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sino que, más profundamente, significa “unificar versiones” (la “convergencia”, como opuesto a la “divergencia”). Conversión es poner unidad en lo que está dividido, haciendo que las cosas que fluyen por cauces paralelos o divergentes confluyan en una única corriente: nuestro corazón, nuestra mente, nuestra voz, nuestro cuerpo (nuestras acciones) deben obrar de modo unitario. Para recuperar la unidad con nuestro prójimo es necesario tenerla dentro de nosotros. Por eso la conversión es la primera y más fundamental experiencia del verdadero discípulo de Cristo, cuando Dios se acerca al hombre y se muestra a sí mismo como misericordia, cuando el pecado (que genera división) y el perdón (que reconstruye la unidad) aparecen en toda su verdad.

      Entender el perdón como conversión unificadora de nosotros mismos nos lleva, en efecto, a ver su conexión con la verdad. El perdón real y completo exige conocimiento, justicia y amor en todas las partes involucradas. El olvido o el escapismo no son suficientes; al contrario, cuando la ofensa retorna a la mente se vuelven a despertar el rencor o el resentimiento. En definitiva, ni el perdón debe identificarse con el olvido, ni el recuerdo con la venganza. Perdonar no consiste simplemente en decir “borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la injusticia, que muchas veces pretenden camuflarse o distorsionarse. El mal realizado debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. De ahí que el papel del corazón en el proceso del perdón sea importante, pero también lo sea el de la inteligencia. La parte que solicita el perdón tiene que pasar por el proceso de conocer y aceptar la verdad de la falta que ha cometido, y tomar conciencia de que la justicia y la caridad exigen pedir perdón. La admisión de nuestras propias faltas, por lo tanto, presupone tomar conciencia de la dignidad humana, y distanciarse así de la insensibilidad moral y de la indiferencia.

      Por otro lado, la parte que perdona debe tener en cuenta que perdonar no significa olvidar en términos psicológicos o aceptar el pecado como tal; más bien, consiste en tomar conciencia de la entera realidad que rodea a la ofensa que se intenta perdonar. El verdadero perdón es un acto de fe en la justicia de Dios, a quien confiamos toda la situación, dejando de lado nuestra pretensión de jugar a Dios y hacer justicia. La verdad es frecuentemente más rica que el simple hecho. A veces, las ofensas que recibimos no estaban destinadas a ofendernos; otras veces, hubo un contexto, desconocido para nosotros, que llevó a la otra persona a una acción que percibimos como ofensiva; en otras ocasiones, podemos purificar los efectos de la “violación” soportada, eliminando las exageraciones que habitualmente creamos al respecto; en muchos casos, simplemente podemos reconocer que hay asuntos más importantes de los que preocuparnos. En cualquier caso, estamos llamados a “proteger” nuestra mente del daño que se produce a través del deseo de venganza, de los sentimientos de rabia o del resentimiento, y así dejar de lado nuestra tendencia a “igualar la puntuación”. Con otra frase del catecismo, recordemos que “está ahí, de hecho, en lo más profundo del corazón, todo lo que está atado y desatado. No está en nuestro poder no sentir u olvidar una ofensa; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo convierte la ofensa en compasión y purifica la memoria al transformar la herida en intercesión” (n. 2843).

      Ética del perdón

      Hay quien piensa que perdonar es actuar ingenuamente, sin saber lo que se hace, y hay quien confunde el perdón con la debilidad. Hay quien acusa al perdón cristiano de faltar a la justicia, dejando impunes los crímenes, hay quien mira la misericordia con ironía o hilaridad. Es verdad que en el Evangelio encontramos el mandato de amar a los enemigos, y ello podría conducir a la idea de que el perdón supone renunciar a la justicia y a la verdad. A veces parecería que es así, pero, en realidad, lo que sucede es que el perdón conlleva referir ambas dimensiones al bien de la persona y de la sociedad, y esto puede arrojar resultados particulares, como sucede cuando las circunstancias lo imponen o lo aconsejan (como cuando se establece una amnistía en vistas de cortar con un círculo vicioso de violencia). Pero habitualmente el perdón no está reñido con la justicia penal. Perdonar a un asesino no significa necesariamente eliminar una sentencia a la reclusión. En el marco de estas articuladas relaciones entre justicia y perdón es justamente donde se calibra si el perdón otorgado es verdadero, sobre todo si de la actuación personal se derivan efectos hacia otras personas o instituciones.

      Hay que convencerse de que no es lo mismo buscar la verdad y la justicia desde el rencor que desde la caridad. El rencor abre la posibilidad de que la justicia degenere en venganza y surjan luego nuevas ofensas. Fomentada, en cambio, desde el perdón, la justicia alcanza mejor su propio fin. Por su parte, la indagación de la verdad podría convertirse en acumulación de motivos que validen el propio resentimiento, en vez de otorgar fundamento real a la justicia, la cual, en el marco de un conocimiento completo y unitario de la verdad, puede realizarse en toda su profundidad. La verdad, en definitiva, hace más justa la justicia (Cárdenas, 2014, p. 493).

      Pienso que, en cierta medida, las etimologías de las palabras “perdonar” y “condonar” apuntan hacia una sutil distinción existente entre estos conceptos, que puede ayudarnos en esta reflexión. Ya hemos hablado sobre el origen del vocablo “perdón” en el “don”. También “condonar” proviene de “donar”. Volviendo al latín clásico, el prefijo “con”, además del sentido frecuente de “hacer compañía”, se añade a veces para indicar repetición o continuidad, y ha sido asumido en el lenguaje jurídico con el sentido de liberar de una pena debida o exonerar de una obligación, como cuando se hablaba de condonare crimen (Malo, 2018, p. 35). Siguiendo a Malo (2018), podemos decir que:

      […] en la dilatación de la semántica del don se produce una trasposición del significado inicial, concreto y material, de “dar” […] hacia el de “condonar”, en el cual se trasciende la temporalidad aunque en el sentido negativo de cancelar una deuda limitada, llegando finalmente a la trascendencia de la temporalidad en sentido positivo, expresada con la palabra “perdonar”, que apunta hacia una justicia recuperada a través de una gracia. (p. 38)

      Simplificando las cosas, podemos decir que entre donar, condonar y perdonar hay una progresión de significado en sentido inclusivo: una trascendencia que no niega lo precedente.

      Así, pues, el perdón, desde esta óptica, no es ni contrario ni alternativo a la justicia, aunque la trascienda. Como bien dijo en su momento J. Burggraf (2007), perdonar

      […] significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón. El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. (s. p.)

      En cierta medida podemos decir que la justicia contiene un componente institucional fuerte, mientras que el perdón y la misericordia van más dirigidos hacia las personas singulares. Contempladas en estos términos, creo que es especialmente acertado lo que afirma Malo (2018): separada de la misericordia, la justicia acaba cubriendo bajo capa de ley lo que es solo venganza y, como tal, raíz de ofensas sucesivas, mientras que la misericordia, practicada independientemente de la justicia, se transforma en buenismo tóxico e intoxicante, que ni resuelve las cosas ni genera satisfacción.

      Ya se habrá percibido que difícilmente se logra perdonar de verdad con un único acto singular e instantáneo; el perdón se logra habitualmente a través de un proceso que lleva a establecer una nueva relación.

      Una cosa es perdonar y otra distinta es que la decisión tomada abarque la totalidad de la persona (inteligencia, voluntad y esfera afectiva) y que la decisión se mantenga a lo largo del tiempo. El Evangelio recoge este significado diciendo que hay que perdonar “de corazón” (Mt 18,35) y la sabiduría cristiana ha descrito a la totalidad como “perdonar de todo corazón”. (Cárdenas, 2014, p. 488)

      Nos volvemos a encontrar aquí con la conversión en el sentido de confluencia unitaria de nuestro interior; cuando el perdón se produce de modo demasiado fácil, a la larga se revela superficial e incluso falso. Aunque la ofensa, como recordábamos antes, golpea primero en el ámbito emocional, el proceso auténtico del perdón no se reduce a una mutación

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