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obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.

      Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimentado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amontonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.

      Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escuchaba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:

      –¿Qué es lo que puedo hacer yo?

      Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

      Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de iniciativa, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.

      Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

      Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.

      Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:

      –Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.

      El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos descomponían su sombra en triángulos.

      –Será millonaria, pero yo le diré: “Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría”. Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: “Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado”. Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate nos iremos al Brasil.

      Y la simplicidad de este sueño se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendiculares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era –bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala– una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.

      Y Erdosain pensaba:

      –No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refrenaremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.

      Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entristecido de un coraje vago:

      –Bueno, seré “cafishio”. –Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangraban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios.

      Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de sol en la convexidad de una salitrera.

      Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.

      Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.

      Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y regueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.

      Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.

      Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:

      –¿Vamos, querido? –y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.

      Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.

      Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono del Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.

      Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:

      –¿Qué he hecho de mi vida?

      Un rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:

      –¿Qué es lo que he hecho de mi vida?

      Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

      A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.

      En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.

      Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.

      Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.

      Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.

      Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:

      –¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!

      Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:

      –Y, ¿te casaste con Hipólita?...

      –Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa...

      –¿Qué... supieron que era de “la vida”?

      –No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes de hacer “la calle” trabajó de sirvienta?...

      –¿Y?

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