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los muertos se levanten de nuevo, entonces yo entraré en el vacío.

      ¡Estrellas en lo alto, pongan fin a su ciclo!

      Eterna muerte, ¡cae sobre mí!

      La tripulación de El Holandés (desde el interior del barco):

      Eterna muerte, ¡cae sobre nosotros!

      1 Realizada a partir de una obra de Heinrich Heine.

      El viejo Shamraken, un gran navío de velas cuadras, había pasado infinidad de días sobre las aguas. Era más viejo que su tripulación, lo cual ya es mucho decir. Parecía no darse prisa mientras alzaba sus curvos y gastados flancos de madera navegando a través de los mares. ¿Qué apuro podía haber? Alguna vez iba a llegar, de alguna manera iba a llegar, tal como fuera, desde siempre, su costumbre.

      Los tripulantes –que además eran los propietarios– tenían dos características notables en común: la primera, la edad; la segunda, el sentimiento que los unía, de tal modo que el navío parecía tripulado por una familia de sangre aunque no fuera así. Formaban un curioso grupo, todos barbados, de edad provecta; habían dejado de gruñir y los embargaba la serena satisfacción que les llega sólo a quienes dejaron atrás las pasiones más violentas.

      Cuando hacían algo, no se oían los rezongos típicos de cualquier grupo de marinos. Subían a la arboladura a hacer el trabajo que fuera con la sensata resignación que sólo aportan edad y experiencia. Todo se llevaba a cabo con cierta tenacidad lenta, con una especie de seguridad cansada, hija de un maduro conocimiento del deber. Además, las manos poseían la sobria habilidad que sólo otorga la práctica por décadas, y compensaba con holgura las flaquezas traídas por esas mismas décadas. Cada uno de sus movimientos, por pausados que fueran, resultaba implacable en su falta de vacilación. Habían ejecutado con tanta frecuencia el mismo tipo de tareas, que habían llegado, mediante la selección de lo útil, a los métodos más directos y sencillos de hacerlas.

      Tal como he afirmado, muchos eran los días transcurridos sobre las aguas, aunque no estoy seguro de que algún hombre de la nave supiese con certeza cuántos. El patrón Abe Tombes –a quien se dirigían como patrón Abe– debía haber tenido cierta noción, porque se lo podía ver de cuando en cuando consagrado a ajustar solemnemente un prodigioso cuadrante, lo cual sugiere que mantenía algún tipo de registro del tiempo y de la posición geográfica.

      De los tripulantes del Shamraken, una media docena estaban sentados, trabajando en algunas tareas marineras indispensables. Sobre cubierta había otros más. Una pareja recorría la banda de sotavento de la cubierta principal. Fumaban, y cada tanto, cambiaban algunas palabras. Había uno sentado junto a otro que trabajaba y hacía observaciones ocasionales entre las chupadas a la pipa. Otro más, sobre el bauprés, pescaba con línea, anzuelo y un trapo blanco, trataba de sacar un bonito. Era Nuzzie, el grumete de la nave. Tenía barba gris y sus años sumaban cincuenta y cinco. Había sido un grumete de quince cuando se unió al Shamraken, y seguía siendo el muchacho aunque cuarenta años se habían ido a la eternidad desde el día en que se incorporó; los hombres del Shamraken vivían en el pasado y pensaban en Nuzzie como en aquel muchacho de antaño.

      Le correspondía bajar al sollado a Nuzzie; era su turno de dormir. Podía afirmarse lo mismo de los otros hombres que hablaban y fumaban, pero ellos apenas pensaban ya en dormir. La edad avanzada saludable duerme poco y ellos tenían salud a pesar de ser tan ancianos. Pronto, uno de los que caminaban a sotavento de la cubierta principal, mirando por casualidad a proa, vio que Nuzzie seguía ahí sobre el bauprés, agitando la línea a ver si tentaba a algún tonto bonito que confundiera ese harapo en su extremo con un pez volador.

      El fumador le dio un suave codazo a su compañero.

      –Me parece que es hora de que ese grumete duerma un poco.

      –Así es, compañero –contestó el otro, apartando la pipa de su boca, y observando con insistencia a la figura a horcajadas sobre el bauprés.

      Durante medio minuto estuvieron allí, de pie como la efigie misma de la determinación, por parte de la edad provecta, de gobernar a la atrevida juventud. Sostenían las pipas en las manos y el humo se alzaba en pequeños remolinos desde las cazoletas.

      –¡No hay forma de domar a ese muchacho! –dijo el primero con aspecto firme y decidido. Después, recordó su pipa y le dio una chupada.

      –Qué carácter terrible tienen estos grumetes –observó el segundo y recordó, también, su pipa.

      –Pescar cuando los otros duermen... –bufó el primero.

      –Los muchachos necesitan dormir mucho –dijo el segundo–. Recuerdo cuando yo era muchacho. Supongo que será el crecimiento.

      Y durante todo ese tiempo el pobre Nuzzie continuaba pescando.

      –Creo que voy a decirle que se baje de ahí –exclamó el primero y empezó a caminar hacia los escalones que llevaban a la parte superior del castillo de proa.

      –¡Muchacho! –gritó en cuanto asomó la cabeza al nivel de la parte superior del castillo–. ¡Muchacho!

      Nuzzie se volvió al segundo llamado.

      –¿Eh? –voceó.

      –Bájate de ahí –gritó el hombre más viejo, con el tono un poco agudo que la edad había conferido a su voz–. Apuesto a que te veremos dormido sobre la rueda del timón esta noche.

      –Sí –agregó el segundo hombre, que había seguido a su compañero–. Baja a tu litera, muchacho.

      –Bien, bien –protestó Nuzzie y empezó a enrollar la línea. Era evidente que no había pensado en desobedecer. Se bajó del palo y pasó junto a ellos sin decir palabra, camino al sollado.

      Los hombres bajaron lentamente del castillo de proa y reanudaron la caminata, por la banda de sotavento de la cubierta principal, de proa a popa.

      –Supongo, Zeph –dijo el hombre que estaba sentado sobre la escotilla y fumaba–, supongo que patrón Abe tiene razón. Es cierto que hemos hecho un buen puñado de dólares con el viejo armatoste, pero no hemos rejuvenecido.

      –Sí, es cierto, creo que es bastante cierto –replicó el hombre sentado junto a él, que ataba un cabo a un motón.

      –Es hora de que pensemos quedarnos en tierra –siguió el primero, que se llamaba Job. Zeph apretó entre sus rodillas el motón, buscó a tientas, en su bolsillo trasero, un puñado de tabaco para mascar, le arrancó un mordisco, y volvió a guardarlo.

      –Cuando uno lo piensa, resulta raro que este sea el último viaje –señaló masticando con el mentón apoyado en la mano.

      Job le dio dos o tres chupadas profundas a la pipa antes de hablar.

      –Supongo que alguna vez tenía que llegar –dijo–. Tengo en mente un lindo lugarcito donde echar anclas. ¿Pensaste en eso, Zeph?

      El hombre que sostenía entre sus rodillas el motón, sacudió la cabeza y miró sobre el mar, a lo lejos, con tristeza.

      –No sé, Job, qué voy a hacer cuando el viejo armatoste sea vendido –murmuró–. Desde que María se fue, no me importa más tocar tierra firme.

      –Nunca tuve esposa –dijo Job apretando el tabaco ardiente en la cazoleta de su pipa–. Supongo que los marinos no tendrían que tratar con esposas.

      –Eso está muy bien para ti, Job. Cada hombre según su parecer. A mí me gustaba muchísimo María... –se detuvo en seco y siguió mirando el mar.

      –Siempre he pensado que me gustaría asentarme en una granja propia. Calculo que los dólares que gané alcanzarán –dijo Job.

      Zeph

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