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y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas.

      Asimismo, se reconocía el derecho de la Iglesia a que las órdenes religiosas, legamente establecidas en España, pudieran abrir colegios destinados a la enseñanza de los jóvenes.

      Ese concordato de 1851 estableció las bases de las relaciones entre la Iglesia y el Estado hasta el año 1931, cuando la nueva constitución de la Segunda República decretó el laicismo del Estado y dejó en suspenso su contenido, lo que convirtió en una continua fuente de problemas la relación del Gobierno con la Santa Sede. El régimen de Franco puso fin a esa situación de conflicto al establecer desde el primer momento su vinculación con la Iglesia católica. Era una postura completamente lógica, habida cuenta de que sus templos y bienes habían sido saqueados en muchos lugares que quedaron en zona republicana, y sus representantes, perseguidos, en no pocas ocasiones con verdadera saña, e incluso un elevado número de ellos ejecutados por el simple hecho de ser religiosos.

      La rúbrica del nuevo concordato, que era en gran medida una actualización del de 1851, se hizo esperar porque en el Vaticano estaban escarmentados con la firma de convenios diplomáticos con regímenes dictatoriales. Cabe recordar los acuerdos de Letrán, establecidos con Mussolini, que ponían punto final a la cuestión de la incorporación de los Estados Pontificios a Italia, cuando fueron invadidos en 1870 por las tropas piamontesas. El concordato con el franquismo no fue rubricado hasta catorce años después de concluida la Guerra Civil, pese a los deseos del Caudillo, que pretendía haberlo hecho mucho antes.

      Por parte española las negociaciones fueron dirigidas por el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-Artajo, y el embajador ante la Santa Sede, Fernando María Castiella. La firma, que tuvo lugar en la Ciudad del Vaticano el 27 de agosto de 1953, supuso un paso de vital importancia en el reconocimiento internacional del Régimen. Por otro lado, significaba la ratificación del predominio de la Iglesia católica, algo que resultaría determinante para numerosos aspectos de la vida cotidiana de los españoles, tanto desde la perspectiva pública como privada, a cambio de su identificación total con el Régimen. Suponía, en definitiva, dar carta de naturaleza a lo que ya se denominaba como nacionalcatolicismo, una tendencia que había tenido una de sus grandes manifestaciones en 1952, con la celebración en Barcelona del Congreso Eucarístico Internacional.

      La recuperación de la religiosidad popular se materializó a través de numerosas manifestaciones públicas. En forma de novenas, cultos específicos a los santos patronos y patronas, romerías, procesiones… Se solemnizaron las primeras comuniones, los bautizos y la celebración de los matrimonios, que, necesariamente, habían de ser religiosos, mientras que el matrimonio civil era un mero trámite al que no se daba importancia.

      Las procesiones, que habían pasado por momentos de dificultad durante la Segunda República, recuperaron el protagonismo durante la Semana Santa. Los imagineros volvieron a tener trabajo, ya que muchos de los pasos que concentraban la devoción de los fieles y eran sacados en andas habían sido destruidos. Bien porque los templos donde se les rendía culto fueron incendiados durante la República, bien porque en muchos lugares que quedaron al comienzo de la Guerra Civil en la zona controlada por el Gobierno republicano se cometieron desmanes contra las imágenes, destruyéndose muchas de ellas. Ciudades como Málaga, cuya Semana Santa contaba con valiosos ejemplos de la imaginería barroca —en buena parte pertenecientes a la escuela de Pedro de Mena—, vieron cómo desaparecían muchas de las piezas más veneradas por una parte importante de los malageños.

      Volvían a circular entre las familias más religiosas pequeñas hornacinas portátiles que alojaban imágenes de culto en los domicilios particulares. Eran los propios devotos, que las tenían en su hogar veinticuatro horas, los encargados de trasladarlas, a la hora acordada, de una vivienda a otra. Durante la República las autoridades locales prohibieron esta costumbre por considerarla práctica perniciosa para la salud, ya que en muchas casas servían para acompañar a los enfermos, que fiaban su curación a la presencia de estos iconos religiosos, y se pensaba que podían actuar como vectores para el contagio.

      Lo religioso, hasta en los detalles más nimios, impregnaba la vida diaria de los españoles —los niños entraban en sus casas al regreso del colegio gritando un «Ave María Purísima» que era respondido desde el interior con un «Sin pecado concebida». En muchos hogares se rezaba el ángelus —incluso se detenían algunas tareas laborales de forma momentánea a las doce del mediodía—, que era anunciado, algo que se mantiene en la actualidad, con un repique de campanas.

      Tras la firma del concordato y a lo largo de los años cincuenta y sesenta formaron parte de la realidad religiosa los llamados «cursillos de cristiandad», con los que se pretendía asentar la fe de los devotos, al tiempo que se buscaba atraer a muchos de aquellos que habían manifestado su rechazo a la Iglesia durante los años de laicismo que presidieron la Segunda República. Se celebraron misiones basadas en la idea de que era una necesidad cristianizar de nuevo a España.

      Asimismo, tanto en parroquias como en centros docentes, estuvieron muy presentes los ejercicios espirituales. En los institutos de Enseñanza Media se hacían compatibles con las clases, que se reducían durante algunas horas o incluso se interrumpían durante varios días para su celebración. En ellos se alternaban las pláticas, una especie de pequeñas conferencias que tenían mucho de sermones, en los que se exhortaba al cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, así como a la práctica de las virtudes cristianas. Un particular impacto tenían —no debe perderse de vista la edad de los alumnos— los asuntos que versaban sobre la carne, uno de los tres enemigos del alma, el peor enemigo de los jóvenes, incluso por encima del demonio. La testosterona, aunque entonces nadie tenía idea de lo que era aquello, estaba disparada. Tanto que corría el rumor, nunca confirmado, de que en los numerosos internados de la época se añadía a la leche de los desayunos una importante cantidad de bromuro —no se especificaba de qué clase— para inhibir los desaforados apetitos sexuales de los muchachos. El origen de esta leyenda hay que buscarlo en la difusión de la noticia de que en los campos de prisioneros, durante la Primera Guerra Mundial, era práctica habitual para rebajar la libido de los prisioneros. En aquellas pláticas se insistía en que los efectos derivados de la masturbación eran muy graves para la salud: se consideraba desde causa de epilepsia hasta motivo de ceguera o daño cerebral. Solían tener un gran impacto las alusiones a la condena eterna que suponían las penas del infierno, descritas con tal realismo que eran muchos los que tenían la impresión de que el lugar había sido visitado, en efecto, por quien lo describía con tanto realismo y tan gran número de detalles.

      Los ejercicios espirituales eran impartidos por sacerdotes que no formaban parte del claustro de profesores. Solían ser miembros de alguna orden religiosa y destacaban entre ellos los jesuitas. La Compañía de Jesús tenía merecida fama en aquella materia. Algo que resultaba lógico, pues sus integrantes eran conocidos como los hijos de san Ignacio, fundador de la Compañía e iniciador de dicha práctica religiosa en el siglo XVI.

      Las reacciones ante el anuncio de que iban a celebrarse los ejercicios, que solían coincidir con el tiempo de cuaresma, eran muy diferentes entre el alumnado, si bien había algo en lo que todos coincidían: eran días en los que cesaba la actividad académica y, por lo tanto, no había que asistir a ciertas clases que resultaban particularmente detestables —para unos eran las de latín y para otros las de matemáticas—, como era detestable la existencia de ciertos profesores que inspiraban un temor a sus alumnos que iba mucho más allá del respeto que había de guardarse. A partir de esa unanimidad, estaban los que consideraban aquello un «rollo» que había de soportarse, pero que era preferible a la rutina académica, y también quienes los entendían como un momento de poner en revisión sus vidas y hacer ciertos propósitos de mejora en lo referente a aspectos muy diversos.

      En las parroquias se celebraban actividades religiosas de carácter más popular. Entre ellas, las denominadas misiones. A los eclesiásticos que las impartían, que no eran los párrocos, se les llamaba misioneros porque emprendían una especie de reevangelización destinada a extirpar la mala semilla que

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