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políticas son el derecho, la ley natural y la religión; si bien lo más llamativo es que el primer concepto que aparece en ellos es el de la libertad, como elemento que une todos los demás. Su encíclica Caritas in veritate merece un estudio aparte; de ella podemos tomar una cita oportuna para el tema del perdón: “la ‘ciudad del hombre’ no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas” (n. 6).

      Finalmente, el magisterio del papa Francisco se aborda en este libro desde dos ángulos diversos. Por una parte, Ana Lucía Rueda relaciona dos conceptos clave de la pastoral del pontífice argentino: la cultura del encuentro y la Iglesia en salida. Su conclusión es que esas dos ideas

      […] instan a la vida académica para que sea un eslabón más en la cadena de la paz, y así demostrar que el cambio es posible, que los males del mundo no se resuelven con lamentos, sino buscando formas productivas de solucionar los múltiples conflictos y llamando al corazón de los estudiantes para que no se dejen ganar por la indiferencia.

      Por otra parte, Catalina Bermúdez estudia “la hora de los laicos” como fruto del “renovado y creciente impulso misionero que […] convoca a “una Iglesia en salida”, llamada a promover en todas las esferas de la sociedad una cultura y una experiencia profunda de integración, solidaridad, encuentro y transformación”.

      Puede ser útil meditar, antes de comenzar la lectura de estas interesantes aportaciones, el consejo del Inspirador de nuestra Universidad: “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti” (san Josemaría, Camino, n. 452).

      Euclides Eslava

      Director Departamento de Teología

      Facultad de Filosofía y Ciencias humanas

      Universidad de La Sabana

      Notas

      1 La condición humana. Barcelona: Paidós, p. 258. En este mismo sentido, cf. Derrida, J. (2003). El siglo y el perdón. Fe y saber. Buenos Aires: Ediciones de la Flor.

EL PERDÓN CRISTIANO
Philip Goyret*

      Los que estamos en la séptima década de nuestra vida recordaremos seguramente la película Love Story, tomada de la novela de Erich Segel y dirigida por Arthur Hiller a principios de los años setenta. Éramos adolescentes rodeados de hippies, con el Festival de Woodstock fresco en nuestra memoria. Tal vez todavía silbamos el tema principal, que era por entonces muy popular. Una de las frases más conocidas pronunciadas por el personaje principal y citada con frecuencia en los trailers de la película, en el libro y en el disco (aquellos viejos discos negros de vinílico de 33 rpm...) decía: “amar significa nunca tener que pedir perdón”. Esta frase se convirtió en un lema para una generación que necesitaba olvidarse de los horrores de la guerra de Vietnam. La película ponía la ternura y el afecto en primer plano, enfatizando la felicidad que había estado ausente en la jungla vietnamita. Se estimulaba un cierto sentimentalismo nostálgico, mezclado con la tendencia, característica de aquellos años, a escapar de la realidad.

      Sin embargo, un análisis en profundidad del significado de esa frase pone de manifiesto su desarmonía con la perspectiva cristiana de la vida. Para comprender esto mejor, puede ayudarnos su comparación con otra frase, pronunciada por un sacerdote católico en esos mismos años. Después de escuchar a alguien que le había explicado cuánto había sufrido a causa de diversas calumnias, el sacerdote le dijo: “Tienes que aprender a perdonar”. Inmediatamente después, recordando experiencias personales similares, agregó, como hablando consigo mismo: “yo no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer” (san Josemaría Escrivá, 2012, n. 804). El verdadero amor incluye el perdón; si es auténtico, el amor necesariamente rechaza el resentimiento, la venganza y el rencor.

      Aunque el vínculo entre amor y perdón surge de la naturaleza humana en sí misma, este se debilita seriamente como consecuencia del pecado y en muchos casos desaparece por completo. En algunas culturas y religiones esto sucede no solo como una cuestión de hecho, sino también a nivel de principios. Ahora bien, el cristianismo, entre otras cosas, viene a la humanidad para restablecer este vínculo esencial entre amor y perdón y, de hecho, considera que esta es su característica sobresaliente. Un cristiano perdona, o al menos debería perdonar. La vida cristiana tiene su origen en la Muerte y la Resurrección de Cristo, quien sufrió la Pasión perdonando a sus torturadores y volvió a la vida perdonando la negación de Pedro. Podríamos decir que los cristianos deben ser reconocidos porque perdonan.

      Pero ¿qué significa todo esto? ¿Es este un lenguaje válido hoy? ¿No es importante que prevalezca la justicia, dando a cada uno lo que se merece y castigando —no perdonando— los crímenes? ¿No es antinatural el perdón, no va contra el sentido común, no niega la verdad, cancelando de la historia lo que realmente sucedió? ¿Podemos pedir a “personas normales” que perdonen, teniendo en cuenta que probablemente es lo más difícil que se puede pretender de alguien? La superficialidad nos lleva con frecuencia a pensar en el perdón como una simple fórmula de cortesía, como cuando alguien te detiene por la calle para pedirte una dirección, comenzando con “disculpe, ¿podría por favor indicarme...?” Pero cuando llega la verdadera agresión, cuando tu honor es denigrado, cuando tu cuerpo es herido, cuando tu propiedad es dañada, cuando tu amor es rechazado, cuando tu gente es asesinada, ¿cómo puedes perdonar? Nos incumbe, entonces, establecer por qué es tan importante que los cristianos perdonen, qué significa realmente perdonar y cómo podemos llegar a perdonar. La pretensión no es fácil ni breve, pero al menos podemos tratar de señalar, en estas pocas páginas, el sendero principal que nos lleve hacia respuestas satisfactorias.

      Un Dios que perdona

      El punto de partida es Dios, en cuyo nombre de algún modo está ya inscrita la idea del perdón. Cuando Moisés, delante del arbusto en llamas, pregunta a Dios por su nombre, recibe como respuesta las célebres palabras “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), palabras que descifran el tetragrama hebreo “Jwhw”, Yahvé (Schneider, 2000, p. 478). La respuesta completa, sin embargo, se encuentra varios capítulos más adelante en el mismo libro del Éxodo, durante el encuentro de Moisés con Yahvé en la cima del monte Sinaí: se dice en Ex 34,5-6 que “Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por delante de él y exclamó: ‘Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”. El “nombre de Yahvé” invocado es pues el nombre de un “Dios misericordioso y clemente”, como se repite luego muchas veces a lo largo del Antiguo Testamento.

      En ambiente específicamente cristiano profesamos nuestra fe en “Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y de todas las cosas visibles e invisibles”. La paternidad y la omnipotencia están aquí vinculadas, junto con la creación de todas las cosas, siguiendo la afirmación del Símbolo de nuestra fe. Podemos hablar de una “omnipotencia paterna” de Dios, no solo como potencia ilimitada de creación, sino también como paternidad en su plenitud. Esto nos conduce a entender que el perdón, como un aspecto de la paternidad de Dios hacia el hombre, existe en Él también en plenitud. Para aferrar esta idea, hay que recordar que la paternidad auténtica y el perdón se unen en la fidelidad. O sea, el padre que perdona es fiel a su paternidad, porque perdonando dona nuevamente la vida, permitiendo al hijo volver a empezar. Esto está maravillosamente expresado en la parábola del hijo pródigo, en la que la fidelidad del padre a su paternidad se traduce en la misericordiosa acogida del hijo (san Juan Pablo II, 1980, n. 6). El perdón permite a Dios manifestar toda su paternidad. En coherencia con ello, Dios no abandonó al hombre después del pecado de Adán, sino que,

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