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que lo extraordinario de Elsa está ocurriendo ahora, ¿no?

      –Sí.

      –Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?

      –¿Vos creés?

      –Decí la verdad, vos esperás algo extraordinario que no es esto, ¿no?

      –No sé.

      –¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida. Estábamos los dos en silencio junto a esta mesa...

      –Callate.

      –¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos sin decirnos, lo que éramos, dos desdichados, de un desigual deseo. Y cuando nos acostábamos...

      –¡Remo!

      –¡Señor Erdosain!

      –Déjense de aspavientos ridículos... ¿no se van a acostar ustedes acaso?

      –De esta forma no podemos seguir hablando.

      –Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta idea semejante: ¿y el placer de la vida y del amor consiste en esto?... Y sin decir nada comprendíamos que pensábamos en lo mismo... mas cambiando de tema... ¿piensan ustedes quedarse aquí en la ciudad?

      Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del viaje.

      Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera de vidriosos ojos de buey, contemplando el hilo azul de la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los mástiles y en los aguilones negros de los guinches. Atardecía, pero ellos permanecían con el pensamiento fijo en otros climas, a la sombra de las camareras apoyados en la pasarela blanca. El viento soplaba yodado en las olas y Elsa miraba las aguas a través de cuyo enrejado cambiante se animaba su sombra.

      Por momentos volvía la carita empalidecida y entonces ambos parecían escuchar un reproche que subía de lo profundo del mar.

      Y Erdosain se imaginaba que les decía:

      –¿Qué hicieron del pobre muchachito? (“Porque yo, a pesar de mi edad, era como un muchacho –decíame más tarde Remo–. ¿Usted comprende, un hombre que se deja llevar la mujer en sus barbas... es un desgraciado... es como un muchacho, comprende usted?”)

      Erdosain se apartó de la alucinación. Aquella pregunta que le surgió, estaba ahondada contra su voluntad en él.

      –¿Me vas a escribir?

      –¿Para qué?

      –Sí, claro, ¿para qué? –repitió cerrando los ojos. Sentíase ahora más que nunca caído en una profundidad no soñada por hombre alguno.

      –Bueno, señor Erdosain –y el capitán se levantó–, nosotros nos retiramos.

      –¡Ah, se van!... ¿Se van ya?

      Elsa le tendió su mano enguantada.

      –¿Te vas?

      –Sí... me voy... comprendés que...

      –Sí... comprendo...

      –No podía ser, Remo.

      –Sí, claro... no podía ser... claro...

      El capitán describiendo un círculo en torno de la mesa, cogió la valija, la misma valija que Elsa trajo el día de su casamiento.

      –Señor Erdosain, adiós.

      –A sus órdenes, capitán... pero una cosa... ¿se van... vos, Elsa... vos te vas?

      –Sí, nos vamos.

      –Permiso, me voy a sentar. Permítame un momento, capitán... un momentito.

      El intruso reprimió palabras de impaciencia. Tenía unos brutales deseos de gritar a ese marido: “¡A ver, firme, imbécil!”, mas por consideración a Elsa se retuvo.

      De pronto Erdosain abandonó la silla. Con lentitud fue hasta un rincón del cuarto. Luego, volviéndose bruscamente al capitán, dijo con voz muy clara, en la que se adivinaba el contenido deseo de que fuera suave:

      –¿Sabe usted por qué no lo mato como a un perro?

      Los otros se volvieron alarmados.

      –Pues porque estoy en frío.

      Ahora Erdosain caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Ellos lo observaban, esperando algo.

      Por fin, el marido, sonriendo con un gesto, esguince pálido, continuó suavemente, languidecida su voz en una desesperación de sollozo retenido:

      –Sí, estaba en frío... estoy en frío. –Ahora su mirada se había tornado vaga, pero sonreía con la misma sonrisa, extraña, alucinada–. Escúchenme... esto no tendrá explicación para ustedes, pero yo sí le he encontrado la explicación.

      Sus ojos brillaban extraordinariamente y su voz enronqueció a través del esfuerzo que hizo por hablar.

      –Vean... mi vida ha sido horriblemente ofendida... horriblemente magullada.

      Calló, deteniéndose en un ángulo de la pieza. En su rostro se mantenía la sonrisa extraña del hombre que está viviendo un sueño peligroso. Elsa, repentinamente irritada, mordía la punta de su pañuelo. El capitán, de pie, junto a la valija, aguardaba.

      De pronto Erdosain sacó el revólver del bolsillo y lo arrojó a un rincón. La “Browning” desconchó el revoque del muro, golpeando pesadamente en el suelo.

      –¡Para lo que sirve este trasto! –murmuró. Luego, con una mano en el bolsillo del saco y la sien apoyada en el muro, habló despacio–: Sí, mi vida ha sido horriblemente ofendida... humillada. Créalo, capitán. No se impaciente. Le voy a contar algo. Quien comenzó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: “Mañana te pegaré”. Siempre era así, mañana... ¿Se dan cuenta?, mañana... Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a medianoche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba el barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí... aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al fin me había dormido para mucho tiempo, una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con voz áspera: “Vamos... es hora”. Y mientras yo me vestía lentamente, sentía que en el patio ese hombre movía la silla. “Vamos”, me gritaba otra vez, y yo, hipnotizado, iba en línea recta hacia él: quería hablar, pero eso era imposible ante su espantosa mirada. Caía su mano sobre mi hombro obligándome a arrodillarme, yo apoyaba el pecho en el asiento de la silla, tomaba mi cabeza entre sus rodillas y, de pronto, crueles latigazos me cruzaban las nalgas. Cuando me soltaba, corría llorando a mi cuarto. Una vergüenza enorme me hundía el alma en las tinieblas. Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea.

      Elsa miraba sobresaltada a su esposo. El capitán, de pie, cruzados los brazos, escuchaba aburrido. Erdosain sonreía con vaguedad. Continuó:

      –Yo sabía que a la mayoría de los chicos los padres no les pegaban y en la escuela, cuando les oía hablar de sus casas, me paralizaba una angustia tan atroz que si estábamos en clase y el maestro me llamaba, yo lo mirada atontado, sin darme cuenta del sentido de sus preguntas, hasta que un día me gritó: “¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?” Toda la clase se echó a reír, y desde ese día me llamaron Erdosain “el imbécil”. Y yo, más triste, sintiéndome más ofendido que nunca, callaba por temor a los latigazos de mi padre, sonriendo a los que me insultaban... pero tímidamente. ¿Se da cuenta, capitán? Lo insultan a usted... y usted todavía sonríe tímidamente, como si le hicieran un favor al injuriarlo.

      El intruso frunció el ceño.

      –Más

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