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hija y yo nos abrazamos. Comenzamos a sollozar de emoción. La dama sorprendida dijo: “¡Felicidades!”

      —“Usted no sabe lo que hemos hecho para logar este embarazo,” respondí. “¡Finalmente Dios escuchó nuestras súplicas!”

      Ella emocionada como nosotras nos abrazó a mi hija y a mí, y terminamos las tres saltando de alegría como pequeñuelas en la sala de recepción.

      Era el momento de avisarle a mi esposo y al resto de la familia para darles la gran noticia. Llamé a mi esposo quien me atendió de inmediato:

      —“Amor, ¿qué paso?”

      —“¡Estamos embarazados! ¡Vas a ser papá!”

      Mi esposo estaba en la oficina y solicitó un permiso para ir a casa a celebrar con nosotros esta gran noticia. Con mi hija, empezamos a llamar a todos nuestros familiares: mis padres, mis suegros, mis cuñados, hermanas y mejores amigos. Cada llamada venía acompañada de gritos de alegría y felicitaciones. Esta noticia era un bálsamo para quienes nos habían acompañado en este camino y quienes también deseaban la llegada de este bebé.

      Al encontrarme con mi esposo sólo nos abrazamos llenos de alegría. ¡Lo habíamos logrado! Antes de acostarnos oramos llenos de agradecimiento a Dios y pedimos que todo siguiera avanzando bajo su protección. Sabíamos que todo no estaba garantizado. En nuestro caso, nos había costado mucho llegar hasta este punto y ahora había que cuidarse más que nunca.

      2

      El Embarazo

      Una actitud positiva puede hacer

      que los sueños se hagan realidad

      –David Bayley

      Tras haber recibido tan grata noticia, me comuniqué con el médico especialista. Llevamos la prueba de embarazo y se la entregamos. Él nos esperaba sonriente, simpatizando con nuestro sentir como padres y lleno de satisfacción como galeno. Una vez que procedió a examinarme, a medida que iba haciendo la ecografía, señaló:

      —“Aquí está el saco embrionario”.

      Sin embargo, la expresión de su rostro cambió de alegría a preocupación. Empecé a preguntarme qué ocurría, cuando el doctor prosiguió:

      —“Cerca del saco embrionario hay un coágulo de sangre, y se visualiza una zona de desprendimiento de aproximadamente 20%. Esto debe ser tratado como una amenaza de aborto. En un 90% de los casos esto podría llevar a una pérdida espontánea. No te asustes si tienes un pequeño sangramiento. Sin embargo, existe también la posibilidad que este coágulo se reabsorba y el embarazo prosiga. Estos son los dos escenarios que tenemos”.

      Al leer la incertidumbre de nuestros rostros, añadió:

      —“No se desanimen. Vamos a tener calma y fe. Debes guardar reposo absoluto por una semana y te evaluaré al cabo de este tiempo nuevamente”.

      Salimos del consultorio muy tristes. Era inevitable no sentirse así. En todo el camino a casa no se pronunció una palabra. Silencio absoluto. Mi esposo y yo luchábamos entre el deseo de tener este hijo y la posibilidad de perderlo. Tratando de darnos un poco de ánimo, cada noche orábamos juntos, pidiéndole a Dios que todo prosiguiera bien. Una vez más me hinqué delante de Dios y de San Antonio y le dije: “Si permites que nazca, llevará tu nombre”.

      Durante estos días nuestra familia nos acompañó muy de cerca. Me ayudaban con las labores de casa y trataban de asegurarse que guardara el reposo que me había indicado el doctor. Los días pasaron, y el tiempo de la nueva evaluación había llegado. Esta vez, el doctor al hacer otra ecografía menciona:

      —“El coágulo de sangre desapareció, es decir, se reabsorbió. ¡Esto es bueno! El saco embrionario parece estar bien. Sigues embarazada.” A esto agregó: “Debemos hacer chequeos semanales para ver cómo va evolucionando todo”.

      La esperanza llegó de nuevo a nuestros corazones. ¿Estaríamos aún más cerca del milagro tan deseado? Ahí estaba un pequeñito luchando por su vida, luchando por venir al mundo desde su concepción. Con la esperanza renovada, una esperanza capaz de vencer los miedos, mi esposo y yo entendimos que podíamos seguir adelante sólo agarrados de la mano de Dios. Sin Él nada sería posible. Era Él quien mantenía vivo el gran milagro en mi vientre. De Él procedía la calma y fuerzas necesarias en estos momentos.

      Una Prueba en el Camino

      Cada evaluación médica llevaba consigo gran expectativa, pero avanzamos hasta completar el primer trimestre de embarazo. Comencé a ganar peso rápidamente. Tenía mucha hambre, ansiedad, sueño, y al cabo de tres meses había engordado casi 5 kilos demás. Mi doctor me alertaba sobre el estado de mi salud, pues un peso excesivo no traería nada bueno. Fue un embarazo de muchas náuseas, y allí comenzaron las especulaciones de familiares y amigos:

      —“Debe ser varón, porque el bebé varón causa muchas náuseas”.

      —“Quizá el bebé tiene mucho cabello, eso causa acidez”.

      Era muy gracioso escuchar todos los dichos de abuelitas y que de alguna manera hacían volar mi mente cada segundo que pasaba.

      El crecimiento y evolución de mi bebé era normal: su peso, el tamaño de su cabecita, su columna, su pequeño corazón y el resto de sus órganos. Hasta ahora estábamos satisfechos al saber que todo iba marchando a favor de nuestro pequeño. Sin embargo, la acidez estomacal, los vómitos y náuseas eran constantes. Cuando mi esposo llegaba del trabajo, no quería decirle cómo me sentía, pero era inevitable que no lo notara.

      Ya habían pasado 5 meses de embarazo. Me sentía agobiada por los malestares que aún persistían, a pesar de mis esfuerzos por cuidar mi alimentación. Trataba de comer lo más sano posible y evitaba todo tipo de medicamentos, pues no deseaba que nada afectara al bebé.

      Mis padres, al ver cómo me encontraba, me invitaron a pasar dos semanas de vacaciones con ellos. Mi esposo no podría acompañarnos por motivos de trabajo, pero pensamos que sería una buena oportunidad para cambiar de ambiente y descansar un poco. Consultamos con nuestro médico tratante y no tuvo ninguna contraindicación. Así que llena de ánimo, emprendí este viaje en compañía de mi hija y mis padres; un viaje que nos llevaría a disfrutar de la brisa suave y serena del mar.

      En líneas generales no me vi afectada por el trayecto. Disfrutábamos de la playa y del descanso que tanto deseábamos. Transcurrió una semana, y mi acidez estomacal parecía querer acompañarme a todas partes. Una noche mientras cenábamos, fui al baño a vomitar y comenzó un dolor intenso en el estómago, el cual inmovilizaba el lado lateral derecho de mi cuerpo.

      Mis padres angustiados, llamaron a una ambulancia de inmediato. Pero pasaba el tiempo, y la ambulancia no llegaba. Eran las 10:00 pm. Decidimos llamar a un amigo quien nos fue a buscar. El dolor era tan intenso que no podía caminar. Al llegar a un centro de salud cercano, la enfermera de turno me indicó que no había habitaciones disponibles. Le explicamos el caso de mi embarazo, y de forma desinteresada llamó al médico de guardia. Fui trasladada a un cubículo de asistencia con una camilla. El médico me preguntó: “¿Qué te duele?”, a lo que señalé el punto exacto en la parte de arriba del estómago donde sentía el dolor. También expliqué que el dolor se extendía hacia la región lateral derecha de mi espalda.

      —“¿Qué comiste?” – me preguntó

      Expliqué lo que había cenado. Le pedí que me hiciera una ecografía para saber el estado de mi bebé. Mis padres intervinieron para hablar con él, pero sólo hizo caso omiso a todo lo que ellos le dijeron. Sin mucho afán, ordenó a la enfermera:

      —“Esto es una acidez crónica. Vamos a colocarle un protector gástrico endovenoso y un medicamento adicional para que pase el dolor. Todas las mujeres embarazadas sufren de acidez. Una vez que

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