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gran jefazo para medir mentalmente el tamaño de su paquete.

      ¿Se podía saber cómo podría esconder una anaconda superior a dieciocho en un pantalón de pinzas? Mio no se fijaba en esas cosas cuando lo veía. Por favor, tenía los ojos verdes, un lunar precioso y una sonrisa de ensueño. Mirarle la garumpeta sería renunciar a piezas de coleccionista por baratijas de bazar.

      Aun así, sentía curiosidad, y ya la habían pillado unos cuantos con los ojos puestos en la bragueta de Caleb Leighton. Eso estaba bien porque afianzaba el rumor de que tenían sexo, lo que ya quedaba de por sí reafirmado cuando Caleb la llevaba de vuelta a casa en coche sin faltar un día —probablemente para saludar a Aiko, o para admirar la luz en su ventana, modo romántico, porque no siempre subía a verla—... Pero seguía siendo vergonzoso. Y lo peor, obsesivo.

      Dios, ¿cuánto mediría en realidad? ¿O acaso era un farol...?

      Se pasó un día entero haciendo cálculos y comparando con actores porno. Chris Diamond, el favorito de Otto —porque su prima sostenía que las mujeres también tenían derecho a verlo, sobre todo, para recordar que existían los hombres que se bajaban al pilón, no como los que conocía—, tenía un cañón de carne de veinticinco centímetros. Y eso para ella era una auténtica barbaridad. Aunque luego había visto vídeos y tampoco parecía para tanto... Claro que las actrices de PornHub estaban preparadas para usar pepinos, bananas y todas esas cosas que Mio normalmente echaba a la ensalada.

      Ella no era ninguna mojigata. Había tenido sus cuantas experiencias con compañeros de la universidad, chicos de prácticas, amigos del instituto y hombres desconocidos en bares. Pero no se imaginaba siendo atravesada por...

      Pues eso, que acababa de llegar tarde otra vez. Y en lugar de presentarse en el despacho de Caleb para suplicarle que la perdonase, o que se pusiera de pie y le prestase un cartabón y una escuadra para calcular el volumen de su paquete, se había metido en el baño para practicar una excusa que la convirtiera en la víctima.

      «Son las ocho menos veinte, tampoco he llegado tan tarde». «En esos diez minutos atrasados te da tiempo a hacerte la línea del ojo mal un promedio de siete veces, ¿de verdad crees que son inapreciables?».

      Mio enfrentó al espejo.

      —Lo siento, no volverá a ocurrir. Es que esta mañana ha habido un accidente trágico... O sea, un accidente de tráfico.

      Imaginó que tenía a Caleb delante y cuadró los hombros. Quizá no era la más inteligente o sexy de su promoción, pero imaginativa era un rato, y casi murió de la impresión de visualizarlo con su medio traje y sus gafas de pasta.

      —El taxi se ha chocado con un autobús de la línea siete, y resulta que cuando el conductor ha salido muy enfadado, se ha reencontrado con su amor de la infancia, que era el conductor del transporte público. Ha sido muy bonito, se han dado un beso en medio de la calle, y pues eso ha provocado otro choque... No me mires así —le dijo, frunciendo el ceño. El Caleb de su pensamiento levantaba una ceja y miraba el reloj—. Es verdad, te lo juro. Te lo juro por la dieta que estoy haciendo.

      Que no estaba haciendo ninguna, claro, y eso el Caleb de su pensamiento lo sabía porque... Estaba en su cabeza. Mejor jurar por algo que no existía a por algo que sí, ¿no? Así no le podrían reclamar nada. Cosas que le enseñaba a una el Derecho.

      Pero eran las ocho menos cuarto, y si el Caleb mental estaba cabreado, el Caleb de verdad le daría una patada en el culo. Mio suspiró y se miró en el espejo con resignación, asimilando que lo defraudaría una vez más.

      —No me eches —suplicó en voz baja, practicando una excusa que no iba a pronunciar—. Me hace feliz verte todos los días.

      —Es la primera vez que me dicen algo tan bonito sin tener que pagar por ello —exclamó alguien.

      Mio se llevó un susto que la replegó a la pared con la mano en el pecho, y su impresión no fue a menos cuando descubrió a un tío empapado y desnudo salvo por una toalla enrollada en la cintura.

      —Verás, soy un caballero al que le gusta llevar sombrero para quitárselo y hacer una reverencia cuando conoce a una diosa escultural. Pero ahora mismo solo me podría deshacer de la toalla, y si algo me ha enseñado la mitología es que como le pongas el rabo a la cara a una ninfa, te lo electrocuta por atrevido. Además de que no soy de los que se la sacan hasta la tercera cita, y creo que no te he visto en mi vida. ¿Estrechamos nuestras manos como la gente normal, y luego vemos si podemos hacerlo mejor?

      Y le guiñó un ojo.

      Mio podía estar todo lo enamorada que quisiera, pero cuando un hombre guapo le tiraba los tejos, se ponía muy tonta. Le salía la sonrisilla, se le subían los colores y se le pasaba la torpeza simplona para elevar la inutilidad a un nivel para el que aún no estaban preparados los diccionarios de la lengua castellana.

      Se acercó al hombre y aceptó la mano que le tendía, aunque antes examinó aquella con la que sostenía en su sitio la minúscula toalla. ¿Y él? ¿Sería mayor de dieciocho? La verdad, podría ser un eunuco y seguir ligando. Mio tendría sexo con sus pantorrillas de ciclista... O con las venas que salpicaban sus fuertes antebrazos.

      —Estaba practicando cómo pedir perdón por llegar tarde. Normalmente, no hablo con el espejo, ni me declaro, ni nada de eso.

      —Chiquita, el que está en pelotas en el baño de Leighton Abogados soy yo. No tienes que ponerte como si te acabara de pillar pelándosela al subdirector, lo que sería raro, porque «el subdirector» es una mujer —puntualizó—. Pero tiene una explicación. Suelo venir en bicicleta a trabajar desde la otra punta de la ciudad, y si quiero mantener la reputación de ser el más guapo de la firma, no me puedo sentar sudando como un cerdo a la mesa de debate. ¿Te incomoda que esté desnudo mientras hablo?

      «Madre mía, cómo hila una cosa con otra». Era como si se hubiera estudiado un monólogo cómico para representarlo.

      —¿O...? ¿Puedo decirte ya que soy Jesse, me he enamorado de ti

      y quiero que seamos pareja?

      Mio se rio como una tonta.

      —Yo soy Mio —se presentó con timidez, aceptando la mano—. Aiko me ha delegado alguna de sus tareas más irrelevantes, o sea, que podría decirse que soy su adjunta, pero a veces estoy en su despacho…

      —¿Cómo has dicho que te llamas? —interrumpió, abriendo los ojos—. De acuerdo, Mio, me temo que vamos a tener que romper. No me van las mujeres con ropa interior roja.

      Chasqueó la lengua y la miró con cara de pillo. Le dio un repaso de arriba abajo que no llegó a incomodarla, pero que habría merecido un bofetón. ¿Qué había dicho de ropa interior roja? ¿Es que se le transparentaban las bragas...?

      —Somos prácticamente familia, sería raro llevarte a Camboya —continuó.

      —¿Camboya?

      —Sí, ya sabes... Camboya, mi polla... —Hizo un gesto con la mano para acelerar la explicación—. ¿Conoces a un tío un poco más alto que yo, que se gasta tres mil dólares en trajes y no sabe mandar audios en WhatsApp? En juzgados lo llaman «el demonio sobre el hombro», las mujeres le dicen «cabronazo» y yo voy improvisando. Hasta donde sé, mi hermano Marc está encamándose con tu hermana, ¿no?

      —Sí... Se van a casar. Entonces eres ese famoso Jesse. El abogado que le cuenta chistes al jurado, tiene en su despacho un póster de una mujer desnuda del tamaño de un retablo cristiano y...

      —Para empezar, no siempre cuento chistes, solo cuando estoy de buen humor. En segundo lugar, no sé cómo de grande es un retablo cristiano, pero el póster es a escala real. Y no digas «mujer desnuda» como si los artistas renacentistas no pintaran tetas y lo llamaran buen gusto, o como si no estuviéramos hablando de Brigitte Bardot.

      »Antes de que sigas con la lista de leyendas sobre mí... No, no tengo un muñeco vudú de nadie, es una figura de porcelana que me regaló mi sobrino y que guarda un turbador parecido conmigo. Tampoco hago el baile del cuadrado antes de enfrentar un juicio:

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