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posible que se dejara excitar con tanta facilidad? ¿Es que no tenía suficiente con la lección que le recordaba su padre desde la tumba?

      Las repercusiones de su debilidad habían sido traumáticas, y seguían teniendo consecuencias en la Casa Real de Montegova, como demostraba su reservado y circunspecto hermano, Remi. O como demostraba también su madre, aunque escondiera su angustia tras el aplomo aristocrático de una mujer que no se acobardaba en ninguna circunstancia. Pero, sobre todo, como demostraba la existencia de Jules, su ilegítimo hermanastro.

      El reino había estado a punto de caer en manos de oportunistas y generales ambiciosos cuando se hizo pública la noticia de la infidelidad de su padre, pocas horas después de que falleciera. Y Zak, que había sido testigo de todo ello, no olvidó lo que podía provocar la tentación.

      Además, él no era una excepción a la norma. Por eso había elegido una vida de trabajo duro. Por eso se negaba a caer en las garras de ninguna mujer. Por eso estaba encantado de dejar la producción de herederos a su hermano, el primero en la línea dinástica.

      Pero, en ese caso, ¿por qué se había obsesionado con Violet Barringhall?

      No había olvidado lo sucedido seis años antes. Su madre le había pedido que asistiera al cumpleaños de la adolescente, y había estado a punto de negarse. No quería apoyar la amistad de la primera con la cotilla de Margot Barringhall, una famosa oportunista que adoraba la prensa del corazón.

      Pero su madre insistió y, cuando Zak puso la vista en Violet, no pudo apartarla. Ya no era la niña con la que había coincidido un par de veces. Se había transformado en una joven preciosa. Y la hora que pretendía dedicar a su fiesta se convirtió en cuatro.

      En determinado momento, la siguió al jardín de su casa, atraído por las tímidas pero seductoras artimañas femeninas que ella parecía decidida a practicar. Creía que se estaba probando a sí mismo, y se sometió a la tentación con la seguridad de que podría marcharse cuando quisiera y salir triunfante en la batalla contra el deseo de tocarla.

      Y la tocó.

      Descubrió por qué le intrigaba tanto lady Violet Barringhall.

      La tocó y la probó con todo el hambre que había acumulado durante varios meses, desde la muerte de su padre. Hasta llegó a coquetear con la idea de tener una aventura con ella, y quizá la habría tenido si no hubiera descubierto que su familia era cualquier cosa menos honrada.

      El conde había dilapidado su fortuna antes de morir, y la condesa se había zambullido en un desesperado y frenético plan por mantener su nivel de vida, que pasaba por dos estrategias a cual más vil: la primera, vender información a la prensa amarilla y la segunda, casar a sus hijas con cualquier hombre que tuviera una buena cuenta bancaria y quisiera acceder a un título nobiliario.

      El descubrimiento lo dejó pasmado, y se maldijo a sí mismo por haber estado cerca de caer en la trampa casamentera de Margot Barringhall. Pero afortunadamente, se libró. Y no volvió a pensar en ello hasta que su madre le volvió a pedir un favor relacionado con Violet.

      Solo habían pasado tres meses desde entonces. Tres meses de fracasos continuados en su intento de conseguir que se rindiera y dejara el empleo. Le encargaba las tareas más aburridas. Le daba las más insignificantes. Pero no se rendía, así que puso más trabajo sobre sus pequeños hombros con la esperanza de que se derrumbara.

      Y no le salió bien.

      Violet era más dura de lo que había imaginado, y comprendía a la perfección los objetivos del House of Montegova Trust; sobre todo, en lo tocante a los programas de ayuda a los más necesitados.

      Además, su cercanía física había despertado en él el deseo de volver a tocar su cuerpo, de volver a oír sus gemidos, de volver a sentir sus caricias, de comprobar de nuevo que su tímida actitud ocultaba una lengua verdaderamente descarada.

      Pero no podía ser. No podía cometer el terrible error de dejarse seducir por una de las hijas de la condesa, comprometiendo con ello el futuro de su familia. Y esa era la razón de que mantuviera las distancias con la escultural criatura de cabello castaño y ojos de color turquesa, que siempre le recordaban el mar.

      A pesar de ello, lo primero que hizo cuando entró en el coche fue mirar las piernas de su acompañante, que las acababa de cruzar. Tenía una elegancia natural, y sus movimientos resultaban tan delicados como su pose, de espalda recta y manos cruzadas sobre el regazo. Era la quintaesencia del decoro. Salvo por la vena que latía en su suave y encantador cuello, que Zak deseó besar.

      Pero, ¿qué demonios estaba haciendo? ¿Por qué se empeñaba en jugar con fuego?

      No lo sabía, y se odió por ser incapaz de resistirse a la tentación de admirar su escote, que dejaba ver la parte superior de sus senos.

      –Tendrá que tomar notas, pero no veo que haya traído su ordenador –dijo, irritado.

      –No lo he traído porque no es necesario. Tengo una aplicación en el móvil que sirve para eso y que, si no recuerdo mal, es de uso corriente en la fundación –declaró ella–. Si necesita algo, lo puedo tener en una hora.

      –¿Y si lo necesito antes?

      –Entonces, me preguntaré por qué va a esa gala si tiene cosas más importantes que hacer –replicó–. No me malinterprete… Sé que es un genio de la multitarea. Pero todo sería más fácil si supiera qué es lo prioritario.

      –Bueno, lo descubriremos pronto.

      Momentos después, el chófer detuvo el vehículo en el vado de la embajada de Montegova. Zak salió y le ofreció cortésmente una mano, que Violet aceptó. Pero, al sentir su contacto, él la apartó como si le hubiera quemado y entró en el vestíbulo del edificio, donde esperaba el general Pierre Alvardo, ministro de Defensa.

      –Gracias por recibirme, Alteza –dijo el general–. No quería interrumpirlo, pero se trata de un asunto importante.

      –Eso lo decidiré yo.

      A decir verdad, Zak le había concedido audiencia porque sabía que Alvardo era un hombre de gatillo fácil. Y, como su madre estaba ocupada en el Parlamento y su hermano se había ido a Oriente Próximo, no tenía más opción que recibirlo.

      –¿Y bien? ¿Qué ocurre? –continuó el príncipe.

      Alvardo lanzó una mirada a Violet, como si no quisiera hablar delante de ella.

      –No se preocupe por lady Barringhall –añadió Zak–. Ha firmado un acuerdo de confidencialidad, y conoce las consecuencias de romperlo.

      –No es necesario que me lo recuerde –intervino ella, sonriendo con frialdad–. Lady Barringhall no olvida nada, Alteza.

      Alvardo se quedó asombrado con su descaro, pero no dijo nada. A fin de cuentas, no habría llegado a ministro si no hubiera sido un buen diplomático.

      Ya en la sala de conferencias, Zak esperó a que Violet se sentara y sacara su teléfono móvil antes de acomodarse a su vez. Entonces, se giró hacia el ministro y declaró, entrando en materia:

      –¿De qué se trata? ¿Son los disidentes sobre los que alertó hace dos meses?

      Alvardo asintió.

      –El servicio de Inteligencia afirma que cada vez son más, y que existe la posibilidad de que se rebelen en Playagova.

      –¿La posibilidad? –dijo Zak, tenso–. ¿No está seguro?

      –Bueno, es que no nos hemos podido infiltrar en el grupo. Es más difícil de lo que imaginábamos.

      –¿Y qué quiere? ¿Que le dé permiso para perseguirlos abiertamente?

      El ministro asintió.

      –En efecto. La reina le nombró jefe de las Fuerzas Armadas, y no podemos actuar sin su permiso escrito.

      –Discúlpeme, pero un acto así podría causar inquietud social y quizá pánico.

      –Puede

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