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un beso cutre en su despacho, habiendo decenas de personas en los pasillos contiguos. Había riesgo de que los interrumpiesen, y mataría con sus propias manos al desgraciado que lo hiciera, yendo gustosamente a la cárcel después.

      —¿Y es verdad? ¿Te gustaría tomar las riendas?

      Mio lo miró a la cara sin miedo.

      —No me importaría.

      Caleb estuvo a punto de cerrar los ojos para saborear su tono seductor. No lo hacía adrede, no era ninguna seductora, y eso solo le daba más poder.

      Chasqueó la lengua.

      —Otro hueco en tu historia. Me gusta mucho más dar que recibir. Y no dejaría tomar las riendas a nadie. Soy demasiado... perfeccionista —explicó en voz baja—. Cuando quiero algo bien hecho, lo hago yo mismo.

      —Puedo aceptarlo. O sea, quiero decir... Podría aceptarlo en mi... realidad paralela y utópica que nunca se va a cumplir.

      —Utópica, claro.

      —Porque solo era una mentira tonta, no es como si se fuera a cumplir ni nada...

      Caleb se separó escondiendo una sonrisa. Claro que se iba a cumplir. Él nunca dejaba un negocio a medio cerrar, y sabía muy bien lo que esperaba de Mio. Llevaba años, casi dos décadas, esperando el momento para lanzarse al vacío. Tal y como funcionaban las acciones, dejaba correr el tiempo para que su valor bursátil aumentase, y así comprarlas cuando llegaran a su máximo beneficio en el mercado. Mio iba a ser la inversión de su vida, y eso tomaba un riesgo. Un riesgo que no correría hasta que los porcentajes de éxito no se disparasen. Había progresos; Mio cada vez mostraba más interés en él… Pero no sentía que ella estuviera preparada para darle todo lo que quería y necesitaba.

      Eso no quitaba que no fuera a cumplirse. Lo había imaginado tantas veces que prácticamente era un hecho. Ya incluso parecía que la había tocado.

      Un día lo haría de verdad. La besaría por fin, y todo sería malditamente perfecto.

      —Como sea, ya son las cuatro —anunció, fingiendo arreglarse los puños de la camisa—. Aiko estará esperando en la tienda de novias, y sabes que no soporta la impuntualidad. Coge tus cosas, y procura no inventarte ninguna historia sórdida por el camino —añadió, haciéndola enrojecer antes de dar un portazo.

      Podría haber sido peor. Podría haber dicho por ahí que era el amante de Aiko, o que estaba enamorado de Julie. De todas las posibles mentiras —y Caleb solía odiarlas todas—, aquella semipiadosa y escupida sin pensar a modo de defensa, era la única a la que le gustaría dar su toque de verdad.

      Lo pensaba, y le regocijaba que lo empezaran a mirar sabiendo que tenía a Mio desnuda para él. Si no lo envidiaban antes —aunque no era algo que fuese buscando—, lo envidiarían a partir de entonces.

      Hasta él se envidiaba a sí mismo.

      En cuestiones personales —porque tratándose de profesionalidad, destacaba como la que más—, Aiko Sandoval tenía la misma capacidad resolutiva que un ladrillo. Caleb llevaba siendo cómplice de su falta de decisión desde que tenía once años, y por eso sabía a lo que se enfrentaba cuando entraba en la tienda de novias. Había vaciado la vejiga

      y preparado un macuto con lecturas y Aquarius para entretenerse mientras transcurrían las setenta y dos horas que pasaría encerrado entre aquellas cuatro paredes, presenciando la asombrosa transformación de mujer a bestia sedienta de sangre que sufriría su amiga al no encontrar nada de su gusto. Así era ella, y había que quererla pese a todo.

      —¿Qué tal tu primer día? —preguntó Aiko nada más se encontraron con ella.

      Caleb casi respondió. También era su primer día.

      Su primer día sufriendo el síndrome de la falda infernal.

      —Lo ha hecho muy bien. Ha demostrado ser muy imaginativa y sociable.

      Mio lo fulminó con la mirada. Ya hacía falta tener poca vergüenza para abrazarse a su hermana mayor como un koala y esperar de su parte que guardara silencio. Podía hacerlo. Caleb había inventado la institución del pico cerrado. Pero estaban hablando de Aiko, y a Aiko no se le ocultaba nada. Era imposible. Siempre se enteraba de todo, la muy bandida, así que acabaría descubriendo que, en apariencia, se estaba tirando a la Sandoval menor.

      Caleb suspiró y echó un vistazo alrededor. No iba a dárselas de antihéroe y enemigo del romanticismo; sabía que existía el amor, le conmovían sus manifestaciones y él mismo lo sentía, pero estar rodeado de vestidos de novia y mujeres deseosas de probárselos era demasiado. Asistió a una sola boda en toda su vida, y recordarla era tan doloroso que le dejaba exhausto.

      —Ya estamos todos, Florencia —anunció Aiko, después del interrogatorio en el que había incluido un «¿te lo has pasado bien?», como si Mio tuviera diez años. Dios, cómo le reventaba que la tratasen como a una cría—. Podemos empezar a buscar.

      Caleb hizo ademán de escabullirse y hacerse bolita en un sillón lejano, pero Aiko lo retuvo con el brazo.

      —Tú no vas a ninguna parte. Te gusta lo mismo que a Marc, así que tu opinión es la más importante aquí.

      ¿Era necesario que se lo recordara con tan poco tacto? Ella se dio cuenta enseguida y puso cara de arrepentimiento. Caleb tuvo que disculparla. Tampoco iban a actuar eternamente como si no hubiera pasado nada entre ellos, ¿no? Mejor acostumbrarse a lo que ya fue

      y procurar normalizarlo hasta que dejara de escocer.

      —No has sido de ayuda, así que he tenido que elegir cinco vestidos en lugar de los tres que pensé inicialmente.

      —Genial, así acabaremos antes.

      —¿Quién dice eso? A lo mejor me pruebo cada uno de los tres unas veinte veces —replicó con malicia—. Mio, ¿por qué no te das una vuelta por la tienda y echas un vistazo a los vestidos de dama de honor? Algo que creas que pueda gustarle a Otto y quedaros bien a ambas.

      Mio asintió con las mismas ganas de probarse ropa que de hacerse el harakiri. Caleb lo veía en su cara. Estaba cansada después del día, y no era para menos. Le había dado tiempo a reinventar la vida sexual de ambos y a terminar los informes, que esperaba recibir como mínimo dos días después. Pero obedeció, como siempre que la orden venía de su hermana mayor.

      Aiko le hizo una señal para que entrara al probador, donde habían colgado una serie de vestidos. Aquel sitio era tan grande como todo su salón, y no le extrañaba. Estaban en la mejor tienda de novias de Miami, a la que a veces acudían modistas y sastres de renombre para hacer trajes a medida.

      —A tu novio no le importa gastarse el sueldo en un vestido que no vas a volver a ponerte, parece —comentó a mala idea. Se cruzó de brazos—. Bueno, tal vez sí que te lo pusieras otra vez, para otra boda. Con otro hombre. No puedo esperar a que llegue ese momento.

      Aiko le dio una palmadita más fuerte de lo normal en el hombro.

      —Ay, querido, qué haría yo sin ti —comentó con una sonrisa muy forzada—. Bájame la cremallera, haz el favor.

      Caleb obedeció sin mucha emoción. Estaba delante de una de las mujeres más guapas que conocía, canónicamente hablando, y era muy consciente de ello. Cintura estrecha, culo perfecto, tetas proporcionadas y melena de revista. Aiko podría hacer un desnudo en Vogue y ridiculizar a las top models del momento. Él lo sabía bien porque la había visto desnuda más veces de las que podía recordar. Quizá por eso se podía decir que había nacido vacunado contra el interés sexual hacia ella. Ambos se aprovechaban de esto para no separarse ni para ir al baño.

      —¿Te has quitado a Mio del medio por algo en especial? ¿O querías quedarte a solas conmigo, mi amor?

      Aiko se rio y terminó de bajarse el pantalón, quedándose en ropa interior.

      —Sí.

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