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la casa. Entendió no haberla visto sonreír. Los problemas económicos causaban estrés y tal vez podrían explicar que lo hubiese rechazado aquel fin de semana. Podía utilizar aquella información, usarla como un arma contra ella. Era lo que su padre habría hecho con una mujer difícil. Apretó los labios. Era lo que había hecho con su madre. Pero él no era su padre y Katherine Marshall no era una mujer difícil, solo era una mujer rebelde y agobiada.

      Se preguntó por qué no podía olvidarla. Frunció el ceño, se sentía frustrado. Habían pasado tres semanas y seguía pensando en ella todos los días. Estaba obsesionado con Kat Marshall y eso no le gustaba. Quería tener la cabeza en su sitio, como siempre, y sabía que no lo conseguiría si no volvía a verla. Ella estaba endeudada y él era un hombre muy rico, pero había un problema: que jamás compraba a una mujer. Entonces, ¿qué podía hacer?

      Al día siguiente, Kat recibió una carta desoladora en la que se le informaba de que le embargarían la casa a final de mes. Ya había recibido varias advertencias anteriormente, así que no fue una sorpresa. Una semana después, su abogado la llamó para que fuese a verlo. ¿Qué más malas noticias tendría que darle? Si el señor Green quería verla, tenía que ser por algo relacionado con su situación económica. Cuando se había dirigido a él por primera vez para pedirle consejo, este la había animado a vender la casa para pagar sus deudas y poder empezar de cero, pero Kat no había podido deshacerse del lugar que representaba un hogar tanto para ella como para sus hermanas. Perder la casa era como perder una parte de ella y, después de varios meses de infructuosa ansiedad, iba a ocurrir.

      –Recibí esta carta ayer –le contó Percy Green, dándole un papel a Kat–. Contiene una oferta extraordinaria. Mikhail Kusnirovich está dispuesto a saldar tus deudas y a comprar tu casa. También te da la oportunidad de que te quedes en Birkside de alquiler...

      Kat se había quedado completamente blanca.

      –¿Mikhail... K...?

      –Kus-ni-ro-vich –le repitió el abogado–. La verdad es que no tengo ni idea de cómo se ha enterado de tu situación económica. Es un multimillonario de la industria petrolífera, no un usurero.

      –¿Multimillonario? –balbució ella con incredulidad–. ¿Mikhail es rico?

      Su abogado la miró sorprendido.

      –¿Conoces a ese hombre?

      Kat le explicó brevemente cómo los tres hombres se habían alojado en la posada el mes anterior.

      –¿Será un capricho de multimillonario? –se preguntó Percy Green sacudiendo la cabeza lentamente–. En cualquier caso, es un milagro para ti. Supongo que vas a aceptar su oferta, dado que, si no, te quedarás sin casa.

      –Supones bien.

      Kat volvió a Birkside con la carta en el bolso y sin entender nada. Mikhail estaba podrido de dinero y se había ofrecido a pagar sus deudas y a comprar su casa. ¿Por qué? ¿Qué quería a cambio? Los hombres ricos no regalaban ni malgastaban su dinero. ¿Qué buscaba? ¿Lo haría para demostrarle su poder? ¿Pretendía castigarla por haberlo rechazado? Pero ¿cómo iba a considerar un castigo que la salvase del desahucio?

      Llamó al bufete de abogados desde el que habían enviado la carta y pidió el número de teléfono necesario para poder solicitar una cita con Mikhail. No lo consiguió hasta que no dijo quién era, y después tuvo que enfrentarse a las secretarias de él, que querían que les contase lo que deseaba antes de considerar su petición de ver a su jefe. Muy a su pesar, Kat tuvo que admitir que Mikhail era el dueño de su casa y que quería hablar del tema con él. Al final, le ofrecieron una cita para cuatro días más tarde.

      Emmie llevó a Kat a la estación y no mostró ningún interés acerca del inusitado deseo de esta de ir a Londres. Ya en el tren, Kat contuvo un bostezo, se había levantado muy temprano y empezaba a sentir el cansancio. Se había puesto un traje de chaqueta oscuro que había llevado por última vez en el funeral de un vecino y tenía la sensación de que iba demasiado arreglada, además, estaba nerviosa y enfadada. ¿A qué estaba jugando aquel maldito hombre? ¿Qué quería de ella? No podía ser lo que se imaginaba... No se creía que Mikhail no tuviese otras opciones sexuales mucho más emocionantes que ella.

      Cuando por fin llegó a la recepción del impresionante edificio en el que estaba el despacho de Mikhail, una increíble rubia acudió a recibirla y la acompañó por un pasillo. La curiosidad de la rubia era evidente.

      –¿Así que eres Katherine Marshall y Mikhail es el dueño de tu casa? –le preguntó–. ¿Y cómo ha sido eso?

      –No tengo ni idea –le dijo ella–, pero he venido a averiguarlo.

      La rubia la miró de arriba abajo con frialdad.

      –No te extiendas demasiado. Tiene otra cita dentro de diez minutos.

      Kat apretó los dientes para no replicar y se secó el sudor de las manos en los pantalones. Una puerta se abrió delante de ella, la cruzó y una luz cegadora impidió que pudiese ver nada.

      Capítulo 4

      Mikhail aprovechó la luz del sol que la cegaba para acercarse y, en un gesto que la desconcertó, tomar sus manos.

      –Kat, me alegra verte, milaya moya...

      Era tan alto, tan moreno y estaba tan impresionante vestido con un traje negro que Kat se sintió abrumada. Se le aceleró el corazón al mirar sus ojos negros y tuvo que parpadear, ya que se había quedado desorientada con su inesperada sonrisa de bienvenida y con su proximidad. Notó calor por todo el cuerpo y una incómoda sensación de inseguridad la hizo quedarse inmóvil. Enfadada consigo misma por semejante reacción, apartó las manos con brusquedad.

      –He venido porque no he tenido elección. ¡Vas a comprar mi casa!

      –Ya está hecho. Técnicamente, poseo una casa con inquilino –le dijo él–. Supongo que es mejor estar de alquiler que no tener adónde ir, ¿no?

      Kat se dio cuenta de que tenía razón. Estaba furiosa con él y no le gustaba que hubiese interferido así en su vida, pero en realidad era un alivio no tener que marcharse de casa. Respiró hondo, lentamente, para calmarse y para reorganizar sus pensamientos.

      –¿Por qué no te sientas? –la invitó Mikhail señalando un sofá–. Pediré que nos traigan café.

      –No es necesario –respondió ella, apartando la vista de su rostro moreno para mirar a su alrededor.

      –Seré yo quien decida lo que es necesario –la contradijo Mikhail, levantando el teléfono para pedir el café.

      A Kat no le habría hecho falta que le recordase lo autoritario que podía llegar a ser y apretó los labios mientras se sentaba en el sofá, decidida a no permitir que la traicionasen los nervios.

      –¿Por qué lo has hecho? –le preguntó directamente.

      Mikhail se encogió de hombros. No era una respuesta, pero no podía contestar de otra manera. No tenía ninguna explicación altruista ni socialmente aceptable que darle. Lo había hecho por un motivo mucho más básico y egoísta: después de haber visto su vulnerabilidad, había querido ser la única persona que accediese a ella. Era un macho territorial y la deseaba más de lo que había deseado a nadie en mucho tiempo. Y Kat solo podría tener la libertad de estar con él si estaba libre de deudas.

      Su arrogante cabeza se giró, sus penetrantes ojos oscuros se clavaron en ella. La vio sonrojarse bajo su mirada, un rosa suave surgió bajo su piel clara, realzando sus ojos brillantes y sus marcados pómulos. Le gustaba que se ruborizase, no recordaba haber estado con ninguna mujer a la que todavía le ocurriese. Fijó la vista en sus labios y en la piel de su cuello. Se excitó fácilmente y deseó tocarla y comprobar si su piel era tan suave como parecía. No tardaría en averiguarlo.

      La tensión que había en el ambiente la invadió. La mirada de Mikhail fue como una caricia. Recordó la pasión con la que la había besado y se estremeció, sintió calor, pero hizo un esfuerzo por

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