿Así que tu querido Max no es perfecto, al fin y al cabo? No me sorprende. Eso te pasa por intentar liarte con un hombre que podría ser tu padre.

      –No he intentado liarme con él –replicó ella, con el corazón todavía acelerado–. Hemos estado trabajando.

      –¿Toda la noche?

      –No, hasta las dos. Y luego me fui a la cama. Sola. En la habitación de invitados.

      –Sí, claro. Así que sólo sois amigos, ¿no? –se burló él.

      Y Neely negó con la cabeza, muy despacio.

      –No somos sólo amigos –le dijo, mirándolo a los ojos–. Max es mi padre.

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