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muchas lunas hasta nuevamente no poder ser contados. Y todo habrá sucedido hace mucho tiempo, cuando llegaron remando sobre su madre canoa.

      “A la mayoría de los marinos, según mi parecer, les gustaría realmente muy poco el mar si no hubiesen sido empujados a él por la necesidad, por los sueños de gloria cuando muy jóvenes y cuando viejos por la fuerza de la costumbre”, escribió el naturalista inglés Charles Darwin en el diario correspondiente a la circunnavegación que efectuó a bordo del Beagle (1831-1836). Darwin se mareaba sin remedio. Poco lo ayudó el inquieto mar patagónico a cuyo relevamiento dedicaron más de la mitad del viaje. Continuó padeciendo el mal de mar cuando llevaba años a bordo, lo cual no es tan frecuente. Consta en su propio diario y en el de Robert Fitz Roy, comandante del Beagle. Ese tormento repetido puede haber moldeado negativamente su perspectiva para opinar acerca de los hombres de mar. Aun así bastante hay de cierto en su comentario: los barcos han sido, en gran parte, lugares de martirio. Las razones para embarcarse demasiadas veces fueron la pobreza, la necesidad de huir o las levas forzadas para la guerra, para azarosas expediciones de descubrimiento y conquista o para largos y fatigosos viajes comerciales. Esas calamidades duraron siglos, y fueron actualizadas en las últimas décadas por los intentos de migración masiva en embarcaciones absolutamente inapropiadas, y los intentos igualmente desesperados de quienes se entrometen como polizones en cargueros, con el riesgo de ser descubiertos y arrojados al mar.

      El español José de Espronceda, liberal exaltado y poeta romántico, escribió en La canción del pirata (1835): “Que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar. // Allá muevan feroz guerra ciegos reyes / por un palmo más de tierra, / que yo tengo aquí por mío / cuanto abarca el mar bravío / a quien nadie impuso leyes”. Semejante idealización sugiere que el poeta varias veces desterrado por razones políticas no conocía lo que era la vida en un barco para los trabajadores del mar, o que elegía olvidarlo al momento de escribir. Lejos de justificar tamaños entusiasmos, ni los barcos piratas ni los que integraban flotas honestas fueron mayormente ámbitos de libertad. “A la civilización capitalista no hay que verla en las metrópolis, donde lleva sus mejores atavíos, sino en las colonias, donde marcha desnuda”, escribió Marx. El mar fue desde siempre otro lugar donde la civilización se desnuda y lo que termina imperando es la ley del más fuerte.

      Jim Hawkins, narrador protagonista de La Isla del Tesoro (1882), de Robert Louis Stevenson, califica a los piratas como “la gente más despiadada que Dios lanzó a los mares” (hay una ironía implícita, ya que este huérfano carga con el apellido de un pirata egregio). Pocas líneas más adelante, confía a los lectores: “hombres como aquel habían ganado para Inglaterra su reputación en los mares”. Y unos capítulos después, el respetable Trelawney, un hombre de leyes –que lleva el apellido de un corsario célebre–, reconoce: “Flint fue el pirata más sanguinario que cruzó los mares [...]. Los españoles le tenían tanto miedo que a veces me siento orgulloso de que fuera inglés”. Por cierto, los piratas contribuyeron en gran medida a la acumulación primaria de capitales que posibilitó la revolución industrial. El oro que los españoles traían de América manchado de sangre en sus galeones, los perros del mar lo robaban en el camino. Por algo la reina Elizabeth nombró caballero a Francis Drake, el mayor pirata de todos los tiempos, el más odiado por los españoles, a tal punto que Lope de Vega le dedicó un largo poema, mezcla de catilinaria, propaganda política y vanguardia avant la lettre: La Dragontea. “Arde el bauprés, mesana árbol, trinquetes, / como si fueran débiles tomizas, / coronas, aparejos, chafaldetes, / velas, escotas, brazas, trozas, trizas, / brandales, racamentas, gallardetes, / brioles y aflechastes son cenizas, / amantillas, bolinas y cajetas, / estay, obencaduras y jaretas”, dice en un pasaje que refiere lo sucedido a bordo de un navío de los reyes católicos ante el ataque de los perros ingleses.

      Pero en la época narrada por Stevenson ya no había lugar para las andanzas de esa hermandad, marcadas por la indisciplina y el despilfarro. Hacia el final de La Isla del Tesoro, Jim Hawkins lo plantea con claridad: “aunque valientes para un abordaje y para jugárselo todo a una carta, eran absolutamente incapaces de algo que se pareciera a una campaña prolongada”. No quedaba para ellos más lugar que la literatura.

      Durante el siglo XIX se dieron simultáneamente el apogeo de la literatura marinera y la construcción de los veleros más agraciados y veloces que han existido: los clippers. No fue el anhelo de hermosura, sino el afán de lucro, lo que llevó hacia 1840 a arquitectos navales norteamericanos como John Willis Griffiths o Donald McKay a crear el Flying Cloud, el Sovereign of the Seas, el Young America, el Westward Ho, el Stag Hound, el Sea Witch, el Carrier Pigeon, el Wild Pigeon, el Flying Fish, el John Gilpin, el Game Cook, el Charmer, el Challenge. Naves admiradas, copiadas y quizás superadas por los ingleses, cuya industria naval produjo el Stornoway, el Chrysolite, el James Baines, el Fiery Cross, el Taeping, el Ariel, el Thermopylae, el Cutty Sark. La época en que los clippers cruzaban los mares desde la India y la China a toda vela, compitiendo a ver quién llegaba primero a las Islas Británicas con su carga de té (y de opio), resulta más que adecuada para ilustrar la célebre cita de Walter Benjamin según la cual “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie” (Tesis sobre la historia, de publicación póstuma en 1942). Los cap horniers que sucedieron a los clippers trataron de mantenerse competitivos respecto a los mercantes a vapor merced a sus ventajas comparativas en viajes largos con cargas masivas como lana, guano, trigo o fosfato. No hicieron sino empeorar las cosas para la marinería: grandes cascos de acero con palos altísimos, miles y miles de metros de velamen para maniobrar.

      Los capitanes de esos veleros de ensueño supieron estar a la altura de los desvelos de constructores y armadores: ganaron cada milla de ventaja, cada hora menos de navegación, cada centavo en el precio de su mercadería, a costa de los sufrimientos de sus tripulaciones. Heterogéneos conjuntos de víctimas con tan poco de voluntarias como de instruidas. Incluían unos pocos hombres de mar genuinos, avezados en las tremendas tareas indispensables para conducir el buque, el resto solían ser embarcados por engaño o a la fuerza: emborrachados, drogados o cazados a golpes, sin más ropa que la puesta y muchas veces sin haber pisado antes una cubierta. Enfermedades como el escorbuto, la disentería, la tuberculosis y diversas afecciones de la piel, respiratorias, articulares, así como lesiones varias debidas a accidentes de trabajo, no eran los únicos riesgos latentes en la vida del marinero raso. También pesaba sobre ellos la violencia ejercida por la oficialidad para mantenerlos disciplinados. La justificación aducida es que no había otra manera de comportarse con una tripulación mal paga, hambrienta y exhausta. Sin la sombra de los azotes sobre sus espaldas, ¿podrían obligarlos a que cumplieran con trabajos extenuantes y muchas veces terroríficos, como trepar a la arboladura de noche para aferrar las velas durante una tempestad?

      Richard Henry Dana –un estudiante de leyes en Harvard que sufría lo que tal vez hoy se llamara stress, y cuyo médico pensó que la cura podía ser nada menos que emplearse como marinero raso–, narró la experiencia de servir a bordo en una obra precursora de la non fiction así como de la investigación participativa: Dos años al pie del mástil (1840). Dana, lector de las novelas marineras de Fenimore Cooper –El piloto, El pirata rojo–, en el prefacio de Dos años al pie del mástil expone sus diferencias con ese tipo de literatura. Su visión de la vida a bordo de un barco en navegación desde la costa Este a la costa Oeste, vía cabo de Hornos, discrepa con la que puede tener alguien que “obtuvo su experiencia marítima como oficial o pasajero [...], se hace al mar como caballero, se embarca con sus guantes puestos, trata sólo con sus colegas oficiales y se dirige a los marineros por intermedio del contramaestre”. Por eso caracteriza a su relato como “una voz del castillo de proa” –por el lugar donde se alojaban los marineros– y deja sentado que lo suyo no es fantasía, sino narrativa de hechos reales: “Mi propósito es presentar la vida de un marinero raso en el mar tal como es, con sus luces y sus oscuridades, eso es lo que me indujo a publicar el libro”.

      Uno de los capítulos de Dos años al pie del mástil se titula “Azotes”. Sin la menor concesión a la reticencia narrativa o a la elipsis cuenta

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