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es cada día más frecuente en la política, los negocios, la ciencia y el arte. Y no es de sor­prendernos, pues sabemos que las mujeres, tanto como los hombres, somos poseedores de enormes capacidades. Pero… hablemos de nosotras, las que co­múnmente somos llamadas “amas de casa”, aquellas que la mayor parte del tiempo estamos arreglando camas, cocinando, limpiando, cuidando las plan­tas, dando de comer a las mascotas y terminamos el día revisando tareas mientras doblamos ropa recién lavada. Quizá ninguna de nosotras ocupe un si­llón en una oficina gerencial, ni mucho menos en un parlamento. Sin em­bargo, las “labores del hogar” que muchas menosprecian exigen asumir una posición de líder. Requieren preparación, desarrollo de habilidades, sabidu­ría y un poder ajeno a nosotras que proviene del Creador y es otorgado por gracia a quien lo solicita.

      Amiga, frente a tan grande y solemne demanda como es el cuidado de tu familia, y ante el cansancio, el desgano y el sentido de inutilidad que acosan, es tiempo de hacer un alto, levantar la mirada al Cielo y pedir con humildad poder e inteligencia. Dios, que te ve con tierna solicitud, extenderá su mano y te cubrirá con su manto de gracia. Te revestirá de fuerza, la misma fuerza que necesitaste para dar a luz a tus hijos. La mano de una mujer llena del poder de Dios no tiembla a la hora de aplicar disciplina redentora a sus hijos; se levanta para bendecir y no para maldecir. Rescata a su familia y a ella misma de las influencias torcidas de un mundo posmoderno que se jacta de no ne­cesitar a Dios.

      Hoy, antes de iniciar tus “quehaceres domésticos”, siéntate a los pies de Jesús, inclínate reverente ante su presencia, “saborea” tu compañerismo con él, sin prisa, sin dudas, sin desconfianza, con humildad y docilidad. Que tu oración sea: “Señor, vengo a ti. Guíame en el camino. Sé mi sustentador y mi guardador. Levántame cuando mi pie tropiece. Amén”.

      Mi ritual de belleza

      “El corazón alegre embellece el rostro, pero el dolor del corazón abate el espíritu” (Prov. 15:13, RVR 95).

      Hace poco recibí en casa a un promotor de productos de belle­za. Es innegable que la mayoría de las mujeres tenemos una espe­cial inclinación por cremas, perfumes, aceites y cuanto ungüento se nos presente con la promesa de conservar la belleza de la piel.

      Parece ser que esta tendencia está implícita en la naturaleza femenina por creación; incluso en el registro sagrado encontramos algunas referencias al respecto. Cuando Ester fue llevada al palacio, antes de presentarse ante el rey Asuero, fue sometida a un largo “ritual de belleza”: “El tiempo de los ata­víos de las jóvenes era de doce meses: seis meses se ungían con aceite de mirra y otros seis meses con perfumes aromáticos y ungüento para mujeres” (Est. 2:12, RVR 95).

      Creo que el cuidado de nuestro cuerpo es una responsabilidad que las mujeres cristianas debemos asumir, sin vanidad ni presunción, solo por el hecho de ser “templos del Espíritu Santo”. Sin embargo, las cremas y los perfumes son solo una parte del kit de belleza de la mujer; la belleza del rostro no solo de­pende de los productos cosméticos. El rostro es también una expresión del cuidado de nuestra alma. Un rostro hermoso no es el que tiene menos arrugas, sino el que expresa paz, gratitud y contentamiento.

      Tener un ritual de belleza para el alma debe ser una prioridad cotidiana. Cuando lo hacemos, nuestra alma se refresca, nuestros rasgos temperamen­tales son suavizados por el aceite del Espíritu Santo, y las emociones y los sentimientos son sometidos a la voluntad de Dios. Ahora, antes de iniciar tus actividades:

       Únete a la alabanza de la naturaleza. Regocíjate en el amanecer. Respira hondo y agradece por la vida.

       Medita en las promesas de Dios; te darán fuerzas para enfrentar las di­ficultades diarias y no caer en el desánimo.

       Imita a las aves, que no solo cantan al amanecer, sino que también con nuevos bríos salen en busca del sustento diario. Haz lo mismo; esfuér­zate. Las cosas no caen del cielo; hay que conseguirlas con trabajo.

       Al caer la tarde, medita en las bendiciones recibidas y agradece a Dios por ellas. La gratitud genera contentamiento; quien está agradecido y gozo­so tiene un sueño dulce y reparador.

      Amiga, disfrutarás la vida cuando sientas el poder de Dios actuando en la tuya. Serás una mujer embellecida por el poder de Dios.

      ¿Somos como las flores?

      “Soy la flor de los llanos de Sarón, soy la rosa de los valles” (Cant. 2:1).

      Algunos admiradores de la naturaleza femenina se han atrevido a compararnos con las flores. Los que así lo hacen, aseguran que las flores y las mujeres son únicas, especiales, cada una con su propio color y exuberancia. Es bueno recordar que lo femenino es, sin lugar a dudas, uno de los dones más preciados dado a la mujer. La naturaleza femenina, a la par de la masculina, fue diseñada en la mente de Dios, y ambas fueron dota­das de rasgos particulares. Tristemente, tanto lo masculino como lo femenino están en crisis hoy, en un mundo que alardea de lo “unisex”.

      Hay muchas mujeres que han perdido el aprecio por lo que son e intentan deshacerse de lo femenino a toda costa. En este grupo están las que exhiben modales toscos, usan ropas masculinas y son oponentes férreas al liderazgo del varón. Se sienten dominadas y abusadas por todo varón con el que inte­ractúan, ya sea en el entorno familiar, social o laboral.

      Si bien es cierto que la dirección del mundo, por siglos, ha estado bajo el dominio masculino, y que muchas mujeres a lo largo del tiempo han sido abu­sadas y vejadas por hombres, también es cierto que tratar de vindicar el lide­razgo femenino a través de una lucha encarnizada entre los sexos no es la mejor solución. La mujer, a través de lo que es, debe ser capaz de emancipar­se y de luchar por los derechos que Dios le ha concedido, sin dejar abando­nada su exquisita naturaleza femenina.

      Muchas hemos torcido los propósitos que Dios tuvo al crearnos. Asumi­mos posturas que nos hacen parecer superfluas, vanas y carentes de inteligencia. Algunos han llegado a pensar que el único aporte de la mujer al mundo son sus atributos físicos, y que quien carece de ellos está destinada al anonimato.

      Amiga, es tiempo de recuperar lo femenino. Esto incluye volver a disfrutar de todo lo bello que entraña ser mujer. Teniendo en cuenta que somos forjado­ras de las nuevas generaciones, aún somos la mano que mece la cuna y guía los primeros pasos de un ser humano. Somos las que ponemos el equilibrio en una sociedad orientada al polo masculino. Busquemos la igualdad de dere­chos, pero no la uniformidad. Vestirnos de hombre, caminar y hablar como hombres, no nos hace hombres.

      Echa tu ansiedad sobre él

      “Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7, RVR 95).

      La ansiedad, ese estado de inquietud constante, es un “monstruo” que acecha a muchas mujeres. Como medio de protección, la ansiedad puede ayudarnos a evitar peligros, pero si se vuelve patológica, nos paraliza. La preocupación constante por el futuro puede generar un estado de ansiedad tal que se instale en nuestra manera de vivir. El peaje es dema­siado alto: la salud física y la emocional se deterioran por el constante torren­te de cortisol que corre por nuestro organismo.

      Han surgido muchos métodos de control de la ansiedad, como la relajación, la meditación trascendental o la respiración, que quizá sean buenos palia­tivos. Alguien dijo: “Puedes tener confianza en el mañana, si caminas con Dios hoy”. Creo firmemente que este consejo tiene un alcance mayor que apren­der a respirar y relajarse.

      Vivir el hoy con la seguridad de que Dios es quien sustenta nuestra vida día a día es lo que reduce la ansiedad. Pasar la mayor parte del tiempo pen­sando en lo que vendrá nubla nuestro juicio y nos adentra en un mundo de fantasías catastróficas acerca de cosas que quizá nunca sucederán. “No nos preocupemos; porque si lo hacemos llevaremos el yugo pesado y la gravosa carga. Hagamos todo lo que podamos sin preocuparnos, con­fiando en Cristo” (Mente, carácter

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