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tenía los ojos del mismísimo diablo. Tal vez fuera ese el destino que Dios le tenía reservado. Y en cuanto al mercenario, sabría luchar por su alma él solo.

      —No os prometo nada —dijo en tono prudencial—. Lo único que puedo hacer es allanar el camino —y rezar por la misericordia divina, añadió para sí.

      —Yo tampoco prometo nada —respondió él—. Allanad bien el camino.

      Garren había renunciado a Dios como una causa perdida, pero aun así se quedó horrorizado cuando una monja le pidió que violase a una muchacha virgen.

      —Su nombre es Dominica —le dijo la priora en su austera alcoba—. ¿La conoces?

      Él se había quedado sin habla y se limitó a negar con la cabeza.

      —Acércate y obsérvala por ti mismo —le indicó la ventana con vistas al jardín.

      La chica estaba arrodillada en el suelo, de espaldas a Garren, con una trenza cayéndole sobre la espalda como un chorro de miel y tatareando una cancioncilla sobre las plantas con una voz tan suave y relajante como el lejano zumbido de una abeja.

      El corazón le empezó a latir con fuerza al apreciar sus apetitosas curvas. Poseerla en contra de su voluntad sería lo más fácil del mundo, pero la sola idea le despertó una indignación que creía olvidada.

      —No pienso forzarla —declaró. Había visto demasiadas violaciones en Francia, cometidas por los mismos caballeros que habían jurado defender el honor de las mujeres inocentes. El recuerdo le revolvía el estómago. Antes de comportarse como una bestia en celo preferiría morir de hambre.

      —Emplea pues los métodos que quieras —dijo la priora—. Pero asegúrate de que no vuelve de su viaje con la virginidad intacta.

      Garren volvió a mirar a la chica, que seguía arrancando hierbajos. Él no era ningún caballero, pero conocía a las mujeres y sabía que todas ellas tenían un punto especialmente sensible. ¿Cuál sería el de aquella chica? ¿Sus orejas perfectas? ¿La curva del cuello?

      La joven se levantó, se dio la vuelta y le sonrió a Garren. Los ojos más azules que había visto en su vida le atravesaron su alma atormentada como si mirasen a través de un cristal, y por unos instantes sintió más temor del que jamás había sentido antes de una batalla con los franceses.

      Se sacudió la extraña sensación de encima. Aquella joven no era tan extraordinaria. Alta. Pechos redondeados. Pecosa. Frente ancha y despejada. Labios carnosos, el superior recto y el inferior sensualmente curvado. Y un aura mística como si no perteneciera al mundo de los vivos.

      La chica se giró y se arrodilló para escardar la siguiente hilera.

      —¿Por qué? —muchas veces le había preguntado lo mismo a Dios, y nunca había obtenido respuesta.

      La priora, ancha de pechos y caderas, no pareció captar el sentido teológico de la pregunta. Se apartó de la ventana, lejos de la feliz cancioncilla que se elevaba desde el jardín. El crucifijo que llevaba colgado al cuello resonó como una espada.

      —Crees que soy cruel.

      —He estado en la guerra, madre Juliana. La crueldad del hombre no es peor que la de Dios —de repente lo asaltó una idea… Un revolcón con una doncella supondría tener que casarse ineludiblemente con ella—. Si es un marido lo que necesitáis, me temo que no puedo mantener a una esposa.

      Ni siquiera podía mantener a sí mismo.

      —No tendrás que casarte con ella.

      Garren se fijó en un remiendo de su hábito descolorido y se preguntó si la priora tendría el dinero que le había prometido.

      —Ni pagar una multa.

      —Si tuvieras dinero, no te molestarías siquiera en considerar mi oferta. No, tampoco tendrás que pagar una multa. Dios tiene otros planes.

      Dios otra vez… siempre la misma excusa para todos los males del mundo. Eran hipócritas como aquella priora los que le habían hecho alejarse de la iglesia.

      —Entiendo que no os preocupéis por mi alma inmortal, pero ¿y la de ella? ¿Qué le pasará después?

      Los ojos de la priora lo examinaron atentamente, como si intentara decidir si era digno de una respuesta.

      —Su vida seguirá como hasta ahora.

      Garren albergaba serias dudas al respecto, pero con el dinero que le estaba ofreciendo podría hacer la peregrinación que le había prometido a William y aún le sobraría bastante. El conde estaba a un paso de la muerte y Garren no tenía muchos motivos para ser optimista cuando el poder pasara a manos de su hermano Richard. Inglaterra y Francia estaban en paz, por lo que no quedarían muchas oportunidades para un soldado que solo contaba con su caballo y su armadura.

      Pero con el dinero que recibiría, más lo que había conseguido en Francia, podría comprarse un poco de tierra en algún rincón perdido del país, donde Dios y él podrían ignorarse mutuamente.

      —¿Podéis pagarme ahora?

      —Soy priora, no idiota. Tendrás el dinero a tu regreso. Y solo si tienes éxito en tu misión. ¿Estás dispuesto a ello?

      El alegre canturreo de la chica seguía zumbándole en los oídos. ¿Qué importancia tenía un pecado más ante un dios que solo castigaba a los justos?

      Y tampoco pasaría nada si la iglesia perdía a aquella novicia en particular. Ya se había quedado con muchas.

      Asintió.

      —La hermana Marian también hará el viaje, pero ella no sabe nada de esto. Quiere que la chica realice la peregrinación y vuelva a la orden.

      —Y vos no.

      La priora se santiguó, y un ligero estremecimiento sacudió el borde de su túnica.

      —Es una expósita con los ojos del diablo. Dios puede devolverla al redil… —su sonrisa no tenía nada de piadosa—. Y tú serás su instrumento.

      Dos

      —Mira, ahí está… El Salvador —la hermana Marian le susurró al oído para que nadie más oyera el blasfemo apelativo con que se conocía al hombre que, al igual que el verdadero Salvador, había rescatado a un hombre de entre los muertos.

      —¿Dónde? ¿Quién? —preguntó Dominica en voz alta.

      Todo el mundo se había congregado en el patio del castillo Readington para asistir a la partida de los peregrinos. Los rebuznos, relinchos y ladridos ensordecían los sensibles oídos de Dominica, acostumbrados al silencio monacal. A los pies de Marian, Inocencio ladraba ferozmente a cualquier criatura con cuatro patas.

      —Ahí. Junto al caballo zaino.

      Dominica ahogó un gemido. Era el mismo hombre que había visto en la ventana de la priora.

      Por su aspecto no parecía ningún santo. Ancho de hombros, cabello castaño oscuro y ligeramente rizado, barba incipiente, piel curtida por una vida terrenal más que contemplativa…

      Volvió a encontrarse con su mirada y, al igual que ocurrió la vez anterior, sintió que algo la llamaba en su interior. Sin duda debía de ser la santidad de aquel hombre.

      Inocencio soltó un fuerte ladrido y se lanzó tras un gato anaranjado.

      —Voy a por él —exclamó Dominica antes de que Marian pudiera decir nada. Iba a ser muy difícil proteger a Inocencio de las tentaciones que acechaban en el mundo profano.

      Los pies se le enredaron en las faldas, de modo que se las levantó para correr velozmente por el patio. El aire fresco se arremolinaba entre sus piernas mientras evitaba carros, burros y personas, hasta que finalmente atrapó a Inocencio junto a las patas de un caballo.

      Un caballo grande y zaino… con un

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