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del fundador de la ciudad, Juan Torres de Vera y Aragón, y que en 2013 cumplió cien años. Es un teatro espléndido, completamente restaurado y con una cúpula corrediza, que deja ver el cielo en cada función en esos días sofocantes del verano. Pero, para mi desgracia, en este caso negaron la existencia de fantasmas.

      A los esteros del Iberá, que es otro de los rasgos más salientes de la cuestión identitaria correntina, los conocí por arriba y por abajo. Navegar entre los juncos es algo maravilloso.

      En vuelo, la primera comprobación que hice es que los esteros son inmensos. La segunda es que en pocos lugares uno ve realmente agua. El resto también es agua, pero disfrazada por una vegetación que le da tonos verdes y amarronados a la superficie. O sea: uno cree que está sobrevolando tierra cuando en realidad es una laguna que parece infinita.

      Intento darme una idea de la majestuosidad del lugar: son quince mil kilómetros cuadrados de superficie. Para hacernos una idea, aunque sea lejana, tengamos presente que la Capital Federal tiene doscientos kilómetros cuadrados.

      Los esteros del Iberá −que en guaraní quiere decir “aguas que brillan”− son el segundo humedal más grande del mundo, la mayor reserva de agua dulce del planeta después de Pantanal, en el Brasil.

      El multimillonario y conservacionista norteamericano Douglas Tompkins –resistido con los previsibles argumentos ideológicos de siempre− quiere que los esteros sean un parque nacional y está dispuesto a regalar sus propiedades correntinas. Compró unas ciento cincuenta mil hectáreas de tierra en el Iberá −donde vive gran parte del año desde 2000− y abrió un camino escénico que da toda la vuelta alrededor de la laguna, en su afán por generar pasos desde unos trece pequeños pueblos que podrían, en el futuro, vivir del recurso turístico. Tan multimillonario como humano, tiene bien pensado su plan:

      Nuestro programa es restaurar campos dañados por sobre­pastoreo de hacienda y reintroducir animales como el venado de las pampas, el oso hormiguero, el tapir y el yaguareté. Ya tra-jimos una manada de venados, y tenemos veinte osos hormigueros con sus crías. El yaguareté tomará un tiempo. La meta que me impuse desde hace años es usar las riquezas de mis empresas, comprar tierras de privados con la esperanza de hacer parques nacionales. Así logramos hacerlo en el sur de Chile y en Monte León, provincia de Santa Cruz, en la Argentina. Tal vez parezca raro, tal vez no haya muchas personas haciendo esto, pero es lo que me gusta.

      Ahora, está tratando de reinsertar el yaguareté −extinguido por la caza− en los lugares más remotos del Iberá. Si alguien quiere estar en contacto directo con la mayor cantidad de animales silvestres en la Argentina, ese lugar son los esteros del Iberá. El número y la variedad de pájaros son incalculables, y los venados, los carpinchos, los zorros, los yacarés, por decir los animales terrestres más visibles, han atravesado bastante bien el tiempo del gatillo fácil de los cazadores furtivos. Aho­ra la idea predominante es que hay que mantenerlos vivos e interesar al turismo.

      Pero, todavía, los esteros no están siendo aprovechados turísticamente como lo amerita su importancia. Por lo general los turistas internos ignoran todas las posibilidades de gratificarse en los enormes humedales naturales, y prefieren los sensuales carnavales de febrero.

      Hay en Corrientes muchas otras opciones de interés, como Paso de la Patria, que es un lugar encantador y con buenas playas. Y algunos otros, no lejos de la capital, como el famoso Puente Pexoa, a unos diecisiete kilómetros, sobre el riachuelo Las Palmas. Es un puente viejo, pero responsable de un rasguido doble que inmortalizó don Tránsito Cocomarola en 1953, y que, con unos versos sencillos, cuenta una historia de amor entre un hombre y una mujer:

      

       ¿Te acordás mi chinita / del Puente Pexoa / donde te besé?

       Que extasiada en mis labios / tú me repetías: / No te olvidaré.

      Pasé un día y lo vi. Un puente viejo, de setenta y cinco metros, tenía arcos que lo cruzaban por arriba, pero los sacaron para que pudieran pasar los camiones. Construido totalmente por maderas y barandas, los pilotes se entrecruzan formando vistosas “X” de un lado al otro del río. Las orillas están cubiertas con ceibos, palos blancos y jacarandáes.

      Lo mismo que Cocomarola, el autor de la letra había muerto, pero busqué con dedicación de periodista y encontré a la viuda, o sea, a uno de los dos protagonistas. Vivía en el Gran Buenos Aires. Obviamente, me contó la historia, pero al final se emocionó y comenzó a hacerme preguntas. “Me trae lindos recuerdos escuchar esa canción. Si estoy sola, me pongo a llorar. ¿Estuvo usted en el puente? ¿Vio el río desde arriba? ¿Si he vuelto yo al puente? No, ni me animo a volver. Por los recuerdos, ¿sabe? Era tan lindo todo No sé qué me sucedería. Él me cantaba la canción al oído”.

      No voy a hablar de las religiones populares, que en Corrientes tienen una potencia extraordinaria a partir del Gauchito Gil y San La Muerte, el santo pagano de los tumberos argentinos, pero sí de los mitos, co­mo el del Pombero, suerte de sátiro que persigue doncellas durante las siestas de fuego del verano y es solo uno entre decenas de duendes más o menos bribones que pueblan el imaginario correntino.

      Ahora está de moda decir que “Corrientes tiene payé”. Payé viene a ser como magia y, a la vez, embrujo. Así me lo explicó el historiador Jorge Díaz Colodrero en el amplio patio con aljibe de una casona de Goya:

      Es un hechizo que se materializa en un objeto. Y está la “payesera”, que hace el trabajo, la bruja. La payesera provee el talismán capaz de hacer prodigios. Por ejemplo, la pluma del caburé, que es un ave rapaz que se alimenta de otras aves más pequeñas a las que hipnotiza con su canto. Una pluma de caburé otorga una irresistible actitud de convocar el amor del otro sexo. Al varón que tiene una pluma de caburé le caen en los brazos las mujeres. Y hay payé para la guerra, sobre todo para salir victorioso en el duelo a cuchillos, que era muy común en el ámbito rural.

      Todas esas cosas provienen de la herencia del pueblo guaraní. En la zona rural el guaraní es el idioma coloquial dominante. En las ciudades, todavía se están formando los profesores para transmitirlo.

      Nadie dice que estuviera prohibido, pero era algo así como un idioma “vergonzante”. Idioma de gente baja, que venía de los indios: “Si usted habla guaraní, les advertían a los chicos −cuenta Díaz Colodrero−, no va a hablar bien el castellano”.

      De todo ello me habló en Goya el historiador, que me enfatizó, co­mo señalé antes, que cuando se desató la Guerra de la Triple Alianza la opinión pública estaba muy dividida:

      Había mucha gente que apoyaba a Solano López, y se entiende que fue una especie de guerra civil. Porque los correntinos, por cultura, por idioma, por raza, tenían más familiaridad con los paraguayos que con los porteños. Así que la guerra era cosa de los porteños. Fíjese que cuando Urquiza se pronuncia contra Rosas la única provincia que lo acompaña es Corrientes, y el estado mayor del Ejército Grande estaba integrado por treinta oficiales jóvenes correntinos. Sarmiento, que estuvo como periodista y cronista, porque hacía los boletines de la guerra, dice en uno de sus libros: “El idioma del estado mayor del ejército era el guaraní. Hablaban en castellano por cortesía cuando yo ingresaba”.

      El historiador también atribuye la idea de “República de Corrientes” a su condición mesopotámica, al forzoso aislamiento que causa el abrazo de los ríos Paraná y Uruguay, por la falta de puentes y caminos vinculantes.

      Por eso, muchas cosas de Corrientes se conocieron tarde en Buenos Aires, como el chamamé.

      No podía ser más humilde el origen de la música que, como el tango representa a los porteños o la chacarera a Santiago, identifica claramente a la correntinidad, porque, según Díaz Colodrero:

      El término significa algo que está sin terminar, como improvisado, algo no bien hecho. Según parece, un cantor paraguayo residente en la Argentina redactó los versos de una polca y se la mandó en una esquela a otro músico acá en Corrientes. Con cierta humildad le decía: “Te mando este chamamé para que lo examines y, si te gusta, para que lo toques”. Así

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