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está contenta. Al fin la sucia plata que gana le sirve para algo, para hacer feliz a su hombre. Claro, los novelistas no han escrito esto. Y la gente nos cree unos monstruos, o unos animales exóticos, como nos han pintado los saineteros. Pero venga a vivir a nuestro ambiente, conózcalo, y se va a dar cuenta de que es igual al de la burguesía y al de nuestra aristocracia. La mantenida desprecia a la mujer de cabaret, la mujer de cabaret desprecia a la yiranta, la yiranta desprecia a la mujer de prostíbulo, y, cosa curiosa, así como la mujer que está en un prostíbulo elige casi siempre como hombre a un sujeto de avería, la de cabaret carga con un niño bien o un doctor atorrante para que la explote. ¿La psicología de la mujer de la vida? Está encerrada en estas palabras, que me decía llorando una mujercita a quien largó un amigo mío: “Encore avec mon cul je peu soutenir un homme”. Eso no lo sabe la gente ni los novelistas. Un proverbio francés ya lo dice: “Gueuse seule ne peut pas mener son cul”.

      Erdosain lo contemplaba estupefacto. Haffner continuó:

      –¿Quién la cuida como el cafishio? ¿Quién la cuida cuando está enferma, cuando cae presa? ¿Qué sabe la gente? Si un sábado a la mañana la oyera usted a una mujer decirle a su “marlu”: “Mon chéri, hice cincuenta latas más que la semana pasada”, usted se haría cafishio, ¿sabe? Porque esa mujer le dice “hice cincuenta latas” con el mismo tono que una mujer honrada le diría a su marido: “Querido, este mes, por no comprarme un traje y lavarme la ropa, he economizado treinta pesos”. Créame, amigo, la mujer, sea o no honrada, es un animal que tiende al sacrificio. Ha sido construida así. ¿Por qué cree usted que los padres de la Iglesia despreciaban tanto a la mujer? La mayoría de ellos habían vivido como grandes bacanes y sabían qué animalita es. Y la de la vida es peor aún. Es como una criatura: hay que enseñarle de todo. “Por aquí caminarás, frente a esta esquina no debés pasar, a tal ‘fioca’ no hay que saludarlo. No armes broncas con esa mujer”. Todo hay que enseñárselo.

      Caminaban junto a los bardales, y en el dulce atardecer las palabras del macró abrían un paréntesis de extrañeza en Erdosain. Comprendía que se encontraba junto a una vida substancialmente distinta a la suya. Entonces, le preguntó:

      –¿Y cómo se inició usted en la “vida”?

      –En ese tiempo era joven. Tenía veintitrés años y una cátedra de matemáticas. Porque yo soy profesor –añadió orgullosamente Haffner–, profesor de matemáticas. Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón encontré una noche a una francesita que me gustó. Hace de esto diez años. Precisamente en esos días había recibido una herencia de cinco mil pesos de un pariente. Lucienne me agradó, y le ofrecí que viniera a vivir conmigo. Tenía un cafishio, el Marsellés, un gigante brutal, a quien veía de vez en cuando... No sé si por la labia, o porque era lindo, el caso es que la mujer se enamoró, y una noche de tormenta la saqué de la casa. Fue eso una novela. Nos fuimos a las sierras de Córdoba, después a Mar del Plata, y cuando los cinco mil pesos se terminaron, le dije: “Bueno, adiós idilio. Se terminó”. Entonces ella me dijo: “No, mi querido, nosotros no nos separaremos más”.

      Ahora iban bajo las bóvedas de verdura, ramas entrelazadas y ábsides de tallos.

      –Yo estaba celoso. ¿Sabe usted lo que es estar celoso de una mujer que se acuesta con todos? ¿Y sabe usted la emoción del primer almuerzo que paga ella con plata del “mishé”? ¿Se imagina la felicidad de comer con los tenedores cruzados, mientras el mozo los mira a usted y a ella sabiendo quiénes son? ¿Y el placer de salir a la calle con ella prendida de un brazo mientras los “tiras” lo relojean? ¿Y ver que ella, que se acuesta con tantos hombres, lo prefiere a usted, únicamente a usted? Eso es muy lindo, amigo, cuando se hace la carrera. Y ella es la que se preocupa de que usted se consiga otra mujer para que la explote, ella es la que la trae a su casa diciendo: “vamos a ser cuñadas”, ella es la que la varea a la primeriza para que levante únicamente “viajes” para usted, y cuanto más tímido y vergonzoso es usted, más goza ella en destruir sus escrúpulos, en hundirlo en su basura, y de pronto... cuando menos se acuerda se encuentra enterrado hasta los pelos en el barro... y entonces hay que bailar. Y mientras la mujer está metida hay que aprovechar, porque un día le da una viaraza, enloquece por otro, y con la misma inconsciencia con que lo siguió a usted se sacrifica de nuevo. Me dirá usted: ¿para qué necesita una mujer un hombre? Mas, desde ya, le diré: Ningún dueño de prostíbulo va a tratar con una mujer. Con quien trata es con su “marlu”. El cafishio le da a una mujer tranquilidad para ejercer su vida. Los “tiras” no la molestan. Si cae presa, él la saca, si está enferma, él la lleva a un sanatorio y la hace cuidar, y le evita líos y mil cosas fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente trabaja por su cuenta termina siendo siempre víctima de un asalto, una estafa o un atropello bárbaro. En cambio, mujer que tiene un hombre trabaja tranquila, sosegada, nadie se mete con ella y todos la respetan. Y ya que ella, por un motivo o por otro, eligió su vida, es lógico que por su dinero pueda darse la felicidad que necesita.

      “Claro, para usted todo esto es nuevo, pero ya se va ir haciendo. Y si no, dígame: ¿cómo se explica que haya ‘fioca’ que tenga hasta siete mujeres? El tano Repollo llegó en sus buenos tiempos a tener once mujeres. El gallego Julio, ocho. No hay francés casi que no tenga tres mujeres. Y ellas se conocen, y no sólo se conocen, sino que saben vivir juntas y rivalizan en quién le da más, porque es un orgullo ser la preferida de un hombre que los sosiega a los pesquisas más prepotentes de una sola mirada. Y pobrecitas, son tan locas, que uno no sabe si compadecerlas o romperles la cabeza de un palo”.

      Erdosain se sentía anonadado por el desprecio formidable que ese hombre revelaba hacia las mujeres. Y recordaba que en otra oportunidad el Astrólogo le había dicho: “El Rufián Melancólico es un tipo que al ver una mujer lo primero que piensa es esto: ésta en la calle rendiría cinco, diez o veinte pesos. Nada más”.

      Y ahora sintió Erdosain que el hombre le repugnaba. Para cambiar de conversación, dijo:

      –Dígame... ¿Usted cree en el éxito de la empresa del Astrólogo?

      –No.

      –¿Y él sabe que usted no cree?

      –Sí.

      –¿Y por qué usted lo acompaña?

      –Yo lo acompaño relativamente, y de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene ningún sentido, es igual seguir cualquier corriente.

      –¿Para usted la vida no tiene sentido?

      –Absolutamente ninguno. Nacemos, vivimos, morimos, sin que por eso dejen las estrellas de moverse y las hormigas de trabajar.

      –¿Y se aburre mucho usted?

      –Regular. He organizado mi vida como la de un industrial. Todos los días me acuesto a las doce y me levanto a las nueve de la mañana. Hago una hora de ejercicio, me baño, leo los diarios, almuerzo, duermo una siesta, a las seis tomo el vermut y voy a lo del peluquero, a las ocho ceno, después salgo al café, y dentro de dos años, cuando tenga doscientos mil pesos, me retiraré del oficio para vivir definitivamente de mis rentas.

      –Y en realidad, ¿cuál va a ser su intervención en la sociedad del Astrólogo?

      –Si el Astrólogo consigue dinero, guiarlo en la junta de mujeres y en la instalación del prostíbulo.

      –Pero usted, en su interior, ¿qué piensa del Astrólogo?

      –Que es un maniático que puede tener o no éxito.

      –Pero sus ideas...

      –Algunas son embrolladas, otras claras, y, francamente yo no sé hasta dónde quiere apuntar ese hombre. Unas veces usted cree estar oyendo a un reaccionario, otras a un rojo, y, a decir la verdad, me parece que ni él mismo sabe lo que quiere.

      –¿Y si tuviera éxito?...

      –Entonces ni Dios sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah!, a propósito, ¿usted le habló de cultivos de bacilos del cólera asiático?

      –Sí... sería un magnífico medio de combate contra el ejército. Desparramar un cultivo en cada cuartel. ¿Se da cuenta? Simultáneamente,

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