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      —Buenos días —lo saludó, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. No eran marrones, como le habían parecido en un principio, sino verdes—. Soy Dominica.

      Él la miró con una expresión triste y cansada, como si Dios lo estuviese poniendo a prueba continuamente.

      —Ya sé quién eres.

      Su mirada le provocó un extraño, pero agradable, hormigueo.

      —¿Os lo ha dicho Dios? —si Dios le hablaba a ella, seguro que también mantenía largas conversaciones con alguien tan venerable.

      Él frunció el ceño y pareció reprimir una sonrisa.

      —Me lo dijo la priora.

      Dominica se preguntó qué más le habría contado la priora. El perro se retorció en sus brazos y ella le rascó la cabeza.

      —Este es Inocencio.

      La sonrisa apareció finalmente en sus pétreos labios.

      —En honor a nuestro Santo Padre de Aviñón, sin duda.

      Seguro que aquello no se lo había contado la priora.

      —Todos os estamos muy agradecidos por haber rescatado al conde de la muerte —le dijo, sin darle tiempo a preguntarse si el nombre del perro tenía como propósito honrar al Papa o burlarse de él—. ¿Olía mal, como Lázaro?

      —¿Perdón?

      —La Biblia dice que Lázaro olía mal por llevar cuatro días muerto.

      —No creo que hayas oído hablar del mal olor de Lázaro en las homilías del abad.

      —Las hermanas leen las Sagradas Escrituras durante la comida y me dejan escuchar —no quiso decirle que las había leído ella misma, y confío en que no advirtiera su pequeño engaño.

      —No me parece que la historia de Lázaro sea la más recomendable para acompañar la comida… Pero sí, tanto el conde como yo apestábamos al llegar a casa.

      —El conde no llevaba cuatro días muerto cuando lo devolvisteis a la vida.

      Una sombra apagó el brillo de regocijo en los ojos del hombre.

      —Yo no lo devolví a la vida. Simplemente no dejé que muriera.

      A Dominica le pareció una distinción muy sutil desde el punto de vista teológico.

      —Pero tuvisteis fe en el poder de Dios. «El que crea en mí, aunque muera, vivirá».

      —Ten cuidado con lo que crees… la fe puede ser peligrosa.

      Su advertencia le pareció a Dominica tan simple y compleja como las Escrituras y le recordó el final de la historia de Lázaro. Fue después de que los fariseos descubrieran lo que Jesús había hecho cuando decidieron acabar con él.

      —No sé vuestro nombre, sir…

      —Garren.

      —¿Sir Garren de dónde?

      —Sir Garren de ningún sitio y sin nada —hizo una reverencia—. Como corresponde a un humilde peregrino.

      —¿No tenéis casa?

      —Tengo a Roucoud de Readington —respondió mientras acariciaba el cuello de dicho caballo.

      —¿Readington?

      —Un regalo del conde —contestó con el ceño fruncido.

      ¿Por qué fruncía el gesto si aquel caballo era un regalo maravilloso? El conde debía de estimarlo mucho para regalarle un animal tan magnífico.

      —¿Vivís a lomos de un caballo?

      —Era mercenario. Me pagaban por luchar.

      —¿Y ahora?

      —Ahora soy palmero… Me pagan por hacer la peregrinación.

      A Dominica no le sorprendió tener un palmero en el viaje, pero sí que fuera El Salvador.

      —¿Qué malogrado devoto dejó veinte monedas en su testamento para que alguien peregrinara en su lugar?

      —Aún no está muerto.

      Debía de referirse al conde de Readington. El secreto estaba a salvo con ella, si dejaba de hacer preguntas.

      —Disculpadme… No tenéis por qué revelar el propósito de vuestro santo viaje.

      —No soy un hombre santo.

      Pareció irritado. Pero ¿cómo podía negar que había sido tocado por la gracia de Dios? Todo el mundo conocía la increíble historia de aquel hombre que se disponía a peregrinar al santuario de santa Larina. Para el día de san Miguel ya contaría con su propio santuario.

      —Dios os eligió como su instrumento para salvar la vida del conde.

      Él le sostuvo la mirada durante unos segundos largos y silenciosos.

      —Un instrumento puede servir a muchas manos diferentes… Tanto Dios como el Diablo pueden valerse del fuego.

      Dominica sintió un escalofrío.

      Las campanas empezaron a repicar y los peregrinos enfundados en sus capas grises se dirigieron hacia la puerta de la capilla, como si de una bandada de ocas se tratara. Dominica dejó a Inocencio en el suelo y el perro volvió corriendo con la hermana Marian. Dominica intentó seguirlo, pero las piernas se negaban a responderle.

      —Por favor… —le susurró al hombre—. Dadme vuestra bendición.

      Él se protegió con su capa gris como si fuera una cota de malla.

      —Que te la dé el abad, como al resto de peregrinos.

      —Pero vos sois El Sal… —se mordió la lengua—. Vos sois especial.

      Los ojos del hombre destellaron amenazadoramente.

      —Te he dicho que no soy un hombre santo. No puedo darte ninguna bendición divina.

      —Por favor… —lo agarró de sus grandes manos con dedos temblorosos, se arrodilló ante él y se llevó los nudillos a los labios.

      Él se soltó con un tirón, pero Dominica volvió a agarrarlo y se colocó las manos sobre la cabeza, apretándolas con fuerza en un desesperado intento por mantenerlas allí.

      Sintió su endurecida palma. Entonces, muy despacio, la mano se deslizó por la curva del cráneo y la nuca y sus dedos le abrasaron la piel como un hierro candente. El pecho se le contrajo de tal manera que le costó respirar, y el olor a animales y al polvo del patio se mezcló con una nueva fragancia, embriagadora y envolvente, que emanaba de su alta y recia figura.

      La campana de la iglesia calló, pero el silencio no trajo la sensación de paz esperada. El corazón de Dominica retumbaba frenéticamente en sus oídos, como si se le hubieran desequilibrado los cuatro humores corporales.

      Él se apartó e hizo un gesto con la mano que podría interpretarse como una bendición o una muestra de rechazo y disgusto.

      —Gracias, sir Garren de Aquí y Ahora —susurró ella, y echó a correr hacia la hermana Marian e Inocencio sin atreverse a mirar atrás.

      Temía haberse delatado con aquellas manos redentoras.

      A Garren le ardían las manos como si hubieran estado en contacto directo con el fuego.

      Aquella joven pensaba que era un santo…

      No pudo menos de reírse por la situación. Su cuerpo había respondido como el de cualquier hombre, pero la capa de peregrino ocultaba su reacción física, junto a sus muchos otros pecados.

      El encargo sería demasiado fácil y gratificante, pero la idea de aprovecharse de ese celo ferviente que ardía en sus ojos no le resultaba tan satisfactorio. La chica estaba convencida de que era un hombre tocado por la mano de Dios, y su decepción

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