Скачать книгу

sesenta bajeles de guerra berberiscos merodeaban sin descanso el canal de la Mancha, esperando la oportunidad de capturar más mercancía para los mercados de esclavos de Argel y Trípoli. Durante la mayor parte del siglo xvii, las familias inglesas e irlandesas que vivían en la costa se enfrentaban a la posibilidad real de terminar sin previo aviso en una cárcel norteafricana. En 1640 el Parlamento creó una comisión para los cautivos en Argel, que estimó en cinco mil los súbditos ingleses esclavizados en el norte de África. Esas cifras daban a entender que las probabilidades de terminar siendo apresado por los piratas berberiscos eran mucho más elevadas para el residente promedio del condado inglés de Devon­shire que el de sufrir un atentado terrorista en cualquier gran ciudad occidental actual.

      Desde el punto de vista británico, esta depredación hizo que a los piratas berberiscos les fuera impuesta, de acuerdo con una venerable tradición jurídica, una de las primeras etiquetas del derecho internacional: hostis humani generis, que en latín significa enemigos de toda la humanidad. Asaltar pueblos costeros para secuestrar familias y vender a todos sus miembros como esclavos era una transgresión que iba más allá de las ofensas habituales de quienes demostraban una conducta criminal. Los piratas berberiscos cometían crímenes contra la humanidad que merecían formas más extremas de castigo. Durante siglos, la clasificación de hostis humani generis estuvo reservada exclusivamente a los piratas –Every y sus hombres recibirían tal distinción dos décadas después de que la Marina Real británica “hiciera a Argel entrar en razón”–, en parte porque estos cometían actos atroces que trascendían la criminalidad convencional, pero también porque la mayor parte de tales actos se perpetraron en aguas internacionales, en las que por razones obvias se desdibujaban las jurisdicciones. Declarar a los piratas “enemigos de toda la humanidad” otorgaba a las autoridades en tierra firme la justificación legal para juzgarlos por aquellos crímenes, aun cuando estos se hubieran cometido al otro lado del mundo. En cualquier caso, en el siglo xx el término jurídico hostis humani generis se extendería a un grupo más amplio de forajidos: criminales de guerra, torturadores y terroristas entraron en una categoría que se hacía cada vez más amplia. Inmediatamente después del 11S, John Yoo, el abogado del Departamento de Justicia invocó la tradición del hostis humani generis para justificar el trato extremo dado a los combatientes enemigos en el marco de la guerra contra el terrorismo. Los fundamentos jurídicos que justificaban los abusos cometidos en las prisiones de Guantánamo y de Abu Ghraib quedaron fijados originalmente para hacer frente a las muy particulares afrentas de los piratas en mar abierto.

      El corso en Reino Unido existió formalmente a partir del reinado de Eduardo I. Los mercantes británicos que habían sido atacados por piratas recibían lo que se conocía como commission of reprisal o carta de represalia –la antecesora de la patente de corso– que les daba derecho a capturar barcos mercantes de otros países. Técnicamente, la figura jurídica quería promover un estricto ten con ten: los corsarios debían abordar solo los barcos que ondeasen la bandera de los piratas y que les habían robado antes. En la práctica, no obstante, los corsarios no se mostraban tan quisquillosos y a menudo se hacían con muchos más tesoros de los que habían perdido.

      Todo lo anterior nos llevaría a pensar que el joven Henry Every tuvo quizá dos modelos de pirata que cotejar cuando zarpó de Plymouth a bordo de un navío de la Marina Real británica. Por un lado, los mortíferos piratas berberiscos, que no conocían la decencia humana y eran enemigos de toda la humanidad; por el otro, la figura deslumbrante de Drake y otros corsarios de éxito: hombres estimados que habían vivido con gran riesgo y habían corrido aventuras que les habían procurado grandes fortunas. Ser pirata significaba, al mismo tiempo, granjearse el desprecio y enfilar un camino emocionante hacia el respeto, e incluso hacia las armas de caballero. Ambos polos coexistieron durante al menos un siglo sin crear demasiadas disonancias cognitivas por una razón: los piratas de Berbería eran (en su mayoría) norteafricanos y atacaban a familias inglesas inocentes, mientras que Drake y sus colegas asaltaban las colonias españolas del Nuevo Mundo. Que lo primero pareciera una monstruosidad y lo segundo algo merecedor de una orden de caballería tenía que ver con el mero hecho de ir con el equipo de casa y barrer para adentro.

      Henry Every no tenía manera de saberlo en esos primeros años de su carrera naval, pero sus acciones terminarían haciendo que esas dos formas de piratería colisionaran entre sí, obligando a los británicos a barajar la posibilidad de que uno de sus celebrados bucaneros fuera un monstruo después de todo.

      * N. de la E.: La identidad del capitán Charles Johnson es desconocida, aunque algunos creen, a partir de la teoría de su alumno John Robert Moore, que se trata de un seudónimo de Daniel Defoe, lo que ha llevado a publicar en ocasiones esta obra bajo su autoría.

      27 Van Broeck, 1980, pp. 3-4.

      28 Konstam, 2008, pp. 553-558.

      29 Johnson, 1999, p. 2.

      30 Burgess, 2009, pp. 21-22.

      31 Ibíd., pp. 27-28.

      v

      Dos tipos de tesoro

      surat

      24 de agosto de 1608

      El galeón mercante Héctor había echado

Скачать книгу