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auténticas bendiciones en aquel mundo donde imperaba la escasez.

      Fue frecuente que muchas familias acomodadas, para poder conseguir alimentos o atender otras necesidades, se vieran obligadas a desprenderse de algunos bienes, como joyas u objetos de oro y plata, algo que suponía un desdoro y una pérdida de prestigio social. En esa tesitura, en lugar de acudir a los montes de piedad, habitualmente se recurría a los servicios de personas de confianza que actuaban como intermediarios. Iban a casas donde la situación económica era boyante y mostraban esas piezas —pendientes, pulseras, relojes, collares o aderezos que habían pertenecido a la familia— con el propósito de venderlas, sin revelar cuál era su procedencia; no obstante, a veces decir a quién habían pertenecido añadía un plus de categoría y una dosis no pequeña de morbo. También se daba el caso de que esas personas interpuestas mantuvieran contactos con posibles compradores en una localidad distinta a aquella donde tenían su residencia las familias que se desprendían de los objetos en cuestión: otra forma de dificultar la identificación de quienes se veían en la necesidad de deshacerse de ellos.

      El racionamiento estimuló la imaginación y el ingenio de las amas de casa, que con medios muy limitados habían de buscar la forma de dar de comer a su familia. Aparecieron las llamadas recetas de subsistencia, con las que se elaboraba una tortilla de patatas sin huevos y sin patatas —algo, que, en principio, parecería imposible— o una sopa de marisco sin tener marisco alguno —a lo sumo con el bigote de una gamba—. Se utilizaron las mondas de algunos alimentos, como por ejemplo de las patatas, para hacer caldos que, si bien alimentaban poco, llenaban el estómago al tiempo que lo calentaban. Los huevos eran considerados un alimento rico en nutrientes, principalmente las yemas. Muchas amas de casa las apartaban a la hora de elaborar tortillas a la francesa, que se hacían solo con las claras y a las que se les daba color con condimento amarillo. Las yemas se reservaban para alimentar a los enfermos o para el paterfamilias, sobre todo si este había de realizar un trabajo que requiriese un importante esfuerzo físico. La costumbre propia de estos años de escasez de añadir yemas de huevo a la leche se mantuvo en vigor cuando mejoraron las condiciones, ya bien avanzados los años cincuenta; las madres solían incorporarlas batidas para mejorar la alimentación de los niños, por ejemplo, en caso de enfermedad.

      En las situaciones de mayor necesidad se recurrió con frecuencia a la recolección de algunas especies silvestres que crecían en las cunetas de los caminos, en los montes o en los bosques, como cardos, alcauciles, tagarninas, setas o espárragos. Algunos de esos frutos son hoy considerados delicias gastronómicas.

      El editor y gastrónomo catalán Ignasi Doménech publicó el libro Cocina de recursos, cuyo título resulta suficientemente significativo: se trata de un magnífico recetario de subsistencia con el que hacer frente a la falta de medios propia de la época. En sus páginas aparecían, además de la mencionada tortilla de patatas sin huevos ni patatas, las chuletas de arroz, así como algunos trucos que permitían, entre otras cosas, alargar las raciones de pescado frito u obsequiar con calamares sin que se tuviera ningún cefalópodo que cocinar. Esta última receta requería un poco de agua, algo de harina, una pizca de sal y unas gotas de aceite. Se cortaba una cebolla en ruedas de forma que se pudieran separar los anillos, que, sazonados al gusto, se pasaban por la pasta de harina y agua antes de freírlos en un aceite que no estuviera demasiado caliente. Toda una muestra de ingenio del que hubo de hacer gala una generación de amas de casa acuciadas por la necesidad y la escasez.

      En el prólogo del mencionado recetario su autor escribió:

      La obsesión de estos meses finales de 1938 es la comida. Observo a todas horas las conversaciones más variadas para resolver el problema de comer nada más que regularmente. En las fábricas, talleres, oficinas, en todas partes, todos los días, hace semanas y meses que no se suele soñar más que en la comida. En mi imaginación suelo ver grandes mercados repletos de vituallas frescas y toda clase de comestibles, llenos de todas clases de manjares apetitosos a precios razonables…

      Esa situación, que se prolongaría durante más de una década, empezó a mejorar al comienzo de los años cincuenta. La primera señal de que la falta de alimentos y el hambre que se derivaba de ello empezaban a ser un recuerdo fue la supresión de las cartillas de racionamiento; también por entonces empezaron a cerrarse los llamados comedores del Auxilio Social, donde se atendían las necesidades alimentarias de parte de la población.

      Esos productos tenían unos precios inalcanzables para muchas economías, y su fraudulento comercio permitió enriquecerse a quienes se dedicaban a aquel negocio que estuvo muy extendido. Ante estos episodios de contrabando las autoridades actuaban a veces incautando los productos, pero en muchas ocasiones sus agentes hacían la vista gorda a cambio de recibir algún paquete de café, una botella de coñac, unas tabletas de chocolate… Estas prácticas con las que se habían enriquecido algunos desalmados empezaron a dejar de ser rentables conforme avanzaban los años cincuenta, aunque algunas mercancías, entre otras el tabaco rubio americano o determinadas bebidas de importación —ciertas marcas de whisky, por ejemplo—, siguieron siendo objeto de un intercambio ilegal que ha llegado a nuestros días.

      La nueva situación no significaba que las carencias hubieran quedado atrás, la mayor parte de los españoles seguían siendo pobres y la alimentación a la que tenían acceso continuaba siendo deficiente, pero el horizonte aparecía cada vez más despejado. Los años cincuenta ofrecen ya imágenes muy diferentes. Las largas colas desaparecieron y las tiendas de comestibles y de ultramarinos mostraban las estanterías llenas de latas y botes de conservas, o embutidos arracimados y colgados de barras suspendidas del techo.

      En esos años la capacidad adquisitiva de las familias era aún muy escasa. Una cosa era que el mercado ofreciera productos y otra muy diferente que pudieran comprarse. Una parte importante de los españoles eran pobres en el sentido que la expresión tenía en aquella época, bien diferente del que ha adquirido en nuestro tiempo. En la inmensa mayoría de los casos los salarios solo alcanzaban para cubrir las necesidades más elementales de las familias, lo que dio lugar a que en los inicios de los años cincuenta se produjeran protestas por el alza de los precios y el encarecimiento de la vida, protestas que el Régimen colocaba en la cuenta de células comunistas que, supuestamente, trataban de alterar la paz pública.

      Aunque los medios de comunicación se encargaron de silenciarlo, en 1951 se registró en Barcelona un boicot a los tranvías por la fuerte subida del precio del billete. El boicot era una forma de protesta que, a diferencia de la huelga, no implicaba riesgo alguno para quienes lo llevaban a cabo. Se trataba, simplemente, de no utilizar aquel medio de transporte. Esta acción resultó muy efectiva: ante las graves pérdidas que suponía que durante varios días los antiguos usuarios no utilizaran los tranvías, la empresa concesionaria se vio en la necesidad de anular la subida.

      La pobreza tenía como consecuencia la austeridad que marcó a aquella sociedad. Era particularmente grande en el medio rural, esencialmente vinculado a las actividades agrícolas. La falta estacional de trabajo, una vez que en el campo se daban por concluidas aquellas tareas que empleaban una gran cantidad de mano de obra, como la siega, la vendimia o la recogida de la aceituna, dejaba en una situación penosa a una ingente masa de jornaleros que quedaba sometida a un paro temporal que, sin la existencia de coberturas sociales, llevaba el hambre y

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