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me había dado un varón, y con el color de mis ojos, tal como había pedido. Pero mi corazón de madre no dejaba de clamar por la vida de mi pequeño, deseando que todo evolucionara satisfactoriamente.

      Terapia Intensiva

      Entre tanto, mis padres y suegros, junto a mi esposo, se hallaban en terapia intensiva junto a José Antonio. Los médicos se reunieron con ellos para poder informarles el estado del niño.

      El neonatólogo, quien era gran amigo de mis padres, les mostró el cordón umbilical de José Antonio. Anatómicamente, un cordón normal tendría dos arterias y una vena, pero el de mi bebé tenía una arteria y una vena. Esto se traduciría en la posibilidad de problemas de malformación cromosómica, defectos renales, defectos en la anatomía del corazón, y otros problemas. Un cuadro nada alentador.

      El médico también les mostró que mi hijo había nacido con una malformación en su pabellón auricular izquierdo, el cual no se había desarrollado de forma completa, y no se sabía con exactitud cómo se encontraba su oído. Esto también podía indicar algún problema de tipo renal. Aunque pareciese increíble de creer, esta mal formación no fue visualizada en los ecosonogramas de control, por ninguno de los especialistas que me atendió.

      José Antonio había nacido sin reflejo de succión, por lo que no podría alimentarse por sus propios medios. Por ello, se le colocó una sonda orogástrica que viajaba directamente al estómago para alimentarlo. Algo que también había llamado la atención de los médicos era una parálisis facial. Su respuesta al dolor y movilidad eran escasos, y por su inmadurez pulmonar presentaba un trastorno respiratorio que culminó en neumonía. Sin embargo, no hubo necesidad de intubarlo para ayudarlo a respirar, sólo se le colocó una mascarilla de oxígeno.

      Mi esposo estaba en una encrucijada de sentimientos. Por un lado, la alegría de tener a su hijo, pero al mismo tiempo, la gran incertidumbre sobre su condición. Como padre, aún no procesaba todo lo que los médicos le habían comunicado. Sólo esperaba que su pequeño saliera pronto de todos esos cables y monitores a los cuales estaba conectado. Se veía tan pequeñito, tan indefenso en esa incubadora.

      Al ser trasladada a mi habitación vi la presencia de mis familiares y amigos cercanos. Me sentía muy adolorida. En mi abdomen tenía cuatro curas que correspondían a mis heridas. Una de ellas era la de la cesárea a nivel pélvico, otra herida estaba a nivel umbilical, la tercera en la parte superior de mi estómago y finalmente, otra en el lado derecho de mi abdomen, donde tenía una sonda que drenaría los líquidos que se resumen por la intervención. Esta sonda era sumamente dolorosa; si hacía un mal movimiento, sentía un dolor punzante, agudo. A esto se aunaba una serie de medicamentos suministrados por vía endovenosa, además de antibióticos, calmantes, etc.

      Sin lugar a dudas, estos momentos formaban parte de una de las pruebas más difíciles que hayamos pasado como familia. Jamás me había sentido tan cercana a la muerte como en esta circunstancia.

      Preguntas sin Respuestas

      Mientras tanto, muchas interrogantes pasaban por nuestras mentes: “¿Qué está sucediendo?”, “¿Cómo pudo ser posible que en ninguno de los exámenes y ultrasonidos se viera que el bebé tuviese una arteria única?”, “Todas las ecografías mostraban el desarrollo de un niño regular, ¿Por qué ninguno de los médicos tratantes pudo ver que había una malformación en su pabellón auricular izquierdo?” Estas y otras interrogantes gravitaban por nuestras mentes; nos preguntábamos una y otra vez, en qué habíamos fallado, el porqué de tantos diagnósticos negativos. Muchas de estas preguntas quedaron sin respuesta por mucho tiempo. Esto era sólo el comienzo de aquella decisión que habíamos tomado mi esposo y yo, cuando aceptamos que todo era un milagro.

      Quedaban aún por responder dos grandes enigmas para nosotros como padres: “¿Qué podemos hacer ahora por nuestro hijo?” y “¿Cómo solucionar todo esto?”

      Mi esposo visitaba diariamente al bebé en terapia intensiva. Su pequeño príncipe yacía en una incubadora y las enfermeras lo colocaban en sus brazos para que lo cargara y acariciara. Mientras estaba en su incubadora, mi esposo le hablaba, le leía cuentos, compartía momentos que, aunque difíciles, eran preciados.

      A pesar de estar en un ambiente hostil y frío, lleno de ruidos de los monitores de las incubadoras, mi esposo trataba de ser el mejor padre y apoyo para su pequeñito. Como área de cuidados intensivos, las normas son bastantes estrictas en cuanto al ingreso, la higiene necesaria, y la vestimenta especial en dicha área. Sin embargo, esta sala era lo más cálido que tenía papá para encontrarse con su bebé; donde el colecho los haría una sola persona.

      José Antonio comenzó a complicarse con una neumonía, y estuvo bajo tratamientos para controlar la infección. Posteriormente, presentó una infección urinaria. Estas infecciones se debían a mi infección e inflamación de vesícula al momento de su nacimiento. Al momento de salir de mi vientre, aspiró el líquido amniótico y las complicaciones siguieron.

      Al tercer día de mi hospitalización mi estado era muy delicado. Mi recuperación era lenta y mi movilidad casi nula. Finalmente, me llevarían a conocer a mi hijo. Una vez que fui preparada para entrar en el área de terapia, fui trasladada en una silla de ruedas hasta su incubadora. No podía pararme a alcanzarlo. Allí estaba mi pequeño de 43 cm. al nacer y un peso de 2 kg 340 gramos. Un sinfín de cables, monitores que medían la saturación de oxígeno en su sangre, una sonda que salía de su boquita, un tensiómetro, y más instrumentos, rodeaban su cuerpecito. Él sólo dormía. Al verlo, mis lágrimas corrieron desconsoladamente.

      —“¿Podrá sobrevivir a tantas complicaciones?”

      —“Tranquila amor, vamos a salir de esto con bien” – afirmaba mi esposo mientras me sostenía en sus brazos.

      —“Sra. Valmy, no debe llorar delante del bebé” – intervino la enfermera. “Ellos perciben todo y esto no le hace nada bien. Él está luchando así que hay que darle mucho ánimo. ¿Lo desea cargar? El contacto con su mami será completamente favorable para él”.

      La enfermera tomó a José Antonio y lo colocó en mis brazos. ¡Oh, cuántas ganas tenía de cargarlo, de besarlo! ¡Era tan frágil e indefenso! Sin embargo, este pequeñito luchaba por quedarse con nosotros.

      —“Eres nuestro milagro y vas a salir de esto” – susurré a mi pequeño. “Dios está contigo. Te amamos y haremos todo lo posible para regresar a casa felices por tu llegada tal como lo soñamos”.

      “No puedo respirar…”

      Al cuarto día de mi operación, dos médicos cirujanos me informaron que quedaban cálculos en el colédoco, y que estos cálculos amenazaban con una pancreatitis. Al ver el riesgo que corría, los doctores decidieron realizar una pancreatografía para determinar la presencia de cálculos, la cual fue positiva en mi caso y por lo cual tuve que ser trasladada a otro centro de salud en una ambulancia para ser intervenida nuevamente y retirar los cálculos que habían quedado. Mi padre nuevamente me acompañó en el quirófano. Todo había salido bien y sería llevada al primer centro donde había estado hospitalizada.

      Después de esta operación me sentía completamente diferente. Si bien mi movilidad era limitada, el malestar pasaba lentamente. Los medicamentos se me suministraban por vía endovenosa en mi antebrazo izquierdo, y ahora una segunda vía se había utilizado en mi antebrazo derecho para la anestesia durante la última cirugía. Cuando llegara a la clínica donde me hospitalizaba, ésta debía ser retirada.

      Mi padre, quien había estado conmigo todo ese día, iría a casa a descansar un poco. Mi madre viajó conmigo en la ambulancia, mientras que mi esposo y el resto de los familiares llegaron en auto hasta la clínica. En mi habitación, una enfermera de turno, reconectaba las vías endovenosas para pasar mis medicamentos.

      —“Esta vía – señalando mi antebrazo derecho – no es de aquí. Deben retirarla. No sé por qué la dejaron si no pertenece a mis tratamientos”.

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