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por qué no las dos cosas? –añadió, por decir algo.

      –¿Tú crees? –preguntó ella, como si le hubiese sugerido algo muy extraño.

      –Haz lo que quieras, Vangie. Es tu boda.

      Y se estaba convirtiendo en la mayor boda de Seattle, pero si eso la hacía feliz, al menos por el momento, ¿quién era él para llevarle la contraria?

      –Ya sé que es mi boda, pero tú vas a pagarlo todo –comentó ella.

      –No hay ningún problema.

      Toda la familia acudía siempre a Seb, para pedirle consejo, para llorar en su hombro y para que pagase las facturas. Había sido así desde que había empezado a trabajar como arquitecto.

      –Supongo que podría preguntar a papá…

      Seb contuvo un bufido. Philip Savas sólo sabía engendrar hijos. No los educaba. Y a pesar de que tenía mucho dinero, no lo compartía a no ser que no quisiese algo. Como otra mujer.

      –No vayas a verlo, Vange, ya sabes que no merece la pena –le aconsejó Seb a su hermana.

      –Supongo que no. Es sólo que… sería prefecto si se acordase de venir para llevarme al altar.

      –Sí –«buena suerte», pensó Seb con tristeza. ¿Cuántas veces tendrían que decepcionar a Vange para que aprendiese?

      Seb podía pagar las facturas, apoyar y cuidar de que sus hermanos tuviesen todo lo que les hiciese falta, pero no podía garantizarles que su padre fuese a actuar como un padre. En sus treinta y tres años de vida, nunca lo había hecho.

      –¿Te ha llamado a ti? –preguntó Vangie, esperanzada.

      –No.

      Philip sólo lo llamaba para endilgarle problemas. Y Seb estaba cansado de intentar tener una relación con él. Volvió a mirarse el reloj.

      –Escucha, Vange, tengo que colgar. Tengo una reunión…

      –Por supuesto, lo siento. No debería haberte molestado. Siento molestarte tanto, Seb. Es que eres el único que está aquí y… –se le quebró la voz.

      –Sí, deberías haberte casado en Nueva York. Te habría sobrado ayuda allí.

      Cuando Seb se había mudado a Seattle después de la universidad, lo había hecho a propósito, para alejarse de su multitud de ex madrastras y hermanastros. No les importaba ayudarlos, pero no quería que interfiriesen en su vida. Ni en su trabajo. Que era más o menos lo mismo.

      Había tenido la mala suerte de que Vangie, después de estudiar en Princeton, se había prometido con un chico, Garrett, cuya familia era de Seattle, y habían decidido irse a vivir allí.

      Por suerte, cada uno tenía su vida, su trabajo, y no se veían casi nunca.

      Pero según se iba acercando la fecha de la boda, las cosas habían cambiado. Los planes de la boda requerían constantes comentarios y consultas.

      Vangie había empezado a llamarlo a diario. Luego, dos veces al día. Y recientemente, hasta cuatro y cinco.

      A él le hubiese gustado decirle que se relajase y tomase las decisiones sola, pero no lo había hecho. Conocía a Vangie. La quería. Y entendía que sus planes de boda eran como hacer realidad un sueño.

      Siempre había deseado formar parte de una familia «de verdad», una familia «normal».

      Y a Seb le sorprendía que supiese lo que era «normal».

      En cualquier caso, Max le había dejado un mensaje en su teléfono móvil la noche anterior, mientras él volvía de Reno en avión, diciéndole que quería que hablasen esa tarde.

      Lo que significaba que habían ganado el proyecto Blake-Carmody.

      –No sé –comentó Vangie–. Hay tantas cosas en qué pensar. Las servilletas, por ejemplo…

      –Sí, bueno, ya hablaremos de eso más tarde –la interrumpió Seb intentando ser diplomático–. Ahora tengo que irme. Si tengo noticias de papá, ya te lo haré saber –añadió–, pero es más probable que te llame a ti que a mí.

      Ambos sabían que lo más probable era que no llamase a ninguno de los dos. La última vez que habían tenido noticias suyas iba a casarse con su última secretaria, la cuarta en haber puesto el ojo en su fortuna. Al menos, a esas alturas Philip sabía cómo hacer un buen acuerdo prematrimonial.

      –Eso espero –comentó Vangie–. O tal vez haya llamado a una de las chicas.

      –¿Qué chicas?

      –Las chicas –repitió ella con impaciencia–. Nuestras hermanas –le aclaró–. Nuestra familia. Van a venir esta tarde –añadió con alegría.

      –¿Aquí? ¿Por qué? La boda es al mes que viene, ¿no? –Seb tenía mucho que hacer, no podía perder todo el mes de mayo.

      –Vienen a ayudar –le explicó Vangie con satisfacción–. Es lo que hace la familia.

      –¿Durante todo un mes? ¿Todas? –no se acordaba de cuántas eran, pero a él no le parecía una buena noticia.

      –Sólo las trillizas. Y Jenna.

      Entonces, todas las que tenían más de dieciocho años. ¿Cómo iba a soportarlas Vangie durante un mes entero?

      –Pues que tengas buena suerte. ¿Quieres que mande a alguien a buscarlas al aeropuerto?

      –No. No te preocupes. Llegan de distintas partes y a distintas horas, así que les he dicho que tomen un taxi.

      –¿Sí? Me alegro por ti –le dijo, contento por Vangie y porque no le hubiese tocado organizarlo todo a él–. ¿Dónde van a quedarse?

      Lo preguntó porque supuso que debía saberlo. Tal vez pudiese pasar a recogerlas a todas el domingo e invitarlas a cenar, para tener una relación de familia un poco «normal».

      –Contigo, por supuesto.

      Dejó caer la carpeta que tenía en las manos encima del escritorio.

      –¿Qué has dicho?

      –¿Dónde iban a quedarse si no? ¡Tienes un montón de habitaciones vacías! ¡Tiene que haber por lo menos cuatro habitaciones en tu ático! Yo vivo en un estudio, sin ninguna habitación. Además, ¿cómo no iban a quedarse con su hermano mayor? Somos una familia, ¿no?

      Seb estaba que trinaba.

      –No te preocupes, Seb, no te plantearán ningún problema. Casi ni te enterarás de que están ahí.

      ¡Cómo que no! Se imaginó medias colgadas en el tendedero, gotazos de laca de uñas, la casa toda desordenada.

      –¡Vangie! No pueden…

      –Por supuesto que sí, cuidarán de sí mismas. No te preocupes. Ve a tu reunión. Luego hablamos. Y llámame si tienes noticias de papá.

      Y colgó.

      Seb se quedó mirando el teléfono y lo colgó dando un golpe. Maldijo a Evangeline y a su fantasía de tener una familia «normal».

      No pensaba compartir su ático con cuatro hermanas durante un mes. Lo volverían loco. Tres chicas de veintitrés años y otra de dieciocho que invadirían cada centímetro de su casa. No podría trabajar. Ni tendría un momento de paz.

      ¡No le importaba pagar las facturas, pero no iba a permitir que invadiesen su espacio!

      Gladys, la secretaria de Max, levantó la vista del ordenador y le sonrió de oreja a oreja.

      –No está.

      –¿Que no está? ¿Por qué no? Tenemos una reunión.

      Además, no tenía sentido. Max siempre estaba allí, salvo cuando estaba en una obra. Y nunca ponía dos citas a la vez, era demasiado organizado.

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