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que su padre llevaba a casa.

      Nunca intentaba complacer a nadie. Trabajaba duro y actuaba con sentido común. La vida era más sencilla así.

      Si no le caía bien a la gente, peor para ellos.

      A Neely Robson no le gustaba.

      Pero le daba igual. A él tampoco le caía bien ella.

      Y se quedaría muy a gusto cuando la viese salir de allí con todas sus cosas.

      Con un poco de suerte, cuando volviese de hacer la compra, se la encontraría preparando las maletas.

      Neely nunca había sido una exploradora.

      No obstante, sabía que los exploradores siempre tenían que estar preparados para todo.

      Así que cuando volvió a casa esa tarde, lo hizo preparada para hacerle una propuesta a Sebastian Savas.

      Le había estado dando vueltas al tema desde que se había marchado de casa de Frank. Éste tenía razón, tal vez Sebastian se arrepintiese de la compra. Aunque era probable que no, pero no perdía la esperanza.

      En cualquier caso, se había pasado tres horas en la biblioteca, porque no quería volver a casa, haciendo números. También había llamado a su madre para decirle que, durante los próximos meses, iba a andar peor de dinero. A Lara no le importaba. Ella nunca pensaba en el dinero.

      Luego volvió a la casa flotante, preparada para hacerle al Hombre de Hielo una oferta que no podría rechazar.

      Pero no estaba preparada para entrar en el salón y encontrarse con un hombre muy diferente del que conocía.

      En los siete meses que llevaba trabajando en Grosvenor Design, sólo había visto a Sebastian en traje. Bueno, una vez, en una obra, lo había visto con el primer botón de la camisa desabrochado y la corbata aflojada. Y la noche anterior lo había visto en traje, pero empapado.

      Incluso después de ducharse, Sebastian había bajado al salón con una camisa de vestir de manga larga y unos pantalones oscuros bien planchados. Aunque sin corbata, eso sí.

      En una ocasión le había comentado a Max que Sebastian debía de haber nacido con gemelos.

      Y su comportamiento frío y calmado era como otro traje.

      Así que, ¿quién era el tipo descalzo y con unos vaqueros desgastados que estaba subido a la escalera?

      Neely se quedó de piedra. Su cuerpo se paró, pero su mirada siguió ascendiendo hasta detenerse en unos fuertes y masculinos abdominales que se veían debajo de una camiseta roja descolorida por el sol.

      Pudo ver incluso una línea de vello oscuro que desaparecía por la cinturilla del pantalón.

      Neely se humedeció los labios. Tragó saliva. Volvió a tragar.

      Se le aceleró el corazón de repente. Se obligó a tomar aire e intentó tranquilizarse.

      Pero sus ojos bajaron al bulto que había debajo del pantalón. Se ruborizó y cerró los ojos.

      No vio que los gatitos se le habían puesto delante y tropezó.

      Los gatos maullaron.

      –¡Socorro! –exclamó ella, tambaleándose y agarrándose al respaldo del sofá. Entonces abrió los ojos y vio a Sebastian, ¿quién si no?, bajar de la escalera como un bombero que fuese a apagar un incendio.

      Sin dejar de mirarla, dejó la brocha en el cubo de pintura y se acercó.

      –¿Qué ha pasado?

      –Nada. Nada –contestó Neely.

      –Si no ha sido nada, ¿por qué ha gritado? ¿Qué ha pasado?

      –¡Nada! –dijo ella, todavía colorada.

      Se agachó y recogió a los gatitos, los apretó contra su pecho y examinó sus cuerpos para asegurarse de que no les había hecho daño.

      Sebastian la fulminó con la mirada.

      –No me diga que se ha asustado al verme. Vivo aquí.

      –Me he tropezado, con los gatos.

      Él la miró con escepticismo, pero se encogió de hombros. ¿Por qué parecía que los tenía todavía más anchos con aquella camiseta? Era injusto.

      –Debería mirar por donde anda –le dijo.

      –Eso es evidente –replicó Neely, que no iba a decirle lo que había estado mirando. Enterró la cara en los animales y tomó aire de nuevo. Después, volvió a levantar la mirada–. No tiene por qué pintar.

      –Es mi casa. ¿O me va a decir que es su pintura?

      Neely apretó los labios.

      –La verdad es que lo es, pero no importa. Lo que sí importa es… –se lanzó– que quiero comprarle la casa.

      Sebastian abrió la boca para hablar, pero ella no le dejó.

      –No es posible que la quiera. Hace veinticuatro horas, ni siquiera sabía que existía. Fue un impulso. Y tal vez ahora piense que la quiere, pero, en realidad, no la quiere.

      Él volvió a abrir la boca, pero Neely sabía que tenía que dejarle claro lo mucho que le interesaba la casa.

      –Escúcheme –insistió–. Se cansará de ella. Odiará la humedad. Se cansará de la niebla. Y no le gustará que haya pájaros rondando por la terraza. Deseará volver a su ático. ¡Estoy segura! Así que sólo quiero que sepa que, cuando ocurra, yo se la compraré por la misma cantidad que le ofrecí a Frank, o hasta diez mil dólares más. Y conseguiré la financiación.

      Si era necesario, le pediría ayuda a Max.

      Miró fijamente a Sebastian y esperó a que respondiese, pero él no dijo ni una palabra. Pasó medio minuto.

      –¿Ha terminado ya? –le preguntó entonces.

      –Sí –contestó ella.

      –Entonces, dígame. ¿Por qué quiere la casa?

      Neely deseó que no le hubiese preguntado aquello. Se le daba bien hacer amigos, se había visto obligada a ello, pero le costaba hablar de su vida privada. Y no quería hacerlo con un hombre que tendía a prejuzgar a los demás.

      Pero no le había dicho que no fuese a vendérsela. Y estaba esperando una respuesta. Así que tenía que dársela.

      –No lo sé –y lo había pensado mucho–. He vivido en muchos lugares. Aquí, en California, Montana, Minnesota, Wisconsin. Nos mudábamos constantemente, nada era permanente… Al menos, hasta que cumplí los doce años.

      –¿Qué pasó cuando cumplió doce años?

      –Que mi madre se casó.

      Él pareció sorprenderse con la respuesta.

      –Mis padres nunca se casaron –le explicó Neely–. Mi padre se pasaba el día trabajando y mi madre era un alma libre. Rompieron antes de que yo naciese. Nos quedamos un año en Seattle, pero luego mi madre decidió irse a una comuna en California. Como ya he dicho, íbamos de un lado a otro. Y entonces conoció a John y se casaron. Fue estupendo.

      Él parecía todavía más sorprendido.

      –De verdad –insistió Neely–. Teníamos un hogar. Me encantaba. Durante seis años, fue genial. Luego me marché a la universidad y… Ya sabe cómo es la universidad, uno nunca se siente como en casa. Cuando terminé viví primero en un apartamento, luego, en otro. Cuando llegué aquí, alquilé otro durante un mes. Cuando Frank me comentó que quería alquilar una habitación, vine a ver la casa y… lo sentí. Me sentí en casa. Ése es el motivo.

      –Es todo sentimiento.

      –¿Hay algo de malo en ello?

      Él no contestó.

      –¿Va a pintarla

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