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la cresta negra y la cúspide encendida por un furioso resplandor rojo, se avistaba nítida.

      –¡El Trono de Dios! –dijo Zeph, en voz alta, y cayó de rodillas.

      El resto de los viejos siguió el ejemplo y hasta el anciano Nehemiah hizo un gran esfuerzo para imitarlos.

      –Parece que estamos casi en el cielo –murmuró roncamente.

      Patrón Abe se puso en pie con un movimiento abrupto. Nunca había oído hablar de ese extraordinario fenómeno eléctrico antes de ciertas enormes tormentas ciclónicas, pero su ojo experimentado había descubierto de pronto qué era eso de color rojo brillante: una colina acuática moviéndose en remolinos que reflejaba la luz roja. Carecía de conocimientos teóricos para entender que el fenómeno era producido por un prodigioso vórtice de aire, pero en sus largos días por mar había visto más de una vez la forma furiosa de una tromba marina.

      Y sin embargo, seguía indeciso. Todo estaba tan fuera de su alcance, y aquella monstruosa colina giratoria de agua despedía un centelleo de color rojo ardiente, y a él le llamaba sobre todo la atención algo que no se acomodaba con sus ideas acerca del cielo y de la gloria. Y entonces, cuando aún vacilaba, sonó el primer bramido de bestia salvaje del ciclón. Apenas hirió sus oídos, los ancianos se miraron perplejos y aterrados.

      –Supongo que es la voz de Dios –susurró Zeph–. Calculo que sólo somos para él unos miserables pecadores.

      Un instante después, el aliento de la tempestad les llenó las gargantas, y el Shamraken, rumbo a su hogar, atravesó los portales eternos.

      Caucahue, Chaiguao, Quicaví, Chauques, Dalcahue, Quinchao, Lemuy, Queilen, Yelcho, Laitec, Huamblad. Esa sucesión de nombres puede sonar a viento que corre entre rocas, a golpe de aguas de colores siempre cambiantes, a chillido de aves pescadoras. Son algunos de los puertos naturales situados en el archipiélago de Chiloé. Una isla grande rodeada de innumerables islas al oeste de Chile. Un mundo aparte separado del continente por el golfo de Ancud, el golfo de Corcovado y el canal de Chacao. Diez mil kilómetros cuadrados entre los paralelos de 41° y 43° de latitud Sur. Allí, a partir del siglo XVI, cuando llegaron los primeros europeos –españoles armados con arcabuces, con cruces y con el aún más mortífero mal francés– comenzaron a mezclarse leyendas de los chonos y los huiliches originarios con las de sus conquistadores, y luego con las de otros navegantes europeos. La mayoría de esas leyendas se relaciona con el mar. Hay un rey y una reina de los mares: Millalobo y Huenchula. Un príncipe y dos princesas de los mares: el Pincoy, la Pincoya y la Sirena Chilota. En torno a ellos pulula toda una jerarquía de seres acuáticos: el Caicai, el Cuchivulu, la Curamilla, la Huenchula, el Huenchur, el Tremplicahue, el Trehuaco. Y como si fuera poco toda esta profusión, navegan por la zona dos barcos fantasma: el Caleuche y la Lucerna.

      Caleuche viene del mapudungun kalewtun, que significa transformar, y de che, que significa gente. O sea que el nombre de este fantasma podría traducirse al castellano aproximadamente como gente transformada. También se lo conoce como el Barco de los Brujos, El Marino, el Barcoiche, el Buque de Fuego o el Buque de Arte. Tiene figura de buque escuela con velas cuadras en sus tres palos. Suele aparecer, entre ruido de cadenas, los días de neblina. Se dice que puede atravesar a otra embarcación. Según algunos se lo construyó con las uñas de los muertos; según otros es incorpóreo. Hay quienes aseguran que concurrieron a fiestas realizadas a bordo de él y hay quienes los refutan: a la tripulación del Caleuche o Buque de Arte le gusta alternar con muchachas en tierra firme, dicen. No arman saraos ni huateques a bordo. Se amañan con los costeños que tengan hijas en edad de merecer y con ellos organizan. Los retribuyen con muchas mercaderías que no se sabe de dónde vienen. Por eso, en el archipiélago, todo comerciante bien provisto y próspero es sospechoso de pactos con esos que vienen del agua y la niebla. Pero a los culpables genuinos se los reconoce pronto: siempre tienen gallinas negras y botes embreados. Circulan tal vez demasiadas habladurías: que no hay buque más veloz que el Caleuche, que su puerto de matrícula está ni más ni menos que en la Ciudad de los Césares perdida en un brazo de mar entre los Andes, que su tripulación vive por la eternidad, que pueden convertirse en lobos o en cahueles. En lo que todos coinciden es en que no debe silbarse en las cercanías del Caleuche. No le agrada. Y vaya a saberse qué sucedería en caso de contrariarlo.

      La Lucerna es buque aún más sorprendente. Baste decir que se trata de una nave velera tan grande como el mundo. Ir de su proa a su popa lleva toda la vida. A bordo sólo van brujas y muertos vivientes. Su cargamento son las fases de la luna.

      Llega un día en que las negras montañas se rajan y se parten como un coco bajo una pedrada.

      El viento aúlla, el mar trepa llanura arriba, colina arriba, montaña arriba, el cielo está negro como la noche más negra y cruzado por rojos relámpagos; desde lo alto, la Vía Lactea está por volcar torrentes sobre la tierra.

      En la floresta que el viento está haciendo pedazos, el notou llora de manera siniestra.

      Una mujer está sentada, con sus hijos en torno, en la elevada ladera de una montaña: es la hija de Tomaho, la esposa de Daouri. Oyen callados la tormenta más terrible en mil años.

      Pobre muchacha, en la choza de su padre, ella estaría cantándole a sus niños para dormirlos, en la choza del viejo Tomaho de largo cabello blanco. Para dormirlos estaría cantándoles la canción de sus padres.

      Pero Paila no va a verlos nunca más.

      A sus pies la tierra se parte, sobre ella caen torrentes sin fin, detrás de ella la montaña se retuerce, a izquierda y a derecha hay abismos. Y el agua crece, crece, crece, crece hasta la altura de las nubes y las nubes bajan, bajan, bajan. El agua de las nubes y el agua del mar se mezclan, crecen más alto que el más alto de los árboles con los cuales hacen los blancos sus mástiles. Montañas de noche y de agua se elevan.

      ¿Qué va a ser de Paila, la de los cabellos castaños? Sobre su cabeza la gran lluvia, bajo su pie el mar que crece, alrededor los abismos sin fondo.

      Ella se inclina sobre los más pequeños para protegerlos del agua que cae; ella los rodea y los cubre como una cueva. Ella les habla suavemente, para que los más grandes, los que más entienden, no se asusten.

      Y los niños sonríen, se sienten seguros junto a su madre.

      Paila mira a la noche a los ojos. No hay más tierra. Y por el agua pasan troncos, pasan cuerpos navegando hacia el fin de la tierra; hombres, mujeres, niños, echados como si durmieran; están muertos.

      Por cinco lunas cae el agua del cielo. Pero no hay más luna o sol para contar. Los cielos son negros, el agua cae, todavía cae.

      Sobreviven los hijos de Paila por su leche y ella sobrevive para salvarlos. Pero colapsa hasta la roca, de las montañas ya nada va quedando, la tierra se vuelve tan pequeña como una piragua.

      No tiembla Paila, vigila con sus ojos negros, ella es hija y hermana de guerreros, ella es la esposa de un guerrero.

      Paila no quiere ver cómo sus hijos mueren, ellos tienen que convertirse en hombres, deben luchar antes de caer dormidos para siempre.

      Pero nada vive ya en el valle, donde hasta la última luna vivían tribus innumerables.

      Pero no se equivoca Paila, la de los cabellos castaños. Sus hijos sobreviven montados en ella como una piragua. El mayor recuerda, sabe qué hacer, su razón ha madurado. Entonces, montado sobre su madre, rema.

      Atracan por un canal entre islas, donde también se ha detenido un gran tronco que lleva encima a su viejo abuelo. Él ve cómo los más pequeños sacian la sed bebiendo la sangre de su madre piragua, herida contra las rocas, mientras moría ella les ordenó remar sobre ella y beber de su cuerpo.

      Esto es en la isla de Inguiene, donde también desembarcan las hijas de Tanaoué,

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