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pues no pensaba cambiar de actitud, ni renunciar a lo que tenían. Aiko no era solo su mejor amiga, ni era solo su hermana. Era su alma gemela. Fue Aiko quien lo encontró en estado de shock por la precipitada muerte de sus padres y lo llevó a casa para tranquilizarlo. Quien, aun teniendo solo once años, le dio su espacio y aguardó en silencio hasta que pudo hablar.

      Aiko siempre lo había entendido a un nivel para el que no existían las palabras. Por eso su relación era algo que nadie entendía, salvo ellos. Era lo fácil, suponía. Ver a un hombre y a una mujer tratándose con complicidad, dejándolo todo y a todos para verse en un mal momento, y asociarlo a un vínculo del tipo amoroso. Claro que era amor, pero nunca estuvo colado por ella, aunque no negaría que tenía todo lo necesario para que un hombre perdiera la cabeza. No era su caso. Desde el primer momento, desde la primera vez que lo cogió de la mano, fue Aiko. Su Aiko. Generosa, buena, paciente. Inteligente. Única. Ni su amiga, ni su novia, ni nada. Aiko y nada más. Y al carajo podían irse los que no creían en la amistad entre hombres y mujeres.

      Por otro lado, la diosa de las piernas kilométricas que se probaba diademas y se examinaba en el espejo... Ella era otro cantar. Algo completamente distinto. Nada de tranquilidad, paz interna y empatía, nada de viajes al cielo, sino lo opuesto. Rabia. Nervios. Histeria. Impulsividad, frustración, locura. Viajes al centro de la tierra, donde se ahogaba en el fuego.

      Fuego.

      Aiko lo equilibraba, y Mio lo mataba muy despacio. De forma tan seductora, que él se dejaba ir. Aiko era la niña que lo cuidaba de lejos, sonreía con aprecio sincero cuando lo veía sufrir y lo abrazaba diciéndole «estoy aquí». Mio era la que nunca lo soltaba, la que lo perseguía por todas partes y quería que sus besos tontos le calaran en forma de «aunque no estás preparado para querer a nadie más porque acabas de perder todo lo que tenías, voy a obligarte a adorarme tanto, justo desde hoy, que vas a desear estar muerto». Fue duro para un huérfano de doce años hacerse dependiente de una niña veleta, caprichosa y que tenía amor para todos, sabiendo que un día dejaría de tenerlo para él.

      Al igual que Caleb, Mio solo quería de verdad a alguien, y esa era Aiko.

      Bueno, no. Él quería a alguien más. La quería a ella. La deseaba tanto que le dolía físicamente. Aiko le daba las herramientas que necesitaba para ser feliz, para no recordar lo que le faltaba, para encontrar la felicidad en la soledad, mientras que la dependencia a la figura de Mio suponía un pasaje directo a todo lo que Caleb odió haber sido, pasando de manos en manos porque nadie se ocupaba de él y alguien debía hacerlo. Aiko le ofrecía la mano para levantarse. Mio se sentaba a su lado y lo consolaba. Pero dejaría de hacerlo, como lo dejaba todo de lado... Tarde o temprano.

      Aun así, no luchaba contra ese sentimiento y permitía que viviera en él. Dejaba que le inundase, como por ejemplo en ese momento, cuando Mio sacaba el móvil para hacerse una foto con una diadema plateada. Le sacaba la lengua al espejo, como en casi todas sus fotografías, y luego se la quitaba rápido por si alguien la había pillado.

      Dulce. Espontánea. Divertida. Especial...

      —Mio —llamó. Ella dio un respingo y escondió el móvil—. Aiko quiere que la veas.

      Casi corrió hasta el probador, donde ya se había colocado Florencia para alabar el buen gusto de la clienta. Los pelotas le daban ganas de vomitar. Pero comprendió que no estaba siendo pelotera, porque Aiko subió a una pequeña tarima para exhibir el traje en todo su esplendor, y él por poco se meó encima. Más porque a Mio se le iluminó la cara que porque estuviera perfecta.

      El amor de Mio no tenía precio. Caleb amaba eso de ella, entre todo el rechazo que sentía hacia su despreciable —pero también comprensible— deseo de convertirse en su hermana: que pese a haber pasado por comparaciones despectivas, escuchado comentarios mezquinos y aguantado los favoritismos de su familia, no albergaba una sola chispa de rencor hacia Aiko.

      En realidad, Mio no quería ser como ella. La admiraba y quería, pero la copiaba por confundir deseos ajenos con los suyos, cuando lo único que quería de Kiko era su aprecio. Y eso ya lo tenía.

      —Jo, eres la novia más guapa del universo —balbució, yendo hacia ella para abrazarla. Aiko sonrió muy emocionada—. Pero el vestido te hace gorda.

      La Sandoval mayor soltó una carcajada y miró a Caleb dándole la razón.

      «Tú ganas, bastardo».

      Caleb hizo el gesto de quitarse el sombrero.

      —He visto uno que podría quedarte bien. Espera aquí, que te lo traigo.

      Siguió a Mio por curiosidad y, por qué no decirlo, también porque era un masoquista. Le encantaba torturarse con el movimiento coqueto de sus caderas al caminar. La vio estirarse para alcanzar una percha alta, y tirar, tirar y tirar para sacarla del enganche. Se aproximó para colaborar, pero en su línea de impaciente, acabó haciendo sonando un desgarro.

      Pudo escuchar perfectamente lo que pensó: «Mierda, Mio, no puedes estarte quieta».

      —¿En serio? —farfulló—. Pensaba que estas cosas solo pasaban en las películas de comedia... Ese vestido vale más que mi propia vida, ¿y se rasga si le doy un tirón? ¿Es que está hecho con papel de envolver?

      —O a lo mejor es solo que eres una bruta.

      Mio lo miró por primera vez desde que había salido del probador. Se la veía cansada, pero reconocía algo más detrás de todo eso. Quizá estaba... decepcionada, triste. ¿Por qué?

      —Deja, cogeré el vestido y se lo llevaré a Aiko.

      —¿Qué? ¿Para qué? Cal, me lo acabo de cargar —bufó en voz baja. Él reprimió una sonrisa. Le gustaba cuando lo llamaba así, joder. Le gustaba mucho.

      —¿Se te olvida que siempre resuelvo tus marrones? No me subestimes, pecosa.

      Sacó el vestido de la cremallera medio rota. Cubrió con la mano esa parte de manera que no se notase. Se lo alcanzó a Aiko, que lo revisó de un vistazo y se metió en el probador para salir con él puesto unos minutos después. Tal y como esperaba Caleb, no tardó en llamar a Florencia y notificarle que el vestido tenía un fallo y que debían coserlo, que un defecto de ese tipo en una tienda de alta costura podía salirles muy caro. Florencia le dio la razón en todo —ya hemos dicho que era difícil llevarle la contraria a Aiko— y desapareció en busca de la modista.

      Aiko sonreía con cortesía hasta que se giró hacia ellos.

      —Mio, como vuelvas a cargarte un vestido, te doy una paliza. Esto cuesta varios de mis sueldos.

      —Pero solo uno de Marc —se defendió ella. Caleb desvió la mirada al techo para que no se notara que planeaba reírse—. Lo siento, ¿vale? No es mi culpa que pongan el plástico reciclado tan caro.

      —Claro que no, nunca tienes culpa de nada —suspiró Aiko, yendo hacia el probador—. Cal, lleva a Mio a casa, por favor. He quedado en quince minutos con alguien y voy a ir andando.

      —¿Con alguien? ¿Al final te has buscado ese amante?

      Aiko sonrió misteriosa.

      —Algo así.

      Caleb ni se molestó en insistir. La última vez que estuvo persiguiéndola para que le contase qué se traía entre manos, se presentó diciendo que estaba coladita por Marc Miranda, y no pensaba volver a correr otro riesgo poniéndose pesado. Obedeció porque estaba cansado del día y debía volver a la oficina lo antes posible para culminar los pormenores de la introducción a su demanda.

      —¿Has dejado el coche en el parking del bufete? —le preguntó a Mio, mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Ella negó con la cabeza—. ¿Dónde lo tienes? ¿O es que no vienes en coche?

      —No tengo el carnet.

      Caleb se detuvo en seco.

      —Las últimas veces que te he visto estabas estudiando para sacártelo.

      —Lo suspendí cinco veces seguidas y... decidí

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