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de la naturaleza. Tu vida ha sido moldeada por las condiciones de cada estación y la tendencia sagrada invisible.

      Sin embargo, puede que sientas, como nos pasa a muchos, el sufrimiento de vivir en la orfandad de pertenencia.

      Podemos convertirnos en huérfanos de muchas formas. Directamente, por un padre o una madre que no han sido capaces de cuidar de nosotros, o indirectamente, por aquellos que no quisieron entender nuestros dones, por el sistema que te exige lealtad, pero comercia con tu singularidad, o por la historia que, mediante la intolerancia y la guerra, nos ha convertido en refugiados.

      Pero también nos quedamos en huérfanos cuando una cultura, encarnando ciertos valores y negando otros, nos fuerza a separarnos de las partes de nosotros mismos que ella rechaza. Quizás esto sea el peor acto de orfandad, porque es un abandono del que somos cómplices.

      Con este pequeño rasguño, sin tan siquiera ser conscientes de todo lo que se nos ha perdido, hemos de emprender nuestro viaje. Empezaremos por la ausencia –un anhelo de algo que tal vez nunca se calme– y nos adentraremos en las entrañas del exilio, para averiguar qué podemos hacer con la nada, si es que se puede hacer algo. Para convertirnos en huérfanos de la vida huérfana.

      A pesar de todas sus implicaciones, rara vez se habla abiertamente de la pertenencia. Al igual que sucede con el duelo, la muerte y la inadaptación, se nos induce a creer que el sentimiento de no pertenencia es vergonzoso y que hemos de ocultarlo. Lo más irónico es que nuestra sociedad moderna padece una epidemia de alienación; sin embargo, muchos nos sentimos solos en nuestro desarraigo, como si todo el mundo estuviera dentro de algo a lo que solo nosotros somos ajenos. Y el silencio sobre nuestra experiencia de distanciamiento es, en gran parte, la causa de su continuidad.

      Vivimos en una era de fragmentación, en que el racismo, el sexismo, la xenofobia y otras formas sistémicas de «otredad» van en aumento. Nunca antes habíamos experimentado semejantes migraciones sísmicas de seres humanos a través de nuestras fronteras, como sucede hoy en día. Las dificultades de asentamiento e integración son inmensas y complejas, incluso al cabo de varias generaciones. Actualmente, nos encontramos en un punto crítico, divididos por fisuras políticas, sociales, raciales y de género. Tácitamente, la pertenencia es la principal conversación de nuestro tiempo.

      No cabe duda de que el anhelo de pertenencia, una de las motivaciones que más me han influido en mi vida, me estaba moldeando de formas de las que ni siquiera era consciente, hasta que, al final, me agarró del pelo y me arrastró hacia el fondo de sus aterradores abismos. Este libro es un diario de viaje de mi largo proceso de años de iniciación y de las puertas aparentemente interminables que crucé, en cada una de las cuales tuve que renunciar a algo muy valioso para mí. Y por eso, no te escribo como experta en pertenencia, sino como una huérfana que necesitaba descubrir que todavía tenía más que perder, antes de poder ser encontrada.

      Existen muchos tipos de pertenencia. Normalmente, lo primero que se nos ocurre es la pertenencia a una comunidad o a una zona geográfica. Pero para muchos de nosotros, el anhelo de pertenencia empieza en nuestra familia. Luego viene el anhelo de sentir la mutua pertenencia en el santuario de una relación, y la pertenencia que deseamos sentir cuando tenemos un propósito o una vocación. También está el anhelo espiritual de pertenecer a un conjunto de tradiciones, de conocer el conocimiento ancestral y participar de él. Y, aunque no seamos conscientes de cómo nos influye su separación, nos morimos por estar bien en nuestro propio cuerpo.

      En el nordeste de la India, en la cima del conjunto montañoso de Meghalaya, las lluvias monzónicas estivales son tan fuertes que el caudal de los ríos que atraviesan sus valles aumenta extraordinariamente, se vuelven impredecibles y es imposible cruzarlos. Hace siglos los habitantes de las aldeas dieron con una ingeniosa solución. Plantaron higueras estranguladoras en las orillas y empezaron a orientar sus intricadas raíces para que estas consiguieran cruzar al otro lado y enraizarse.

      Si vemos los puentes vivos como una metáfora del trabajo de pertenencia, podemos imaginarnos que estamos varados en una orilla del peligroso río, anhelando ser conectados con algo más grande que está fuera de nuestro alcance. Tanto si se trata del deseo de encontrar nuestro verdadero lugar como de encontrar a nuestra gente, o una relación que dé sentido a nuestra vida, el anhelo de pertenencia es la motivación silenciosa que se esconde tras muchas de nuestras otras ambiciones.

      En todos los años que llevo trabajando con los sueños, he descubierto que el anhelo de pertenencia es la causa de muchas búsquedas personales. Es el anhelo de ser reconocidos por nuestras facultades, de ser aceptados en el amor y en la familia, de sentir que tenemos un propósito y somos necesarios para una comunidad. Pero también es el anhelo de abrirnos a la dimensión sagrada de nuestra vida, de saber que estamos al servicio de algo noble, de vivir la magia y el asombro.

      Sin embargo, la alienación, la hermana oscura de la pertenencia, es tan ubicua que podríamos considerarla una epidemia. Gracias a la tecnología estamos más interconectados que nunca; no obstante, jamás nos habíamos sentido tan solos y distanciados. Somos las generaciones que no han recibido la herencia del ­conocimiento que nos devolvería a la pertenencia. Pero lo peor es que, en nuestro estado de amnesia, muchas veces no somos conscientes de qué es lo que nos falta.

      Cada vez más, nuestras interacciones con los demás son suplantadas por máquinas. Tanto si es a través de la comunicación digital como de contestadores automáticos de atención al cliente o de máquinas dispensadoras, que nos ofrecen servicios que antes eran realizados por personas, nos estamos convirtiendo en esclavos de la era mecánica. De acuerdo con los intereses de las compañías, somos reducidos a meros consumidores, convertidos en un engranaje de la propia maquinaria con la que estamos comprometidos. Esta entidad más grande, que a menudo está oculta, es una parte sustancial de lo que contribuye a que nos sintamos deshumanizados, y nos hace sentir que somos prescindibles. No amamos a la máquina, ni esta nos ama a nosotros.

      Intentamos seguir adelante con nuestra pequeña aportación a la coreografía mecánica de las cosas, pero nos invade la sensación de falta de sentido. Inconscientemente, sentimos que hay algo más grande a lo que deseamos pertenecer. Y aunque no seamos capaces de decir qué es, percibimos que otros pertenecen a ese algo más grande, mientras nosotros miramos desde fuera.

      Deseamos desesperadamente que se note nuestra ausencia del círculo de la pertenencia. Este sentimiento nos envenena desde dentro. Aunque intentemos permanecer ocupados, rara vez conseguimos aplacar la soledad interna subyacente. Al primer soplo de silencio, se produce una erupción de alienación de tal magnitud que amenaza con engullirnos por completo. No importa cuánto acumulemos ni lo importantes que sean nuestros logros, la punzada de la no pertenencia sigue perforándonos desde dentro.

      Y así, consideramos nuestra vida como un proyecto de mejora, un intento de ser útiles, admirados, inmunes e inteligentes. Nos esforzamos por erradicar cualquier aspecto que resulte inaceptable, que pudiera poner en peligro nuestra integración. Pero a medida que este «autodesarrollo» invade nuestro territorio salvaje interior, nuestros sueños y nuestra conexión

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