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yo, el Señor tu Dios, te he tomado de la mano; yo te he dicho: ‘No tengas miedo, yo te ayudo’ ” (Isa. 41:13).

      Estar en armonía con nosotras mismas y con las personas que nos rodean no necesariamente nos hará granjearnos la amistad y la sim­patía de todos; sin embargo, nos proveerá satisfacción, al sustentar nuestro sentido de valía personal.

      Amiga, no te preocupes por caerle bien a todo el mundo; preocúpate por caerte bien a ti misma. Esto incluye valorar tus atributos físicos, aceptar tus cualidades emocionales y espirituales, y desarrollar al máximo tus capaci­dades intelectuales; sobre todo, no te encierres en la parte más oscura de tu pasado, porque ensombrecerás tu presente y no podrás visualizar el futuro glorioso que Dios ha prometido.

      Por supuesto, hay ciertas actitudes personales que nos ayudarán a aceitar y limar las asperezas en las relaciones interpersonales. La primera de todas: ten una actitud positiva frente a la vida, especialmente cuando los momen­tos difíciles llamen a la puerta de tus emociones. Otras acciones que puedes realizar son las siguientes:

       Haz sentir a los que te rodean que son importantes para ti; ofréceles caricias emocionales sinceras, sin adulaciones superficiales.

       Establece límites saludables a tus emociones. Los extremos emociona­les, a veces, traspasan los derechos de otros.

       Aprende a lidiar con la crítica; siempre estamos expuestas a ella. Cuan­do seas objeto de crítica, cuenta hasta veinte antes de responder; a con­tinuación, responde con una palabra que te muestre tranquila y amable. Nunca reacciones a un comentario ofensivo. Deja que los que te critican se vayan sin tener motivos para criticarte una vez más.

       Habla de los demás en los términos en que te gustaría que se refirieran a ti. Y, si no lo puedes hacer, mejor quédate callada.

       Sé auténtica; todas tenemos cualidades que podemos ofrecer a los demás. Recuerda: si te sientes bien, te ves bien. Se trata de una fórmula sencilla que te ayudará a obtener diariamente fortaleza para vivir. Y en los días grises, cuando tu poder personal y tu amor propio sean avasallados por circunstancias adver­sas, Dios estará allí para decir: “He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros” (Isa. 49:16, RVR 95).

      Cargando mi historia

      “Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar” (Mat. 11:28).

      Estoy casi segura de que quienes han hecho un viaje en avión han visto subir a bordo a alguien cargando a sus espaldas una enorme moc­hila. Lo que me sorprende es que, al caminar por el angosto pasillo de la aeronave, lo único que le importa es llegar rápido a su asiento, sin tomar en cuenta que su carga va golpeando a los pasajeros que se encuentran senta­dos. Pareciera ser que su mochila es algo ajeno a ellos mismos. Si voltean a la derecha, golpean a los que están del lado izquierdo, y si voltean a la izquier­da, golpean a los sentados del lado derecho.

      Este tipo de incidentes me ponen a pensar en el viaje que cada persona hace por la vida. Todos llevamos como equipaje una historia: experiencias, chas­cos, frustraciones, enojos, alegrías, dolor, desencanto, aciertos, ilusiones rotas, sueños cumplidos, fracasos… Quizá algunos llevemos un peso extra y, al en­contrarnos con otros viajeros, nos movamos golpeándolos, sin intención. Ni siquiera nos damos la vuelta para ver la estela de dolor que vamos dejando a nuestro paso.

      Llevar peso innecesario en la mochila de la vida agota nuestras fuerzas físi­cas, emocionales y espirituales. Las experiencias adversas acumuladas pue­den tomar la forma de resentimiento, rencor y culpa, que nos hacen vulnerables y presa fácil del desánimo, llevándonos a desconfiar del cuidado y del amor de Dios.

      Amiga, antes de continuar hoy tu viaje de vida, revisa tu carga y desecha lo que impide que te muevas en libertad. No continúes repartiendo culpas, no te defiendas de los que te aman, no desperdicies el poder restaurador de Dios... Hoy está a tu alcance, solo tienes que pedirlo en oración sincera. Y cuando ores, reconoce tus rencores y resentimientos. Declara a Dios los nombres de las per­sonas que te causaron daño; sé genuina. Dios lo entiende y no te juzga; está ahí, cerca de ti, para sanar y vendar tus heridas.

      Trabaja con Dios en esos recuerdos amargos que esclavizan tu memoria y enferman tu cuerpo. Trae a tu mente las misericordias del Señor y los nom­bres de buenas personas que han estado contigo a pesar de ti misma. Aligera tu carga, cambia el modo en que recuerdas los malos momentos del pasado y avanza hacia el futuro glorioso que Dios tiene para ti, aprovechando las oportunidades del presente. Que tengas feliz viaje.

      Somos hijas de Dios

      “Es Dios quien nos ha hecho; él nos ha creado en Cristo Jesús para que hagamos buenas obras, siguiendo el camino que él nos había preparado de antemano” (Efe. 2:10).

      Muchos argumentan que los seres humanos fuimos lanzados al mundo, donde cada quien debe, con responsabilidad personal, llegar a ser lo que desee ser. Sin embargo, la postura cristiana del ori­gen y el propósito del hombre está definida en la Palabra de Dios. No hemos sido lanzados a este planeta y abandonados a nuestra suerte; contamos con la provisión divina a cada paso que damos. Su promesa es: “Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7, RVR 95).

      Hay tres preguntas que todo ser humano debe responder para encontrar el propósito de su vida. La primera es: ¿quién soy? Si no tenemos respuesta a esta pregunta, seremos como náufragos en el mar de la vida. La respuesta mana de labios de nuestro Hacedor: “Sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9, RVR 95).

      Cimentados en nuestro origen, estamos en condiciones de responder a la segunda pregunta: ¿hacia dónde voy? En este planeta maltratado por los seres humanos, el futuro parece a veces incierto; en respuesta, Dios dice: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Fil. 3:20, RVR 95). Tener la seguridad de que somos hijas de Dios y de que nuestro destino final es su reino nos pone de frente a la tercera pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí?

      Eres hija de Dios y tienes un destino final junto a tu Creador; sencillamen­te eres embajadora del reino y los que viven contigo tienen que verlo expresado en tus palabras y hechos. Dios te dice: “Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús. Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Tim. 2:1, 2, RVR 95).

      Dios nos ha equipado para cumplir este ministerio, “pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen jui­cio” (2 Tim. 1:7), “para que el hombre de Dios esté capacitado y comple­tamente preparado para hacer toda clase de bien” (2 Tim. 3:17).

      Mujeres de misericordia y de gracia

      “La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba” (Prov. 14:1, RVR 95).

      Cuando la mujer surgió de la mente divina, fue dotada de virtu­des que la hacen única y la ponen en capacidad de desarrollar un mi­nisterio a favor de otros. La misericordia es una virtud distintiva de la naturaleza femenina; sensibles a las necesidades ajenas, las mujeres somos impulsadas a hacer algo para el bienestar de los más vulnerables. En un mun­do frío e insensible, donde cada cual hace solo lo que le conviene sin pensar en los demás, cuán importante es que las mujeres de Dios hagamos algo en pro de la salvación de las almas.

      La madre y esposa tiene una obra especial que hacer en su hogar, que es su “primer campo misionero”; sin embargo, no debe ser indiferente a las necesidades que otras mujeres tienen y que, al igual que ella, sufren los em­bates de una sociedad que muere presa de sus propios errores. La sierva del Señor

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