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mamá. No intentes llamarme más al móvil. Lo tengo desconectado casi la mayor parte del tiempo, y te causará preocupación.

      Molly colgó, cruzó la calle y subió la colina de su casa en tiempo récord. Apenas se detuvo cuando vio la nota que había pegada a su puerta. Vete de Tumble Creek o morirás, decía, con una escritura fea.

      Molly se puso furiosa al sentir una punzada de pánico en el estómago. Se enfureció tanto que ignoró la nota, abrió la puerta, entró y cerró de un portazo. Dejó el papel arrugado en la consola; Ben querría verlo y buscar huellas, y ella no podía analizarlo en aquel momento.

      Se dirigió hacia la cocina y tomó el cuchillo más afilado que tenía. Algún cobarde quería destrozarle la vida, y ella ya no lo aguantaba más, así que en vez de llamar a Ben lloriqueando, comprobó que la puerta trasera y la puerta del sótano estuvieran cerradas y recorrió su casa de arriba abajo.

      Cuando se sentó en el escritorio, la ira había desaparecido y solo quedaba el miedo. Empezaron a temblarle las rodillas, y plantó las botas en el suelo para impedirlo. Se irguió. Tal vez aquello no tuviera nada que ver con ella. Tal vez tuviera que ver con Ben y con las mujeres de su pasado. Él le había dicho que no salía con ninguna mujer del pueblo, pero con ella llevaba no saliendo más de una semana. Aquel hombre tenía que darle algunas explicaciones.

      Sonrió al pensar en que iba a poder interrogarlo y se frotó las manos. Sí, él iría a verla dentro de pocas horas, y ella aprovecharía para preguntarle con cuántas mujeres del pueblo había no salido.

      Más animada, sacó el portátil del último cajón de su escritorio y lo abrió. Lo encendió y entró en su correo electrónico.

      Primero, su editora le aseguraba que no, que no habían recibido ninguna carta sospechosa sobre ella ni sobre sus historias. Solo las diatribas usuales de la señora Gibson.

      Después… ¡Ajá! Molly vio sus cifras de ventas. Las preciosas y exuberantes cifras de ventas que necesitaba en aquel momento. Aquella era su profesión. Se le daba bien, y le gustaba. Era una profesión secreta, sí, pero no tenía por qué avergonzarse de nada.

      Pronto se lo contaría todo a Ben, y él intentaría que ella se sintiera mal, y lo suyo terminaría.

      —Puedo enfrentarme a esto —le dijo a su ordenador, y se sintió feliz por el tono de seguridad de su voz—. Estaré perfectamente.

      Aquello no estaba surtiendo efecto. En vez de salir corriendo del pueblo, Molly Jennings había salido corriendo hacia la cama de Ben Lawson. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía esperarse de una fulana como ella?

      Ahora, el Jefe Lawson estaba metido de lleno en el caso, y eso no podía ser. Tenían que separarse. Tenía que haber un modo de separarlos.

      Después de días de frustración, de tratar de dar con la solución, el Tumble Creek Tribune le ofreció un regalo.

      Molly Jennings tenía un secreto. Un secreto que ni siquiera conocía el Jefe Lawson, si el periódico decía lo correcto. Y, fuera lo que fuera… Nadie guardaba un secreto así a menos que fuera dañino. Sórdido, incluso.

      Aquel secreto era la clave, la forma de separarlos. Sin embargo, ¿cómo iba a averiguarlo?

      Molly tenía el despacho en su casa, con su ordenador y unos armarios cerrados con llave. En cuanto al acceso… Bueno, ella había puesto cerraduras nuevas en todas las puertas, pero aquella casa no era exactamente Fort Knox. El departamento acababa de recibir un dispositivo de apertura de cerraduras de último modelo. Podía abrirlo prácticamente todo.

      Si Molly continuaba pasando las noches fuera, habría tiempo para revisar sus carpetas tranquilamente, y averiguar cuál era la verdad que le estaba ocultando a su nuevo novio.

      Y cuando el Jefe Lawson la dejara plantada, ella se iría de Tumble Creek y volvería a su sitio.

      Capítulo 12

      Molly se cansó de esperar a Ben y entró en la comisaría. Quería resolver aquel misterio de una vez por todas. Había estado enfurruñada y sintiéndose culpable. Pensaba que ella tenía la culpa de todo aquello porque tenía un secreto vergonzoso y un exnovio loco. Sin embargo, ahora estaba convencida de que el quid de la cuestión estaba en su nuevo y cuerdo amante.

      Ben era tan sexy que podía llevar a cualquier mujer a una vida de crimen, ¿no?

      Molly entró en al comisaría decidida a dejarlo alucinado con su teoría sorpresa, tupperware en mano, pero se detuvo en seco al encontrarse vacío el despacho. Vaya.

      Se giró y vio que el escritorio de Brenda también estaba vacío, al igual que el pasillo. Todas aquellas ideas geniales en su cabeza, y nadie cerca para oírlas. Sin embargo, ellos no podían haber ido lejos.

      Le echó una última mirada a la puerta principal y entró a escondidas en el despacho de Ben, con una sensación de impaciencia. Se sentía como una espía, como una traidora, metiéndose así en aquella sala donde Ben pasaba tanto tiempo.

      La habitación olía a él, a piel limpia y a cuero, y también un poco a algún tipo de aceite que le recordó al de limpiar armas. Su escritorio estaba organizado, pero no despejado; en una de sus esquinas había dos libros y, sobre ellos, una taza de café vacía.

      Tomó uno de los libros de debajo de la taza y le dio la vuelta. Un western. Claramente, no era un libro romántico y erótico del Oeste, pero en el fondo sí era romántico. Era de un tiempo en el que los hombres eran hombres, y a las mujeres les gustaba que las ataran. Oh, un momento; aquella era su propia versión de un western.

      Sonrió, volvió a dejar el libro en su sitio y puso la taza encima.

      —¿Qué te crees que estás haciendo? —le preguntó una voz furiosa.

      Al oírlo, Molly se asustó y se dio la vuelta bruscamente. Sin querer, golpeó la taza justo cuando veía los anchos hombros de Brenda en el hueco de la puerta.

      —¡Oh! —gritó cuando la taza se hizo añicos contra el suelo—. ¡Brenda, me has asustado!

      —¿Qué estás haciendo aquí? ¿Fisgando?

      —No, no estoy fisgando. Solo había venido a buscar a Ben y… ¡Oh! ¡Toma! —dijo, y le dio la tartera a Brenda, como señal de paz.

      La mujer agarró el tupperware, pero no pareció que entendiera el simbolismo. Hizo un gesto de desprecio.

      —No deberías estar aquí sola.

      —Lo siento. No había nadie.

      —Y has roto la taza favorita de Ben. Su madre se la regaló cuando lo nombraron Jefe de Policía.

      —Su… —Molly se tapó la boca con espanto y miró al suelo—. Oh, vaya. ¿Crees que podré encontrar otra igual?

      —Y entonces, ¿qué? —le espetó Brenda—. ¿Le mentirás sobre lo que ha pasado?

      —¡No! Solo quería reemplazarla. ¿Es que tienes un mal día, o qué te pasa?

      En vez de responder, Brenda soltó un resoplido y se dio la vuelta.

      —Voy por una escoba. Tú debes esperar en la zona de recepción.

      —Vaya —murmuró Molly de nuevo. Brenda estaba resultando ser tan malhumorada como su madre. Aquella mujer siempre tenía un cigarro en la mano y era una resentida.

      Molly tuvo ganas de decirle a Brenda que no tenía que quedarse en Tumble Creek y convertirse en su madre. Que podía irse a vivir a cualquier sitio y ser quien quisiera, como había hecho ella misma. Sin embargo, no parecía que Brenda estuviera de humor para tener una charla de amigas, así que lo mejor parecía que se retirara a la recepción.

      En cuanto se sentó en una de aquellas incómodas sillas, se abrió la puerta de la comisaría y entró Ben, llevando consigo un olor a nieve.

      Él

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