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lo quiere, pero no para de cambiar de idea. Primero iban a ser cajitas plateadas. Luego, rosas. Después, plateadas y rosas. Ahora, rosas otra vez, que es más sencillo. Dios sabe cuántas veces más va a cambiar de idea. Y desde que han llegado las otras, es cuatro veces peor.

      –¿Qué otras?

      –Mis hermanas. No todas, pero suficientes.

      –¿Todas? ¿Cuántas hermanas tiene?

      –Seis.

      –¿Seis?

      –Y tres hermanos.

      –Dios santo.

      –Por el momento.

      –¡Qué!

      –Mi padre tiene la costumbre de casarse y tener hijos –le explicó Sebastian–. A eso se dedica.

      –Ya veo.

      ¿Por eso se mostraba él tan reacio frente al matrimonio? Era comprensible. Aunque no se atrevió a preguntárselo.

      No obstante, aquello, junto con nueve hermanos podría explicar la actitud distante de Sebastian. Tal vez fuese normal establecer fronteras cuando se formaba parte de un grupo de diez. Aunque, a ella, que era hija única, la idea de tener hermanos le parecía estupenda.

      –Tiene mucha suerte –le dijo.

      –¿Suerte? Yo no lo creo.

      –Yo habría dado cualquier cosa por tener uno o dos hermanos.

      –A mí tampoco me habría importado tener uno o dos. Lo que cansa es tener nueve.

      –Supongo que sí –aunque no estaba segura. A ella le parecía mucho más divertido que vivir de comuna en comuna, como había hecho con su madre.

      –Por eso compré la casa flotante –le explicó él–. Porque venían a casa.

      ¿Ése era el motivo? Neely se incorporó en el sofá.

      –¿Todos?

      –Cuatro, que ya son demasiadas.

      –¿Hasta la boda?

      –Eso espero. Quiero decir, por supuesto. Después de la boda tendrán que irse.

      –Y cuando se marchen, ¿me venderá la casa?

      Él rió.

      –Es muy persistente.

      –Lo soy cuando quiero algo. ¿Me la venderá?

      –Como ya le he dicho, Robson, hágame una oferta que no pueda rechazar.

      –¿Y qué podría ofrecerle?

      –Es lista. O eso dice siempre Max. Seguro que se le ocurre algo.

      Seb sonrió al ver la casa flotante al final del muelle.

      Siempre le alegraba volver a casa. Tal y como le había dicho a Neely el miércoles, no le gustaba estar de viaje. No le importaba trabajar mucho, pero al final del día le gustaba tener su espacio. Soledad. Paz y tranquilidad. Siempre se sentía mejor cuando cruzaba el umbral de su casa.

      Pero nunca había tenido tantas ganas de llegar.

      Nunca se le había acelerado el corazón como en esos momentos.

      Normalmente, habría parado a comprar algo de comida preparada para cenar, pero esa noche no lo había hecho. Iba a ver si Robson tenía hambre. Tal vez podrían tomar algo juntos.

      No era una cita.

      Era sólo un gesto de buena educación. Vivían juntos, así que podían compartir una comida.

      Además, se lo debía. Ella lo había llamado para avisarle de la avería. Y se había ocupado de que la reparasen.

      Así que podía invitarla a cenar. Era lo mínimo que podía hacer. Así de simple.

      Pero cuando abrió la puerta se dio cuenta de que no estaba.

      –¿Robson?

      Sólo respondió el perro. También estaban los gatos, que atacaron su maletín. Uno intentó treparle por la pernera del pantalón

      –¡Hola! –exclamó él, tomándolo en brazos–. ¿Robson? ¿Está en casa?

      La cobaya hizo un ruido. Y el conejo ni levantó la mirada de su cena.

      Pero Neely no estaba.

      Se sintió extrañamente decepcionado. No tenía derecho a esperar que estuviese allí. No habían quedado en cenar juntos. Si hubiesen quedado, habría sido como una cita.

      Y no se trataba de una cita, eso era seguro. Ni de una cita, ni de nada, porque ella no estaba.

      No obstante, sólo eran las siete. Tal vez se hubiese quedado a trabajar hasta tarde. Él lo hacía muchas veces. Así que se dio una ducha, se cambió de ropa y volvió a bajar, todavía más hambriento.

      Neely seguía sin aparecer.

      No obstante, había una luz en el teléfono fijo que estaba parpadeando. Le dio al botón para escuchar el mensaje.

      –Neel –era la voz de Max–. No he conseguido localizarte en el móvil. Te he dejado un mensaje, pero he querido llamarte también a casa. Llego tarde. Ve entrando.

      ¿Ve entrando? ¿Adónde? Sebastian no pudo evitar hacerse la pregunta aunque, en el fondo, conocía la respuesta. En ese momento, sonó su teléfono móvil. Contestó sin mirar de quién se trataba.

      –Savas.

      –Ah, bien. ¡Estás ahí! –exclamó Vangie–. ¿Estás en casa? ¿En Seattle, quiero decir?

      Él se dejó caer en el sofá. Un gato saltó sobre su regazo.

      –Sí, acabo de llegar.

      –¡Genial! Pensamos que te apetecería venir a cenar con nosotras –Vangie parecía feliz, rió.

      Seb oyó más risas detrás de ella.

      –¿Quieres ver los progresos que hemos hecho con los preparativos? –añadió su hermana.

      No, no quería. Lo último que quería esa noche era tener que aguantar a cinco de sus hermanas.

      Pero contestó:

      –Allí estaré.

      Porque tampoco quería quedarse en casa pensando en que Neely Robson tenía las llaves de casa de Max.

      Neely estaba canturreando cuando entró en casa a las once del día siguiente.

      Hacía un día estupendo: soleado y con poco viento. Aunque no suficiente para ir a navegar. Eso le había dicho a Max antes de marcharse de su casa. Le venía bien, porque tenía otras cosas que hacer.

      –Hola –dijo mientras dejaba su enorme bolso y se arrodillaba para abrazar a Harm, que se había abalanzado sobre ella.

      –¿Me has echado de menos?

      –La verdad es que no –contestó una voz masculina–, porque lo he sacado a pasear yo, anoche y esta mañana.

      Neely levantó la vista y se encontró con Sebastian, que estaba en la entrada del salón. Estaba a contraluz y no le veía bien la cara, pero algo le decía que estaba frunciendo el ceño. Le dio otro achuchón a Harm y se incorporó.

      Después de sus dos conversaciones telefónicas durante la semana, había tenido la esperanza de llevarse bien con él, pero era evidente que se había equivocado.

      –No lo he dejado abandonado. Le dije a Cody que viniese anoche y esta mañana.

      –¿Porque sabía que no iba a dormir en casa? –preguntó Sebastian.

      –Sí.

      Él no dijo nada, pero apretó la mandíbula.

      –¿Ha habido algún problema? He hablado

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