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el yo, o eliminar todo interés propio, sino encontrar el punto de equilibrio donde el interés de los otros coexista con el interés de uno mismo. Además, la virtud nos llama a considerar el desarrollo del yo, tanto el mío como el del otro, hacia un estado de realización plena.

      ¿Qué podría querer para mi próxima comida y cómo afectan mis elecciones a quienes cultivan mis alimentos en mi propio país y alrededor del mundo? ¿Cómo me influyen mis elecciones de comida? ¿En qué afecta a la formación del carácter de mis vecinos cercanos y lejanos? ¿Me gusta mi trabajo y contribuye este a que el mundo sea un lugar más sano y hermoso? ¿De qué modo equilibro mi interés por el dinero con una concienciación profunda acerca de quienes tienen menos acceso a los recursos financieros? ¿Muestra mi relación con el dinero el deseo de ser cada vez más la persona que Jesús quiso hacer de mí? ¿Por quién me siento atraído, con quién estoy comprometido y cómo reflejan mis gustos y compromisos el tipo de amor que contribuye al bienestar de los demás? ¿Cómo se relacionan mi salud, la salud de quienes me rodean y la salud del planeta? Estas preguntas más complejas posibilitan la virtud, donde el interés propio está contenido y equilibrado con el interés por los demás y un anhelo piadoso por el desarrollo moral. El psicólogo cristiano Everett Worthington escribe: “La esencia de la mayoría de las virtudes es que autolimitan los derechos o privilegios del yo a favor del bienestar de los demás”.3

      Piensa en la virtud clásica de la prudencia, la capacidad de elegir lo bueno y evitar lo malo. ¿Cómo podemos saber qué es lo correcto sin tener en cuenta el efecto que nuestras acciones ejercen sobre los demás? La prudencia requiere un equilibrio entre el interés propio y la preocupación por los demás. Otra virtud clásica, la justicia, es dar a los demás lo que se les debe. Requiere conocer al otro, una gran capacidad para observar y comprender su naturaleza. La rectitud, la fuerza para ser justo y prudente, en ocasiones demanda de nosotros que pongamos una causa superior por encima de nuestro propio interés. La templanza nos llama a moderar nuestro interés personal, a disfrutar de las cosas buenas de la vida sin que lleguen a esclavizarnos. Las virtudes limitan el interés propio, y hacen que nos convirtamos en personas habituadas a actuar de ese modo.

      La virtud cristiana introduce una tercera dimensión: la consciencia de Dios y el amor por él. Cuando los líderes religiosos del tiempo de Jesús trataron de atraparlo preguntándole cuál era el mandamiento más importante de la ley del Antiguo Testamento, Jesús les dio una respuesta que ha resonado durante más de dos milenios: “«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22:37-40).

      Aquí vemos que seguir a Jesús implica amar a Dios, amar al prójimo y controlar adecuadamente nuestro deseo instintivo de amarnos a nosotros mismos. Podemos cantar coros de alabanza facilones que tratan de adorar a Jesús y no hacerlo en realidad. Jesús vinculó claramente el amar a Dios con amarse a sí mismo y al prójimo, y así la adoración colectiva es honrar a un Dios relacional que se preocupa profundamente por cada uno de nosotros. La adoración es un acto de virtud que implica a Dios, al yo, al prójimo que se sienta a nuestro lado y al que vive lejos.

      Armonizar la consciencia de Dios y de los demás con nuestro deseo natural de honrarnos a nosotros mismos nos lleva a hacernos otras preguntas más complejas. ¿Qué quiero comer la próxima vez y en qué manera mis preferencias muestran tanto mi amor por los vecinos locales y globales como mi deseo de entender y amar lo que Dios ama? ¿Cómo manifiesta mi trabajo la imagen de Dios y contribuye a hacer presente al Dios redentor en nuestro mundo sufriente? ¿Cómo mis relaciones reflejan a Dios al tiempo que aportan alegría, significado y esperanza tanto para el prójimo como para mí mismo?

      Si queremos, podemos clasificar el vicio, la virtud y la virtud cristiana por categorías. Muchas divisiones útiles se han desarrollado a lo largo de los siglos, desde los siete pecados capitales, que eran en realidad ocho hasta que el papa Gregorio Magno aligeró un poco la lista en el siglo VI, a las cuatro virtudes cardinales que se abrieron paso en el pensamiento cristiano a través de Aristóteles, y a las tres virtudes teologales identificadas por el apóstol Pablo en 1ª de Corintios 13. Pero todas estas divisiones revelan en última instancia que el vicio exalta al yo y nos subyuga con nuestros deseos gratificantes inmediatos. Por el contrario, la virtud nos conduce al equilibrio, a controlar el interés personal sin sentido porque amamos a Dios y al prójimo. La virtud nos invita a imaginar un yo y un mundo mejor, y la virtud cristiana lo hace, pero integrada en una profunda relación de amor con Dios.

      ¿POR QUÉ LA PSICOLOGÍA POSITIVA NECESITA A LA IGLESIA?

      Teniendo en mente esta idea de la virtud, podemos analizar la esencia del argumento que expongo en este libro. Si se la abandona a sí misma, la psicología tiende a desviarse hacia el interés propio. Muchos han escrito críticas muy fuertes a la psicología, algunas de las cuales rozan el ridículo, pero el psicólogo Paul Vitz nos aporta una de las más sensatas y convincentes en su texto Psychology as Religion: The Cult of Self-Worship, (La psicología como religión: el culto a sí mismo),4 donde estudia la ubicuidad del egoísmo en la sociedad actual. La psicología puede convertirse en una cosmovisión, como si fuera una religión, según Vitz, y puede conducir a enfocarse demasiado en el yo. Aun la psicología positiva, que se desarrolló después de la publicación del libro de Vitz, puede desviarse en esa dirección.

      Piensa en el perdón, que ha sido de gran ayuda para el movimiento de la psicología positiva. No hace muchos decenios, el perdón estaba relegado a la religión y casi nunca se le consideraba en el contexto de la psicología. Ahora hay miles de artículos sobre el tema, incluidos impresionantes estudios científicos que ponen de manifiesto el poder del perdón (hablaremos más sobre esto en el capítulo 2). Acércate a alguien en la calle y pregúntale por qué el perdón es importante, y probablemente te hablará de los beneficios personales inmediatos del perdón. De hecho, gran parte de la psicología demuestra lo beneficioso que es para la salud personal perdonar a quien te ofende. ¿Quieres bajar tu presión arterial, dormir mejor, sentirte más feliz? Perdona a quien que te ha hecho daño. Se trata de un estudio importante a celebrar, pero mira lo fácil que es acabar centrándose y fijándose en uno mismo.

      Piensa ahora en el perdón como virtud cristiana, tal como lo haremos detalladamente en el capítulo 2. No se trata solo de que yo quiera seguir adelante con mi vida sintiéndome mejor. No, el perdón es una acción espiritual, un acto de adoración pleno, en reconocimiento del carácter misericordioso de Dios y de su perdón. El carácter de Dios, revelado en Jesús, me transforma. Cualquiera que sea el nivel de cambio efectuado en mí, puedo tener un efecto transformador en quienes me rodean, ayudándolos a vislumbrar lo que significa vivir como vive Jesús. Visto así, el perdón es un acto comunitario, diseñado para fomentar la sanidad, la esperanza y el crecimiento.5 Quienes perdonamos, necesitamos que la iglesia nos recuerde por qué es importante poner nuestro interés propio en el contexto de algo más profundo y más enriquecedor de lo que de modo natural podemos entender.

      Stanton Jones, quien fuera rector de Wheaton College, hace una crítica útil y equilibrada de la psicología positiva.6 Aunque Jones reconoce que hay varias dimensiones que celebrar, también plantea serias dudas sobre cómo la psicología positiva entiende la naturaleza de la existencia (ontología), el conocimiento (epistemología) y la filosofía práctica. No es solo una cuestión académica; les toca necesariamente a los eruditos cristianos ver cómo cualquier nuevo avance científico encaja con la fe cristiana. Aun valorando mucho los últimos veinte años de psicología positiva, el movimiento todavía está en su infancia. La iglesia existe desde hace mucho tiempo y actúa como guardiana de la verdad. La psicología positiva necesita a la iglesia para identificar sus puntos fuertes y sus puntos oscuros. He dado un vistazo previo de esto hablando del perdón y presentaré argumentos similares sobre la sabiduría (capítulo 1), la gratitud (capítulo 3), la humildad (capítulo 4), la esperanza (capítulo 5) y la gracia (capítulo 6).

      POR QUÉ LA IGLESIA NECESITA A LA PSICOLOGÍA POSITIVA

      Reservé mis dos últimas razones que tenía para escribir este libro hasta el final de esta introducción sabiendo que una de ellas

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