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queso, que sacaban de una lata, apenas tenía sabor comparado con el que se consumía en España. A otros, sin embargo, les parecía un queso excelente tanto por su aroma, mucho más suave, como por su textura, mucho más blanda. Desde luego, este de los americanos era muy diferente a los quesos manchegos de la época, recios, de fuerte sabor, curados y, en algún caso, hasta crujientes, esos que por las calles pregonaban hombres curtidos venidos de aquellas tierras con su capacho al hombro y, en la mano que les quedaba libre, la romana que utilizaban para pesar. Lo mismo ocurría con la leche. Había opiniones para todos los gustos. Pero pese a los problemas que, en ocasiones, se derivaban de su elaboración, lo cierto es que la leche en polvo de los americanos quitó mucha hambre, sobre todo en los años inmediatamente posteriores a la firma de los Pactos de Madrid.

      Otra consecuencia —esta de ámbito mucho más restringido— que se derivó de los citados acuerdos fue la presencia de las familias de los militares estadounidenses en las bases que, eufemísticamente, el Régimen denominaba «de utilización conjunta hispano-norteamericana». Es cierto que así se las llamaba en los acuerdos y que los norteamericanos guardaron las apariencias permitiendo ciertas actividades de los españoles en ellas, pero en la práctica eran utilizadas casi exclusivamente por los extranjeros y en ellas había lugares donde los españoles tenían vetado el acceso.

      La residencia de esas familias se ubicaba en el interior del recinto de las propias bases, lo que suponía un cierto aislamiento. Pero eso no fue obstáculo para que en las localidades donde estaban emplazadas se difundiera la noticia de cómo vivían los norteamericanos. Corrieron, como siempre ocurre en situaciones en las que no se puede acceder directamente al conocimiento de algo, numerosos rumores, muchos de ellos bulos sin fundamento, sobre sus hábitos y costumbres. Era una realidad que disponían de electrodomésticos, algo que en un país que hasta pocos meses antes había tenido racionados los alimentos parecía cosa de ensueño: frigoríficos, lavadoras, secadores, cocinas con horno incorporado… y automóviles, que quedaban muy lejos del alcance de la inmensa mayoría de las familias españolas. Se trataba de modelos que no existían en la pobre oferta del mercado interior. También se convirtieron en objeto de deseo las marcas de tabaco rubio americano, que además contaba con un filtro, popularmente llamado boquilla, lo que llevó a denominar esos cigarrillos «emboquillados».

      En las zonas aledañas a las bases se difundió mucho el consumo de este rubio americano que con ciertas dificultades podía adquirirse en España en los estancos. Esa clase de tabaco procedía del contrabando, uno de cuyos puntos principales se localizaba en el Campo de Gibraltar. Fumar aquellos cigarrillos —Marlboro, Winston o Craven A— era un signo de distinción social que establecía una marcada diferencia con quienes habían de conformarse con las labores de la Tabacalera Española, de donde salían marcas como Peninsulares, Ideales o los populares Celtas, en sus variedades de cortos y largos, a las que se añadirían más adelante los Celtas Extra. Tabacalera también elaboraba un rubio, llamado Bisonte, sin boquilla como los americanos Chesterfield o Lucky Strike —al que popularmente se llamaba Luquitriqui—, que estaba muy lejos de las marcas americanas. Circulaba en la época un chiste en el que una mujer había convencido a su esposo de que los cuernos que lucía eran de fumar cigarrillos de la marca Bisonte.

      Muy populares eran las cajetillas de picadura que era necesario liar en el papel de fumar de marcas como Bambú, La Pajarita o Indio Rosa. Por aquellos años liar tabaco era un aprendizaje necesario y había virtuosos capaces de hacerlo con una sola mano. Eran de uso común, en los ambientes más populares, las petacas para guardar la picadura, mientras que las pitilleras quedaban reservadas para caballeros elegantes o para las señoritas que fumaban, algo que no estaba bien visto. Fumar, como beber coñac, era cosa de hombres.

      Los pactos con los Estados Unidos fueron decisivos para que el camino emprendido en 1951 con la incorporación de España a ciertos organismos dependientes de la ONU fuera abriendo paso a su entrada como miembro de pleno derecho. Al ingreso de España contribuyó que, tras la muerte de Stalin en 1953, se suavizaran las tensiones internacionales y que en la ONU se impusiera el criterio de que aquellos países que hubieran sido neutrales —la neutralidad de la España de Franco durante la Segunda Guerra Mundial fue muy relativa, bien es cierto— o formaron el grupo de los derrotados en dicha contienda entraran en la ONU. España fue uno de ellos.

      El hecho, un verdadero acontecimiento al que el Régimen se encargó de dar una gran resonancia por lo que suponía de éxito político, sucedió el 8 de diciembre de 1955. Hubo quien relacionó la fecha con la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción, defendida en España mucho antes de que fuera declarado dogma de fe por Roma. En la asamblea no hubo ningún voto en contra, y solo dos abstenciones, las de México y Bélgica.

      El tiempo del aislamiento internacional de la dictadura franquista había concluido.

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      El humor… posible

      Durante el franquismo, los humoristas, profesionales que buscaban la diversión del público mediante chistes, parodias o por otros medios, tuvieron que agudizar mucho su ingenio. Algo que no suele resultar particularmente difícil para los españoles. Tenemos fama de ingeniosos. En tiempos en que falta la libertad, de forma especial la libertad de expresión, esa capacidad ha de afinarse. Así ocurrió en el franquismo, una etapa durante la cual, para poder analizar la realidad, criticándola o satirizándola, cosa que no entraba en los planteamientos del Régimen, había que tirar de agudeza.

      La risa tenía algo de subversivo y por esa razón algo de secretismo, al menos en lo que se refería al humor popular, representado principalmente por los chistes. Eran una forma de evadirse de la dura realidad que rodeaba a muchos, frente a esa otra parte de la población que se había creído que vivía en el mejor de los mundos posibles —el Régimen se encargaba de difundir los peligros que acechaban más allá de las fronteras patrias— y entendía que Franco era una especie de premio que la Providencia enviaba al pueblo español por los sacrificios que había hecho por Dios. Esa era la opinión que sobre el Caudillo sostenía el almirante Carrero Blanco.

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