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pequeña de Kat, Topaz. Con veintitrés años, Kat se había tenido que hacer cargo de sus tres hermanas, ya que su madre le había dicho que no podía controlar a las gemelas y no sabía qué hacer con ellas, y las cuatro habían formado un hogar en el Distrito de los Lagos, al noroeste de Inglaterra.

      En esos momentos le resultaba amargo echar la vista atrás a esos años en los que había soñado con empezar de cero. No podía evitar sentirse fracasada. Había querido dar a las niñas el hogar y el amor que ella misma nunca había tenido. Rasgó el sobre y leyó. Otra carta más para el cajón, con las anteriores. Estaba tan endeudada que se lo iban a quitar todo. Por muchas horas al día que trabajase haciendo colchas, solo un milagro podría sacarla del agujero económico en el que se encontraba.

      Había pedido un crédito para convertir la vieja casa en una posada. Había hecho baños en las habitaciones, había ampliado la cocina y había puesto un comedor. La constante afluencia de clientes durante los primeros años había hecho que se endeudase todavía más, decidida a ayudar lo máximo posible a sus hermanas, y poco a poco la clientela había ido menguando. Al parecer, la gente prefería alojarse en un hotel barato o en un agradable pub. Además, la casa estaba situada al final de un camino, demasiado lejos de la civilización, y la reciente recesión había hecho que los clientes escaseasen todavía más.

      Emmie, que era alta, rubia y muy guapa, bajó las escaleras bostezando.

      –Ese cartero hace demasiado ruido –protestó–. Supongo que llevas siglos levantada. Siempre te has despertado muy pronto.

      Kat se contuvo para no contestarle que no tenía elección, que había tenido que madrugar para que sus tres hermanas llegasen al colegio y para que sus huéspedes desayunasen. En el fondo se alegraba de que Emmie estuviese más habladora que la noche anterior, cuando después de bajarse del taxi le había dicho que estaba agotada y que necesitaba dormir. Durante la noche, Kat no había podido evitar sentir curiosidad por el regreso de su hermana, que seis meses antes se había marchado a vivir con su madre a Londres, decidida a conocer a la mujer a la que casi no había visto desde los doce años. Kat había preferido no interferir. Al fin y al cabo, Emmie tenía veintitrés años. No obstante, se había preocupado mucho por ella, ya que había sabido que Emmie terminaría descubriendo que a Odette solo le importaba ella misma.

      –¿Quieres desayunar? –le preguntó.

      –No tengo hambre –respondió Emmie, sentándose ante la mesa de la cocina–, pero me vendría bien una taza de té.

      –Te he echado de menos –le confesó Kat mientras ponía el agua a hervir.

      Emmie sonrió.

      –Yo también. Lo que no he echado de menos es mi trabajo en la biblioteca ni la aburrida vida de aquí. No obstante, siento no haberte llamado más.

      –No pasa nada.

      A Kat le brillaron los ojos verdes al mirarla con cariño. Los rizos rojizos le acariciaron las mejillas pálidas al estirarse para sacar dos tazas del armario. Tenía más de diez años más que su hermana y era una mujer alta y esbelta, con una bonita piel, los ojos claros y una boca generosa.

      –Me imaginé que estarías ocupada y que te lo estarías pasando muy bien.

      Emmie apretó los labios e hizo una mueca.

      –Vivir con Odette ha sido una pesadilla –admitió de repente.

      –Lo siento –le dijo Kat mientras servía el té.

      –Tú ya sabías que sería así, ¿verdad? –le preguntó Emmie, tomando su taza–. ¿Por qué no me lo advertiste?

      –Pensé que a lo mejor mamá había cambiado con la edad y, además, no quería influir en tu decisión –le explicó ella.

      Emmie resopló y le contó varios incidentes que reflejaban el egoísmo de su madre.

      –Así que he vuelto a casa para quedarme –le aseguró después–. Y tengo que contarte que... Estoy embarazada.

      –¿Embarazada? –inquirió Kat–. Por favor, dime que es una broma.

      –Estoy embarazada –repitió Emmie, clavando sus ojos violetas en el rostro de su hermana–. Lo siento, pero es verdad y no puedo hacer nada al respecto...

      –¿Y el padre?

      Emmie se puso seria.

      –Eso se ha terminado y no quiero hablar del tema.

      Kat hizo un esfuerzo por no hacerle más preguntas, por miedo a decir algo que pudiese ofenderla. En realidad, siempre había sido más una madre que una hermana para sus hermanastras y en esos momentos no pudo evitar preguntarse qué había hecho mal.

      –De acuerdo, entiendo que en estos momentos...

      –Pero quiero tener el bebé –proclamó Emmie en tono desafiante.

      Todavía aturdida con la noticia, Kat se sentó frente a ella.

      –¿Has pensado en cómo te las vas a arreglar?

      –Por supuesto. Viviré aquí contigo y te ayudaré con el negocio –le contestó Emmie tan tranquila.

      –Ahora mismo no hay negocio con el que me puedas ayudar –admitió ella, sabiendo que tenía que ser sincera–. Hace más de un mes que no ha venido ni un cliente...

      –Seguro que las cosas empiezan a ir mejor a partir de Pascua.

      –Lo dudo. Además, estoy hasta el cuello de deudas –le confesó Kat muy a su pesar.

      –¿Desde cuándo? –le preguntó su hermana sorprendida.

      –Desde hace siglos –respondió ella, no queriendo contárselo todo a su hermana para que no se sintiese culpable.

      Emmie ya tenía otras preocupaciones. Estaba embarazada y sola. Kat se preguntó si algunas personas nacían ya con mala suerte, porque Emmie había sufrido mucho en la vida, empezando por tener que vivir a la sombra de su gemela, que era una supermodelo internacionalmente conocida. Saffy también había sufrido, pero mucho menos, era independiente y mucho más fría que Emmie, que era más vulnerable. Esta, además de soportar la indiferencia de su madre, había tenido un accidente con doce años y había pasado mucho tiempo en una silla de ruedas. Después, no había podido recuperarse del todo y se le había quedado una pierna más corta que la otra, lo que había hecho que cojease y que le quedasen muchas cicatrices. El sufrimiento de Emmie y las desafortunadas comparaciones con su hermana por parte de personas sin sensibilidad habían hecho que las gemelas se distanciasen.

      Por suerte, Emmie ya no cojeaba. En un intento desesperado de ayudar a su hermana pequeña a recuperar la autoestima y las ganas de vivir, Kat había pedido un préstamo para que la operasen en el extranjero. La operación había sido un éxito, pero esa deuda era la que la estaba ahogando en esos momentos y no podía hacer que su hermana se sintiese culpable por ello. A pesar de las dificultades económicas, Kat habría vuelto a hacerlo sin dudarlo.

      –Ya lo tengo –dijo Emmie de repente–. Podrías vender el terreno para pagar las deudas. Me sorprende que no se te haya ocurrido a ti.

      Pero Kat ya había vendido el terreno varios años antes para poder mantener a sus tres hermanas. Su madre había dejado de enviarles dinero y, además de los problemas de Emmie, Topsy, la pequeña de la familia, había sufrido acoso escolar porque era muy inteligente y había tenido que mandarla a un internado. Por suerte, Topsy había conseguido después una beca y Kat ya no tenía que preocuparse por su educación.

      –Hace mucho tiempo que vendí el terreno –admitió a regañadientes–. Es posible que pierda también la casa...

      –Dios mío, ¿en qué te has gastado el dinero? –preguntó Emmie sorprendida.

      Kat no respondió. Para empezar, nunca había habido mucho dinero que gastar. Llamaron a la puerta y se levantó, contenta de poder escapar del interrogatorio de su hermana.

      Roger Packham, su vecino, un hombre

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