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Kat se esforzó en ignorar a Mikhail mientras los hombres comían con apetito. El postre, que consistía en tarta de manzana y helado, le valió muchos cumplidos.

      Cocinaba de maravilla. Mikhail, que nunca había pensado que aquello fuese un talento, se sintió impresionado muy a su pesar, aunque lo que no le impresionó tanto fue comer en la cocina. Tampoco le gustó el comportamiento infantil de Kat, aunque le permitiera observarla y admirar el modo en que su pelo brillaba bajo las luces cada vez que movía la cabeza, fijarse en la elegancia de sus manos y en lo educada que era en la mesa. Le molestó sentir tanto interés por ella. Y se sintió muy frustrado al oírla conversar animadamente con Luka.

      –¿Cómo es que vives aquí sola? –preguntó Peter Gregory de repente–. ¿Eres viuda?

      –Nunca me he casado –respondió ella con naturalidad, acostumbrada a que le hiciesen esa pregunta–. Mi padre me dejó esta casa y me pareció buena idea convertirla en una posada.

      –Entonces, ¿hay algún hombre en tu vida? –la interrogó Peter.

      –Eso es solo asunto mío –replicó ella.

      Y Mikhail se preguntó cómo era posible que no se le hubiese ocurrido a él esa posibilidad. Era posible que se sintiese atraída por él, pero que tuviese a alguien en su vida. Se sintió enfadado, tenso, algo poco habitual en él. Se puso en pie bruscamente.

      –Voy a acercarme al coche a buscar los teléfonos. Creo que no ha sido buena idea dejarlos allí, Luka.

      Kat parpadeó sorprendida al oír aquello.

      –Ahora no puedes salir –le advirtió Luka–. Hay ventisca y el coche está a varios kilómetros de aquí.

      –Habría ido hace horas si no te hubieses caído –le contestó Mikhail.

      –A mí me gustaría recuperar mi teléfono –admitió Peter Gregory.

      Kat miró a Mikhail por primera vez desde que había entrado en la cocina. Le había costado mucho esfuerzo mantener los ojos apartados de él, pero en esos momentos estaba preocupada. Dudó un instante, que él aprovechó para ponerse el abrigo y abrir la puerta de la calle, y salió a buscarlo.

      Estaba nevando con fuerza y la carretera se hallaba completamente cubierta de nieve. Mikhail ya había salido fuera cuando ella lo agarró del brazo para detenerlo.

      –¡No seas idiota! –le dijo–. Nadie arriesga su vida para ir a buscar unos teléfonos móviles...

      –No me llames idiota –le advirtió él con incredulidad–. Y no te pongas dramática... No voy a arriesgar mi vida por dar un paseo con poco más de treinta centímetros de nieve...

      –Si no tuviese conciencia me daría igual que te murieras congelado en la carretera –le replicó.

      De todos los machitos idiotas que había conocido en toda su vida, aquel se llevaba la palma.

      –No me voy a morir –dijo él en tono burlón–. Llevo ropa de abrigo. Estoy en forma y sé lo que estoy haciendo...

      –No me parece un discurso muy convincente, procediendo de un tipo que me ha pedido que le señale en el mapa dónde está esta casa –le contestó Kat sin dudarlo–. Utiliza mi teléfono y sé sensato.

      Mikhail apretó sus dientes perfectos y la miró con frustración. Aquella mujer le estaba gritando y eso también era una novedad. Era la primera vez que le ocurría y algo que no le gustaba en absoluto de una mujer, pero sus ojos verdes brillaban como esmeraldas y estaba preciosa. Y pasó de desear que se callase a desear algo mucho más primitivo y salvaje.

      Más tarde, Kat pensaría que se había comportado como un cavernícola, y que su propia manera de mirarlo no había tenido nada que ver con cómo le habían brillado los ojos negros como a un depredador al abrazarla y besarla apasionadamente. No recordaba lo que había ocurrido después porque se había dejado llevar por la intensidad del momento. Nunca se había sentido así y la sensación fue al mismo tiempo maravillosa, mágica y aterradora.

      –Solo serán un par de horas, milaya moya –le dijo Mikhail, mirándola con satisfacción porque por fin se estaba comportando como él quería–. ¿Esperarás a que vuelva?

      Y la magia que había convertido a Kat en una mujer a la que no reconocía se rompió de repente.

      –No. Y cuando digo que no, es que no.

      –Eres una mujer muy extraña –le contestó él, indignado y tentado por semejante desafío.

      –¿Porque no te digo lo que quieres oír? Pues para tu información yo no soy la Bella Durmiente ni tú el príncipe azul, ¡así que el beso no ha servido de nada!

      Kat lo vio echar a andar por la nieve y volvió a entrar en la casa dando un pequeño portazo. ¡Era un hombre mezquino, testarudo y estúpido! Se dio la vuelta y vio a Luka mirándola con sorpresa desde la puerta del salón. Después, sonrió divertido.

      –Mikhail ha estado en el Ártico y en Siberia –le explicó.

      Ella se ruborizó y volvió a la cocina, a recoger los platos de la cena. No iba a pensar en el beso, aunque hubiese sido el primero que le daban en más de diez años. ¡De eso nada! Pensar en él sería darle al ruso la importancia que ya creía tener y ella no estaba dispuesta a hacerlo.

      Mientras recogía los platos de la mesa, Peter Gregory estuvo hablando sin parar del enorme piso que tenía en la ciudad, del dinero que ganaba y de lo conocidos que eran sus clientes. Kat tuvo que admitir que, al lado de aquel hombre, Mikhail le parecía humilde.

      Capítulo 3

      Kat estaba mirando por la ventana de su habitación cuando por fin regresó Mikhail con paso seguro. Estaba bien. No había podido evitar preocuparse por él y en esos momentos fue a abrir la puerta de su habitación para oír la conversación que tenía lugar en el piso de abajo.

      –Estaremos en Londres a la hora de la comida –dijo Luka con satisfacción.

      –¿Estás seguro de que quieres marcharte tan pronto, Mikhail? –preguntó Peter Gregory en tono divertido–. ¿Es que no te está esperando nuestra sexy anfitriona? ¡Te apuesto lo que quieras a que no consigues acostarte con ella antes de mañana!

      Kat se arrepintió de haber estado escuchando, palideció y se le encogió el estómago. Cerró la puerta con cuidado, ya que tenía miedo de que cualquiera de sus actos pudiese ser entendido como una invitación. Lo tenía claro: algunos hombres pensaban, hablaban y se comportaban como auténticos animales. Y Peter Gregory era sin duda uno de ellos. Se preguntó si los tres estarían dispuestos a hacer la apuesta. Era evidente que los amigos de Mikhail los habían visto besarse y habían malinterpretado el beso. Se sintió avergonzada. Nunca había sido tan consciente de su falta de experiencia en el ámbito sexual. Una mujer realmente segura de sí misma habría salido de la habitación nada más oír hablar de una apuesta para bajarle los humos a Peter y dejar claro que aquellos comentarios machistas no le hacían ninguna gracia, pero Kat se quedó dolida y humillada y lo único que se le ocurrió fue cerrar la puerta con llave antes de meterse en la cama.

      Y entonces fue cuando pensó en el beso. El recuerdo de su estúpida rendición fue como una bofetada. Había permitido que la besara, no había hecho nada para evitarlo. Y, lo que era todavía peor, había disfrutado del momento. Tal vez los años de autocontrol y represión habían hecho que fuese tan vulnerable a un acercamiento así; tal vez fuese la solterona que tanto se había temido ser. Se puso tensa al oír un ruido delante de su puerta y su mente hizo una desagradable deducción al oír que llamaban con suavidad. Se quedó inmóvil, no hizo nada, no dijo nada, le ardía el rostro.

      A la mañana siguiente tenía ojeras y estaba pálida. Se levantó temprano para prepararles el desayuno a sus huéspedes. Oyó hablar a Mikhail antes de verlo aparecer y se giró hacia el fuego con nerviosismo.

      Notó una mano en su brazo y se giró. Sus miradas se encontraron al instante.

      –Esperaba

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