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Erdosain asqueado.

      Barsut le dirigió una mirada extraña, casi provocativa. Luego inclinó la cabeza y su lengua enjugó el mármol.

      –¿Estás contento?

      Erdosain palideció.

      –¿Te has vuelto loco?

      –¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?

      Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa especie de frenesí que lo había enfoscado toda la tarde, se levantó diciendo futilezas.

      De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la cabeza rapada color de bronce, inclinada sobre el mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la piedra amarilla.

      Y muchas veces imaginaba que Barsut lo recordaba a través de los días con el odio que se le toma a las personas a quienes se han hecho demasiadas confidencias. Pero no se podía dominar, porque apenas llegaba a la casa de Erdosain, volcaba en las orejas de éste cubos de desdichas, aunque sabía que Erdosain se regocijaba con ellas.

      Y es que Remo provocaba sus confidencias, y las provocaba con una transitoria pero espontánea compasión, de manera que Barsut sentía desvanecerse su rencor hacia el otro, cuando éste le aconsejaba seriamente. Mas su odio se desenroscaba furiosamente, cuando una rápida y furtiva mirada de Erdosain le revelaba que en éste se desvanecía la piedad y aparecía un maligno goce ante el espectáculo de su vida en parte deshecha, pues aun cuando tenía dinero para vivir mediocremente de renta, sufría el terror de volverse loco como había acontecido con su padre y sus hermanos.

      De pronto Erdosain levantó la cabeza. El negro de cuello palomita había terminado de espulgarse y ahora los tres “macrós” se repartían fajos de dinero bajo la ávida mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban con el vértice del ojo. El negro parecía que, bajo la influencia del dinero, iba a estornudar. tan lamentablemente miraba a los rufianes.

      Erdosain se puso de pie y pagó. Luego salió diciéndose:

      –Si Gregorio me falla le pediré al Astrólogo.

      Si alguien le hubiera anticipado a Erdosain que horas después tramaría el asesinato de Barsut y que asistiría casi impasiblemente a la fuga de su esposa, no lo hubiera creído.

      Vagabundeó toda la tarde. Tenía necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren.

      Anduvo por las solitarias ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, por las esquinas de Charcas y Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida Quintana, apeteciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura, y negadas para siempre a los desdichados. Sus pies, en las veredas blancas, hacían crujir las hojas caídas de los plátanos, y fijaba la mirada en los ovalados cristales de las grandes ventanas, azogados por la blancura de las cortinas interiores. Aquél era otro mundo dentro de la ciudad canalla que él conocía, otro mundo para el que ahora su corazón latía con palpitaciones lentas y pesadas.

      Deteniéndose, observaba los garajes lujosos como patenas, y los verdes penachos de los cipreses en los jardines, defendidos por murallas de cornisas dentadas, o verjas gruesas capaces de detener el ímpetu de un león. La granza roja serpenteaba entre los óvalos de los canteros verdes. Alguna aya con toca gris paseaba por los caminos.

      ¡Y él debía seiscientos pesos con siete centavos!

      Miraba largamente los pasamanos que en los balcones negros fulguraban redondeces de barras de oro, las ventanas pintadas de color gris perla o leche teñida con unas gotas de café, los cristales cuyo espesor debía tornar aguanosas las imágenes de los transeúntes. Las cortinas de gasas, tan livianas que sus nombres debían ser bonitos como la geografía de los países distantes. ¡Qué distinto debía ser el amor a la sombra de esos tules que ensombrecen la luz y atemperan los sonidos!...

      Sin embargo, él debía seiscientos pesos con siete centavos. Y la voz del farmacéutico repetía ahora en sus orejas:

      –Tenés razón... el mundo está lleno de turros... de infelices... ¿pero cómo remediar esto?... ¿De qué forma presentarle las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

      La pena, como uno de esos arbustos cuyo desarrollo se acelera con la electricidad, crecía en las honduras de su pecho retrepándole hasta la garganta.

      Detenido pensaba que cada pesar era un búho que saltaba de una rama a otra de su desdicha. El debía seiscientos pesos con siete centavos y aunque quería olvidarse de ello poniendo sus esperanzas en Barsut o en el Astrólogo, su pensamiento se bifurcaba hacia una calle oscura. Hileras de luces parecían apoyarse en las cornisas. Abajo llenaba el cajón de la calle una neblina de polvo. Pero él caminaba hacia el país de la alegría, olvidado de la Limited Azucarer Company.

      ¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo? ¿Y cómo podía caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un fantasma, un fantasma que recordaba sucesos de la tierra?

      ¡Cuántas cosas se movían en su corazón! ¿Y el otro que se había casado con una prostituta? ¿Y Barsut con su preocupación del pez tuerto y la primogénita de la espiritista? ¿Y Elsa que no entregándosele lo arrojaba a la calle? ¿Estaba loco o no?

      Hacíase esta pregunta porque por momentos le extrañaba una esperanza que había surgido en él.

      Se imaginaba que desde la mirilla de la persiana de algunos de esos palacios lo estaba examinando con gemelos de teatro cierto millonario “melancólico y taciturno”. (Uso estrictamente los términos de Erdosain.)

      Y lo curioso es que cuando él pensaba que el “millonario melancólico y taciturno” podía observarlo, componía un semblante compungido y meditativo, y no le miraba el trasero a las criadas que pasaban, fingiendo estar inmovilizado por la atención que prestaba a un gran trabajo interior. Porque se decía que si el “millonario melancólico y taciturno” veía que él le miraba el trasero a las criadas, deduciría de ello que no estaba tan preocupado como para merecer su compasión.

      Tan es así, que Erdosain esperaba que el “millonario melancólico y taciturno” lo mandara llamar de un momento a otro al observar su semblante de músculos endurecidos por el sufrimiento de tantos años.

      Tanto creció esta obsesión aquella tarde, que de pronto creyó que un granuja de chaleco a rayas rojas y amarillas que estaba en la puerta del hotel examinándole descaradamente, era el espía del “millonario melancólico y taciturno”.

      Y el criado lo llamaba. El lo seguía. Cruzaban un jardín erizado de cactus, entraban a un salón y permanecía solo durante unos minutos. Todo el edificio estaba a oscuras. Una lámpara brillaba en un rincón del salón. Sobre la ménsula del piano, piezas de música esparcían la fragancia de los papeles tocados siempre por manos femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones violetas estaba abandonada la cabeza de mármol de una mujer. Veíanse forrados los almohadones de las fraileras de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el escritorio había ceniceros de bronce negro y polichinelas de mil colores.

      ¿En qué circunstancia de su vida había estado en el interior de esa sala que ahora se presentaba a su imaginación? No podía recordarlo. Pero veía un gran marco de ébano cuyos biseles paralelos retrepaban hacia un cielo raso blanquísimo, que volcaba su luz de yeso sobre una marina: cierto siniestro puente de madera, bajo cuyos contrafuertes ciclópeos hervía una multitud de hombres borrosos, manchados por sombras rojizas, y que acarreaban grandes bultos frente a un proceloso mar de hierro colado, sanguinolento, del que se levantaba en ángulo recto un muelle de piedra obstaculizado de fraguas, rieles y guinches.

      En aquella sala se movía Elsa cuando aún era su novia. Sí quizás, pero, ¿para qué recordarlo? El era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la mujer enferma lava ropas en la casa. El era todo eso y nada más. Por eso lo había mandado llamar

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