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necesitan para el cuerpo. […] Miren las aves que vuelan por el aire: no siembran ni cosechan ni guardan la cosecha en graneros; sin embargo, el Padre de ustedes que está en el cielo les da de comer. ¡Y ustedes valen más que las aves!” (Mat. 6:25). Para vencer la ansiedad:

       Refúgiate en Dios y ora: “Todo lo que ustedes pidan en oración, crean que ya lo han conseguido, y lo recibirán” (Mar. 11:24).

       Céntrate en lo que te toca hacer hoy: “No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mat. 6:34).

       Deposita tus cargas en Dios: “Deja tus preocupaciones al Señor, y él te mantendrá firme; nunca dejará que caiga el hombre que le obedece” (Sal. 55:22).

      El viaje de la mujer

      “El Señor dice: ‘Mis ojos están puestos en ti. Yo te daré instrucciones, te daré consejos, te enseñaré el camino que debes seguir’ ” (Sal. 32:8).

      La vida de una mujer es como un viaje; nuestra llegada a cada una de sus estaciones nos invita a un tiempo de transición y ajuste. La infan­cia, la adolescencia, la juventud, la edad adulta y la vejez femeninas son estaciones donde obligatoriamente hemos de detenernos y que nos traen cambios muy notorios, tanto en lo físico como en lo emocional.

      La niña anuncia su llegada a la adolescencia con cambios físicos y emocio­nales muy evidentes, tanto para ella como para quienes la observan, y debe hacer ajustes que, a veces, no son sencillos.

      La juventud es una estación a la que muchas llegan con grandes expec­tativas; comienzan a ver una posibilidad de encontrar pareja y formar familia. Es una etapa de grandes decisiones; es tiempo de responsabilizarnos y hacer­nos cargo de nosotras mismas. Cualquier error o acierto tendrá repercusiones en las siguientes estaciones. Para muchas mujeres, la juventud es la etapa de ser esposas y madres. La vida les da un vuelco que, a veces, viven con ansie­dad y desasosiego; no solo hay que hacerse cargo de una misma, sino también de otros. Las que toman el camino de la soltería necesitan valor para enfren­tar a una sociedad que concibe a la mujer “incompleta” sin un hombre al lado. Es posible que algunas vivan esto con tensión y soledad.

      La edad adulta y la vejez son señaladas en diversas culturas como etapas de improductividad: cesa la función reproductora y el duelo por esta pérdida pue­de traer consigo estados depresivos y falta de propósito en la vida.

      Amiga, sea cual fuere la estación a la que has arribado, quiero decirte que es la mejor, si aprendes a disfrutarla y, sobre todo, si tomas en cuenta que via­jas con el mejor compañero: Jesús. Revisa tu equipaje, guarda los tesoros acu­mulados y desecha toda basura emocional, pues es un lastre que te impedirá avanzar.

      Ser niña, adolescente, joven, adulta y anciana tiene sus encantos, ¡descú­brelos con Dios! No llores por las pérdidas, ríe por las ganancias y vive el gozo de ser una hija de Dios. Vive hoy con optimismo; aprecia el regalo de la vida y alaba al dador de este maravilloso ser que eres “tú”.

      Lo demás lo hace Dios

      “Con toda mi alma espero al Señor, y confío en su palabra. Yo espero al Señor más que los centinelas a la mañana. Así como los centinelas esperan a la mañana” (Sal. 130:5, 6).

      Cuando leo en la narración de Sara cómo intentó “ayudar a Dios” para llevar a cabo el cumplimiento de la promesa del nacimien­to del hijo anhelado, no puedo menos que pensar en nosotras, las mu­jeres de hoy. Vivimos inmersas en una vida de rapidez y premura para todo; en ocasiones, ni nos queda tiempo para la reflexión y la oración. Por eso nos hemos vuelto incapaces de esperar las respuestas de Dios, e intentamos inter­pretar su voluntad a través de la nuestra. Pero Dios no funciona así; no pode­mos apresurar sus decisiones ni sobrecargarlo con las demandas del frenético ritmo que hemos adquirido.

      Esperar en Dios no significa tener una actitud pasiva; por el contrario, exige nuestra cooperación con el Cielo, ejercitar la fe y actuar en consonan­cia con los preceptos divinos. Significa poner en acción los recursos físicos, espirituales y emocionales que Dios nos da. Es entonces cuando los milagros ocurren, las cosas imposibles suceden, y tenemos la certeza de que Dios tie­ne el control de nuestra vida. Así lo expresa este poema de Enrique Chaij:

       Tú no fuerzas a una flor para que se abra, la flor la abre Dios. Tú la plantas y la riegas, lo demás lo hace Dios.

       Tú no fuerzas a que te ame un amigo, el amor es de Dios. Tú le sirves, tratas de serle digno, lo demás lo hace Dios.

       Tú tampoco fuerzas el éxito con tu valor, el éxito te lo da Dios. Tú luchas, per­severas y transitas el camino, lo demás lo hace Dios.

      ¿Estás esperando una respuesta de Dios? No intentes forzar su voluntad. Cuando la paciencia se transforma en impaciencia, caemos en el error de Sara: empujadas por nuestros anhelos incumplidos, nos atrevemos a hacerle “su­gerencias” a Dios.

      Poner tus planes en manos de Dios exige caminar con fe, sobre todo cuan­do atraviesas el túnel de la prueba y la luz divina parece extinguirse en medio del dolor, la tristeza o el desánimo. El Señor te dice hoy: “Levanta la vista, mira las estrellas; brillan más en la oscuridad”. En tus momentos oscuros, la presencia de Dios te acompaña, aunque no la veas. Haz lo que te toca; lo demás lo hace Dios.

      Si te sientes bien, te ves bien - I

      “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios” (Rom. 8:38, 39, RVR 95).

      Todas deseamos ser apreciadas por los demás; esto nutre nues­tra necesidad de pertenencia y aceptación, y nos brinda seguridad. Este anhelo interno muchas veces está en pugna con nosotras mismas. Nuestra historia de vida, especialmente la de los primeros años, define en la mayoría de los casos la intensidad de esta pugna interna.

      Durante los primeros años de vida, la mayoría de las mujeres recibimos de parte de nuestros padres una buena dotación de cariño y aceptación, lo que nos provee un sentido pleno de seguridad. Otras mujeres, sin embargo, reci­ben una dieta emocional tan pobre y escasa, que se tornan inseguras y propensas a mendigar afecto.

      Como dice el refrán: “No soy monedita de oro para caerle bien a todo el mundo”. Este dicho presenta una realidad innegable: por razones misterio­sas, los seres humanos encajamos a la perfección con algunas personas; sin embargo, con otras no sucede lo mismo. Esto es parte de la convivencia hu­mana; tenemos que aceptarlo y aprender a vivir con ello, no con resignación, sino con optimismo.

      Indudablemente, las personas que tienen la capacidad de llevarse bien con otros han tenido que cultivar ciertas cualidades personales y desechar ciertos conceptos falsos con respecto a ellas mismas, que posiblemente están enraizados en los primeros años de vida. Algunos de ellos son:

       Soy fea.

       Nadie me quiere.

       Mi vida es aburrida; a nadie le puede interesar.

       No soy popular; soy un ser anónimo en el universo.

       Las ideas y opiniones de los demás siempre son mejores que las mías. A Dios no le importo; ya se olvidó de mí.

      Querida amiga, tu sentido de valor personal, en primera instancia, debe generarse en el hecho de que eres creación de Dios; fuiste creada a su imagen y semejanza. Ninguna circunstancia de tu vida, por muy aterradora que sea, puede quitarte el amor que Dios siente por ti. Él tiene suficiente poder para que, a pesar de los posibles desaciertos de tu vida, vivas en plenitud. Agradece hoy por ser lo que eres; es un buen pensamiento para comenzar este día.

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