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href="#u88b60b77-b910-5906-acf2-49a0674917e5">Dieciocho

       Diecinueve

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El truhan y la doncella

      Uno

      Castillo Readington, Inglaterra, junio de 1357

      —Dios me ha devuelto a la vida, Garren —dijo William—. Y tú has sido su instrumento.

      Garren miró a su agonizante y macilento amigo postrado en el lecho y sofocó un bufido de burla. Dios no había movido un dedo para salvar a William, conde de Readington, cuando yacía entre los cuerpos sin vida en el campo de batalla de Poitiers.

      Al observar el reflejo de la vela sobre el pálido rostro de William, pensó si no habría sido mejor dejarlo morir en tierra francesa. Pero esa opción era impensable. Él lo daría todo por William.

      —Tú fuiste el único… —siguió hablando William—. Los otros me abandonaron al darme por muerto.

      O quizá lo dejaron para llevarse en su lugar a cuantos prisioneros franceses pudieran y pedir un rescate. William había sobrevivido y regresado con las tropas victoriosas a Inglaterra, pero tan solo un hálito de vida lo separaba de la muerte. Si aún no había exhalado su último suspiro era gracias al agua, las gachas y la carne premasticada que Garren le obligaba a tragar.

      —Soy demasiado cabezota para abandonarte.

      —Más que eso —cada palabra le costaba un gran esfuerzo a William—. Me llevaste a cuestas…

      —A ti y a tu pesada armadura —Garren sonrió con los labios apretados y golpeó amistosamente a William en el hombro.

      La familia Readington se había alegrado más por el regreso de la armadura que por quien la portaba. Mientras los demás caballeros ingleses volvían a casa con el botín, Garren solo volvió con William y dejó atrás la riqueza que prometía la campaña francesa.

      El sacrificio mereció la pena mientras William parecía recuperar las fuerzas, hasta que las arcadas comenzaron a las pocas semanas de estar en su hogar. Había días en los que su estado mejoraba sensiblemente, pero al final acabó agonizando en su lecho de muerte, rodeado por una cortina de terciopelo rojo, en lo alto de un torreón que dominaba esa campiña húmeda y fértil por la que jamás volvería a cabalgar. Las manos se le habían convertido en unas pinzas inútiles y sus ojos estaban cada vez más vidriosos y apagados. Los criados no podían hacer gran cosa, salvo seguir cambiándole las sábanas como muestra de decoro y respeto.

      Al menos moriría dignamente en su cama.

      —Hay… algo más… que debo pedirte… —sus fríos dedos agarraron la mano de Garren con la fuerza de la muerte.

      «Te di la vida, ¿qué más puedo hacer?», pensó Garren. Aunque al mirar el cuerpo demacrado y extenuado de William, quien con apenas treinta años sería incapaz de volver a levantarse de la cama, no le pareció que la vida que le había dado fuese el mejor regalo posible.

      —Quiero que… hagas la peregrinación al santuario de santa Larina en mi lugar.

      La peregrinación. Una especie de pago por adelantado a Dios por una promesa que jamás cumpliría. Un viaje a una tumba que albergaba los huesos de una mujer y las plumas de un ángel.

      —William, si Dios aún no te ha curado, no creo que Larina lo haga.

      —Te pagaré.

      Garren apartó la mano. Había renunciado a todo por William, y lo había hecho con gusto. Lo único que le quedaba era su orgullo.

      —Muchos estarían encantados de hacerlo por ti.

      El rostro de William se cubrió de arrugas en una mueca de dolor. Con el brazo izquierdo se abrazó el estómago en un inútil intento de contener las arcadas.

      —No… confío… en nadie más.

      Garren murmuró una respuesta evasiva y agarró la huesuda mano de William. Habían recorrido juntos un largo camino desde que William lo tomara bajo su cuidado. Garren tenía entonces diecisiete años, despreciado por todos y demasiado mayor para hacerse escudero. Todo lo que era se lo debía a aquel hombre moribundo.

      William le apretó el brazo y se incorporó a medidas con gran esfuerzo. Solo era cinco años mayor que Garren, pero parecía un anciano decrépito y consumido. Miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y sacó un pequeño pergamino enrollado de debajo de la almohada. Era muy pequeño, apenas mayor que su mano, precariamente sellado con el escudo de armas de los Readington.

      —Para el monje que custodia el santuario…

      Garren aceptó el mensaje de los temblorosos dedos de William y se preguntó cómo había podido manejar una pluma para escribirlo.

      —El sello no puede romperse —añadió William con una voz tan trémula como sus manos.

      Garren sonrió en silencio. Nunca había aprendido a leer muy bien, ni siquiera cuando estuvo recluido en el monasterio.

      William le sacudió el brazo, exigiéndole una respuesta.

      —Por favor… No se lo puedo pedir a nadie más…

      Garren miró a su amigo a los ojos, que tantas cosas habían visto junto con él, y carraspeó mientras asentía con la cabeza.

      —Pero no quiero tu dinero —aquel viaje debería ser un regalo.

      William negó con la cabeza, desparramando sus rubios y ralos cabellos sobre la sábana. Sabía que el dinero de Garren apenas le alcanzaría para su próxima batalla. Una débil sonrisa curvó sus pálidos labios.

      —Tómalo y cómprame una pluma de acero.

      La pluma de acero era la insignia con la que el peregrino atestiguaba su viaje. Un símbolo para hacer alarde de su fe.

      —Te traeré algo mejor —le dijo Garren—. Si no puedes ir tú hasta el santuario, te traeré el santuario. Tendrás la pluma de verdad.

      La idea de profanar un lugar sagrado para consolar a un devoto moribundo le pareció muy apropiada. Al menos William podría ver y tocar una pluma de verdad, no las falsas reliquias que vendía la iglesia.

      El lívido rostro de William palideció aún más.

      —Sacrilegio…

      Un escalofrío recorrió la espalda de Garren. Sin duda se exponía al castigo divino si se atrevía a robar una reliquia y profanar un santuario, pero la idea casi le hizo reír. Ya había visto lo que podía hacer Dios en su infinita bondad, y dudaba que su ira pudiera ser peor.

      —No te preocupes. Nadie echará en falta una pluma pequeñita.

      William sacudió débilmente la cabeza y cerró los ojos para sumirse en un sueño más próximo a la muerte que a la vida.

      Alguien entró sin llamar en el aposento y la aguda voz de Richard rechinó en los oídos de Garren. El hermano menor de William no haría la peregrinación por nada del mundo, ni por amor fraternal, ni por dinero.

      —¿Aún respira?

      —Pareces impaciente porque deje de hacerlo.

      —Ya está más muerto que vivo, ¿no?

      —Tal vez, pero mientras le quede un soplo de vida seguirá siendo el conde de Readington —Richard solo tenía que esperar un poco más para convertirse en conde.

      —¿Qué es eso? —le preguntó Richard al ver el pergamino. Hizo ademán de agarrarlo, pero Garren se lo guardó rápidamente

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