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vez nos sentimos más alejados de casa.

      Este es nuestro punto de partida: justo en la cruda fisura en la que estamos perdidos, en lo más hondo de nuestro vehemente deseo de encontrar nuestro sitio en la familia de las cosas. Antes de preguntarnos cómo vamos a curarnos de nuestro distanciamiento, hemos de profundizar en la propia herida y ­convertirnos en sus aprendices. Hemos de reflexionar sobre qué es lo que nos ha estado faltando. ¿Qué se nos está negando? Solo cuando somos capaces de doblegarnos a ese anhelo sacro podemos vislumbrar la majestuosidad que estamos destinados a alcanzar.

      Los seres humanos tenemos una tendencia natural a adorar a ese «algo más grande» que nos une, pero, en la actualidad, vivimos en una especie de callejón sin salida, donde nuestros dones solo nos sirven a nosotros mismos. Los occidentales, a diferencia de muchas culturas chamánicas que practican la interpretación de los sueños, los rituales y el agradecimiento, hemos olvidado algo que los indígenas consideran primordial: que este mundo debe su existencia a lo invisible. Toda cacería y cosecha, muerte y nacimiento, se caracterizan por la creación de belleza y las ceremonias a aquello que no podemos ver, por alimentar a aquello que nos alimenta. Creo que nuestra alienación se debe a nuestra negligencia en sentir esa reciprocidad.

      Aunque todas las culturas tienen su propia mitología, la visión animista del mundo se basa en saber que el espíritu está presente en todas las cosas. No solo en los seres humanos, sino en los seres con cuatro patas, en los grandes árboles, en las aves que podemos ver a lo lejos, en el silencioso y fuerte acantilado, en esas durmientes montañas soñadoras y en el pueblo río que siempre está dispuesto a conversar. A veces, hasta podemos percibirlo en la forma curva de una taza de cerámica.

      Mientras las culturas animistas viven en la reciprocidad con lo que Martín Prechtel, autor y chamán maya, denomina lo «sagrado en la naturaleza», la nuestra se ha obsesionado con lo literal y lo racional. Divorciados del mito y de la vida simbólica, nuestras historias personales han dejado de tener sentido en el impulso colectivo global. En esta división también se está atrofiando nuestra capacidad para imaginar, asombrarnos y visualizar un camino para seguir adelante.

      Pero todos tenemos nuestro propio camino para regresar a nuestro parentesco con el misterio: a través de nuestra vida onírica. La interpretación de los sueños es una forma poderosa de volver a tejer una relación íntima con lo que los sufíes llaman el Amado: la cohesión divina, lo sagrado en la naturaleza, de lo cual se originan todos los seres. Eso que nosotros recordamos también nos recuerda a nosotros. Nuestra conversación, como los puentes vivos entre las dos orillas, es la práctica de nuestra copertenencia. En este libro compartiré sueños, algunos míos y otros de las personas que amablemente me han dado permiso para hacerlo, que ilustran a la perfección las diferentes puertas en el camino hacia la pertenencia.

      A mi entender, soñar es la naturaleza naturalizándose a través de nosotros. Igual que un árbol da frutos o una planta se manifiesta a través de las flores, los sueños son nuestros frutos. Generar símbolos e historias es una necesidad biológica. No podemos sobrevivir sin sueños. Y aunque podamos vivir sin recordarlos, una vida que se guía y se deja moldear por los sueños es una vida que sigue el conocimiento innato de la propia tierra. A la par que aprendemos a seguir los instintos de nuestra selva interior, respetando sus acuerdos y desacuerdos, también desarrollamos nuestra capacidad para la sutileza. Esta sensibilidad es lo que nos hace más permeables y políglotas, y nos acerca a conversar en los múltiples idiomas del mundo que nos rodea.

      La sensibilidad es el privilegio y la responsabilidad de recordar. Tal como escribió Oscar Wilde: «Un soñador es aquel que solo puede encontrar su camino a la luz de la luna, y su castigo es que ve el amanecer antes que el resto del mundo». Cuando entendemos la simetría entre el paisaje exterior y nuestro mundo salvaje interior, no podemos más que lamentar la forma en que nuestra propia naturaleza ha sido alterada, denigrada, sometida y, en muchas ocasiones, hasta erradicada de nuestra memoria. Empezamos a afrontar las formas en que hemos sido cómplices de este lento apocalipsis, interno y externo. Solo cuando nos encontramos en ese lugar de pérdida y anhelo podemos empezar a recordar nuestro hogar.

      Este libro es un intento de exaltar lo que a mi entender es la definición más amplia de trabajo de los sueños: la práctica de entrelazar un puente vivo entre lo visible y lo invisible, empresa que solo se puede lograr con paciencia, aptitud para el duelo y voluntad para asumir la responsabilidad sobre los resultados, aunque no vivamos lo suficiente para ver los beneficios. Esta es la práctica de la pertenencia.

      Espero que a través de mis escritos pueda ahorrarte, aguerrido viajero, algunas de las confusiones de este camino iniciático. Te introduciré, tal como me introdujeron a mí, en las diferentes facetas de la pertenencia y te explicaré cómo hemos llegado a alejarnos de ellas. Veremos las influencias que pueden convertirnos en versiones reducidas de nosotros mismos, que es como se nos induce a establecernos en la «falsa pertenencia». Veremos el arquetipo del marginado y descenderemos a las dimensiones del exilio, un viaje agotador y doloroso, pero necesario, hacia la verdadera pertenencia. Allí, nos encontraremos con la otredad interior que quiere pertenecernos. Esta es la gran labor que a mí me gusta llamar «reintegración por recuerdo». La mayoría de nosotros pensamos en la pertenencia como un lugar mítico, que es posible que acabemos encontrando, si somos diligentes en nuestra búsqueda. Pero ¿y si la pertenencia no es un lugar, sino una habilidad: un conjunto de destrezas que hemos perdido u olvidado en nuestra vida moderna? Al igual que con los puentes vivos, estas habilidades son las formas en que podemos orientar, entrelazar y cuidar de las raíces de nuestra separación, y con ello, restauraremos nuestra membresía a la pertenencia.

      Dos

      El origen del

       distanciamiento

      Como les ha sucedido a muchas otras personas, mi búsqueda de la pertenencia tenía su origen en la alienación. Recuerdo una escena recurrente que se producía cuando estábamos sentados a la mesa, me decían algo que me hería, y yo subía corriendo a mi habitación a llorar, deseando desesperadamente que mi madre subiera a consolarme y volviera a permitirme pertenecer. Pero nunca lo hizo. Por el contrario, era yo la que bajaba a hurtadillas por la escalera que estaba junto a la cocina, y me ponía a escuchar lo que decía mi familia cuando yo no estaba delante, mientras mi estómago se quejaba de hambre.

      Y aunque todos tenemos nuestra propia versión de esperar en la escalera, en el fondo, esto es lo que se siente cuando te excluyen. Es la atroz convicción de que nadie te necesita. De que la vida no te considera necesario. Cuando nadie te hace una invitación, supone la confirmación de tu peor temor y te adentra más en la región del exilio, incluso te acerca a la fría llamada de la muerte.

      En un sentido simbólico, he pasado muchos años de mi vida en esa escalera de espera: sedienta de amor, muriéndome por que alguien notara mi ausencia, deseando que alguien me volviera a invitar a formar parte, me devolviera mi sentido de pertenencia. Y cuando abandonar la mesa ya no era suficiente para conseguir la atención de mi familia, empecé a huir a sitios cada vez más alejados y durante más tiempo, hasta que al final, llegó la huida definitiva.

      A los nueve años, descubrí una casa maldita

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