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para identificarnos con determinadas posesiones materiales, morales o intelectuales que hemos de conseguir para ser homologados socialmente. Es una explicación actual del pecado original que se transmite de padres a hijos.

      Pero, en vez de fomentar un sentimiento de culpabilidad por habernos extraviado, Blay nos invita a reconocer nuestra desorientación, a recuperar la conciencia de nosotros mismos y a ver con evidencia la clase de alienación a la que hemos sido inducidos.

      A partir de aquí, podemos recuperar la posibilidad de decidir nuestros actos de una forma consciente y voluntaria. La capacidad de ver, amar y hacer que somos adquiere sentido porque nos revela que formamos parte de una realidad que debe ser atendida y puede ser perfeccionada con nuestro interés y dedicación.

      Así que la conciencia está íntimamente relacionada con el amor, con la atención a los demás y con la profundización en nosotros mismos. Esta profundización es la que nos lleva a descubrir al Ser Esencial que llamamos Dios como la verdadera fuente de esta vida, inteligencia y amor que se está expresando en nosotros.

      Nadie discute la importancia que ha tenido el pensamiento racional y el desarrollo de la ciencia en la evolución de la humanidad. Otra cosa es que podamos seguir manteniendo la idea de que estos factores, por sí solos, nos conducirán al incremento de la conciencia y a la felicidad.

      Desde la Revolución Francesa, el pensamiento filosófico no solo se había considerado capaz de explicar todos los fenómenos sociales, sino que presentaba los periodos turbulentos de la historia como una transición entre un nivel de desarrollo agotado y otro nivel superior en gestación. Aunque algunos autores reflejaban en su obra una cierta angustia existencial, producto de una sensación de vacío interior, sus argumentos se consideraban un lujo, más estético que otra cosa; algo ajeno a las preocupaciones ordinarias de la gente normal; porque la gente normal se dedicaba a medrar económicamente y a proporcionar una mejor educación a sus hijos, con el fin de que estos, a su vez, pudieran continuar prosperando.

      Pero, esta imagen de una humanidad caminando hacia el bienestar y la felicidad cayó estrepitosamente el día en que los aliados entraron en Auschwitz. Los campos de concentración de la Alemania nazi desvelaron un exterminio masivo de seres humanos, que no solo se había realizado con métodos y criterios industriales, sino que, incluso, había reciclado los restos humanos que se podían aprovechar. Claro, a esto no se le podía llamar “progreso” ni se podía explicar racionalmente. Así que nos limitamos a quedarnos horrorizados y a gritar muy alto que esto no volvería a suceder.

      La ideología hegeliana del progreso y la evolución social persistió unos años más en los países del Este, a través del experimento socialista, mientras Occidente se dedicaba a reemplazar el pensamiento filosófico por la técnica. Pero ambos modelos acabaron apostando por la automatización y la burocracia, y la carrera armamentista acabó inclinando la balanza a favor de la parte tecnológicamente más avanzada. Así, acabó definitivamente derrotada la idea de que la humanidad podía evolucionar apoyándose en el trabajo y el esfuerzo colectivo.

      Algunos se sintieron satisfechos por la caída de una ideología que apoyaba el ateísmo, sin advertir que con ella desaparecía también el humanismo. Porque el desarrollo económico como único objetivo pasó a convertir al individuo en un engranaje más de la tecnocracia económica. Poco a poco, las personas y sus problemas dejaron de importar, lo único relevante era el crecimiento en términos globales, macroeconómicos: la conciencia dejó paso al consumismo y la publicidad reemplazó a las ideas. Las personas-espectáculo, supuestamente liberadas de toda restricción económica, son ahora los nuevos héroes que imitar: hombres y mujeres anuncio que disimulan un profundo vacío interior con luces, sonido y efectos especiales.

      Y todo esto a costa del sufrimiento de miles de personas que continúan llevando una vida llena de privaciones y humillaciones. Inicialmente, esta gente estaba situada en los llamados países del tercer mundo y nos permitíamos el lujo de ignorarla; pero, cada vez, hay más personas de nuestro entorno que se añaden a estas masas que claman desesperadas en nuestras fronteras. La técnica puede prescindir del hombre como fuerza de trabajo y va dejando gente en la cuneta, sin medios de subsistencia o con salarios cada vez más bajos. No solo las personas han dejado de importar, sino que empiezan a representar un problema. Y la política tradicional, basada en ideas, se sustituye por otra que maneja emociones primarias, más propias de luchas tribales que sociales.

      Aquello que no tenía que volver a pasar se está reproduciendo en las aguas del Mediterráneo y en los muros que se levantan en las fronteras de los países desarrollados. Ahora, no encerramos a los marginados en campos de concentración: dejamos que se ahoguen en el mar y nos encerramos nosotros mismos detrás de estos muros. Pretendemos así desentendernos de los que están sufriendo: que no nos molesten, que no alteren el sopor profundo en el que hemos caído.

      Este fracaso de la técnica hace que algunos se vuelvan de nuevo hacia la espiritualidad, pero es una espiritualidad que adopta el carácter de refugio personal y promueve una huida hacia dentro. Intenta mantener la utopía, trasladándola del terreno terrenal al metafísico, hablando de un Ser que está fuera del mundo o de un potencial que enaltece a la persona, con independencia de cómo lo utilice o, incluso, en el caso de si no lo utiliza. Constituye una forma de soñar despierto que al sistema ya le va bien, porque no se entromete en la vida ordinaria ni se preocupa por la colectividad.

      Y, por otro lado, aparece un fundamentalismo religioso que reparte condenas por doquier o se propone, lisa y llanamente, destruir una sociedad que considera degenerada, a base de bombazos. Lo cierto es que el horizonte que contempla buena parte de la población mundial es la precariedad o la ruina total; así que no es de extrañar que algunos decidan llevarse por delante a unos cuantos representantes de este sistema que los está desahuciando. La religión no tiene nada que ver con esto, pero, en determinados ambientes, este integrismo reemplaza las alternativas de la orientación marxista que habían despertado cierta ilusión y esperanza. Su fracaso ha dado paso al nihilismo más absoluto.

      A raíz de un atentado yihadista que segó la vida de un sacerdote anciano, el papa Francisco se negó a relacionar el islam con la violencia y dijo:

       «Sé que es peligroso decir esto pero el terrorismo crece cuando no hay otra opción y cuando el dinero se transforma en un dios que, en lugar de la persona, es puesto en el centro de la economía mundial. Esa es la primera forma de terrorismo. Ese es un terrorismo básico en contra de toda la humanidad».

      Muchos consideran a este papa un accidente, una excepción que no tendrá continuidad. Nosotros pensamos que en el seno de la Iglesia ha aparecido una luz que tenemos que cuidar, acompañar y reforzar. Porque este papa se limita a decir en voz alta lo que predica el Evangelio. Así que, si al final resulta ser una excepción, es que el problema es muy gordo.

      Recordemos qué dice el Evangelio:

       «Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme. Y le respondieron los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?. Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis». (Mateo 25, 34-40).

      Nuestro planteamiento resalta la doble naturaleza del hombre: esencial y existencial. La esencia nos hace a todos lo mismo y la existencia nos hace a cada uno distinto. Si no fuéramos iguales, no nos entenderíamos ni podríamos trabajar juntos de cara al futuro; pero, si no fuéramos distintos, tampoco tendríamos nada que decirnos. Así que, ser uno mismo implica tener algo que decir, en vez de seguirle la corriente al sistema. Y cuando un ser humano tiene algo que decir se sale del guion establecido y sus actos resultan impredecibles. En esto reside la esperanza de superar la situación actual de bloqueo y regresión que estamos sufriendo.

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