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en 1728, otra en 1734 y tres en 1735. La tercera obra es lo que Edwards bautizó como Resoluciones, que son setenta, todas escritas antes de cumplir los veinte años. Tomadas en conjunto, estas tres obras abarcan los seis años en que Edwards fue estudiante universitario y posteriormente graduado de teología en Yale (hasta 1722); los ocho meses que dedicó al cargo ministerial en una iglesia presbiteriana escocesa en Nueva York (desde agosto de 1722 hasta abril de 1723); y el periodo anterior a su elección como tutor en Yale, los dos años que pasó en ese cargo y los pocos meses antes de su ordenación en Northampton el 15 de febrero de 1727. Esta fue la ocasión, según dijo su nieto y biógrafo Sereno Dwight, la ocasión en que Edwards “entró en la empresa de la vida”.1

      Al examinar la teología del corazón de Edwards y su fundamento en la experiencia redentora de la religión, es necesario contemplar esos primeros años debido a lo que nos revelan sobre su propia vida religiosa. Partiendo de estos tres documentos hay algo seguro: desde edad muy temprana a Edwards le interesó persistentemente el mundo misterioso de la religión. En primer lugar, su familia y su entorno alimentaron ese interés. Su padre, Timothy Edwards, fue ministro durante 64 años en East Windsor, el pueblo natal de Jonathan, y permaneció en el púlpito hasta su muerte en 1758, a la edad de 89 años, justo dos meses antes de la muerte de su hijo. Además, el abuelo materno de Jonathan era el venerable Solomon Stoddard, que fue durante décadas el ministro más influyente en todo el valle del Connecticut. La abuela materna de Jonathan, Esther Warham Mather, era la hija de John Warham, primer ministro de la colonia de Connecticut, y nieta de Thomas Hooker, el más poderoso de toda la primera generación de predicadores puritanos en Estados Unidos. Sin embargo, el linaje nunca explica satisfactoriamente el genio, ni tampoco explica del todo las predilecciones infantiles, como la práctica de Edwards: cuando contaba solo siete u ocho años se retiraba a una “cabaña” secreta que había levantado en los bosques pantanosos a las afueras de East Windsor, donde, junto con varios compañeros de colegio, oraba y “dedicaba mucho tiempo a conversaciones religiosas”. En su Narración personal escribió que, incluso a aquella edad temprana, antes de formar parte de la “Escuela colegiada” de Connecticut (el nombre originario de Yale) a los trece años, sus afectos parecían “ser vivaces y muy sensibles”, y que cuando se dedicaba a alguna “tarea religiosa” parecía encontrarse en su ambiente (I, liv).

      Quien quiera seguir estos años, anteriores al momento en que Edwards comenzó su obra monumental en Northampton, deberá iniciar, por así decirlo, un peregrinaje de gracia que, como muchas características de la vida de Edwards, tuvo su inicio en un momento notablemente temprano. Escribió esos documentos sumido en la agonía y en el júbilo de la presencia sentida de Dios. Esas páginas manifiestan una intensidad como si, desde muy temprano en su vida, Edwards supiera que el propósito realmente fundamental de la vida tiene que ver con la religión. A pesar de la solidez de sus convicciones, también era consciente de que ese peregrinaje incluye profundas experiencias de temor e incluso terror. Así, descubrimos una y otra vez que las resoluciones de Edwards para encontrar la salvación y para hacer lo que es propio de la gloria divina se vieron acosadas por la melancolía, la rebelión y la desesperanza. Incluso cuando parecía “plenamente satisfecho” en lo tocante a las doctrinas de la soberanía, el juicio y la elección de Dios, se inquietaba cuando su mente “descansaba” en ellas. El hecho de que las palabras de 1 Timoteo 1:17 (“Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos”) le manifestaran una nueva sensación de la gloria divina, una sensación radicalmente distinta a todo lo que hubiera experimentado antes, también le inducía a intentar con afán comprender la naturaleza salvífica de la experiencia y, en ocasiones, le paralizaba por su temible poder. La Narración personal nos presenta a un joven Edwards totalmente integrado en la dinámica de la fe, lo cual incluye necesariamente la paz y el desespero. Pero no sospechemos que Edwards, escribiendo este documento a una edad madura, creó conscientemente un mero personaje que representase en unos términos dramáticos la universalidad de su experiencia; una mera comparación con el Diario y las Resoluciones nos revela que, de hecho, recordaba sinceramente su adolescencia como una época de titánicas luchas internas, terriblemente privadas y subjetivas.

      El 12 de enero de 1723 se produjo una confluencia notable de estos tres documentos, hasta tal punto que podemos precisar la ocasión de la conversión religiosa de Edwards. En esta época Edwards tenía 19 años; había estudiado seis años en Yale y estaba ya mediado su breve ministerio en Nueva York. Unos veinte años después, en su Narración personal, escribió acerca de este día: “Hice votos solemnes de consagrarme a Dios, y los anoté; entregué a Dios mi persona y todo lo que tenía; en el futuro ya no me pertenecería; actuaría como alguien que no tenía ningún derecho sobre su vida” (I, lvi). En sus Resoluciones para el mismo día escribió: “Resuelto a no tener otro fin que la religión influya sobre todos mis actos; y que ningún acto será, en la más mínima de las circunstancias, nada que no vaya destinado al propósito religioso” (I, lxii). Y en su Diario de ese mismo sábado aparece una entrada de más de 900 palabras, que es con mucho la más larga de todo el documento. Escrita en diversos momentos a lo largo del día, registra la experiencia de la mañana: “He estado delante de Dios y me he entregado, todo lo que soy y lo que tengo, en sus manos” (I, lxvii). Por la tarde se planteó la pregunta de si después de su compromiso se permitiría “el deleite o la satisfacción” de los amigos, los alimentos y “los espíritus animales [naturales]”. Su respuesta afirmativa destacaba que esas alegrías deberían “contribuir a la religión”.

      Otro tema que le interesaba mucho era hasta qué punto le parecía que debía dedicarse a sus actividades religiosas, aun al precio de su salud. Tenía motivos sobrados para preocuparse, porque nunca gozó de una salud física equiparable a la espiritual. Según Dwight, era “tierno y débil” incluso a una edad típicamente saludable como son los 23 años, y conservó su salud tolerable solo gracias a “cuidados incesantes” (I, lxxviii). Cabe destacar que su enfermedad prolongada interrumpió su trabajo como tutor en Yale, y otra enfermedad hizo que postergase durante varios meses su trabajo pleno en Northampton después de que la muerte de Stoddard en febrero de 1729 hubiera dejado vacante el púlpito para su joven sucesor. Por consiguiente, es comprensible la inquietud que manifestó Edwards ese día importante de 1723. Sin embargo, con una severidad implacable cuestionó si su deseo de disfrutar de algún reposo ocasional nacía de cierto tipo de cansancio engañoso que ocultaba su pereza y no de un agotamiento genuino. Independientemente de su origen, él decidió que el cansancio físico no le impediría dedicarse a su trabajo, a sus oraciones, estudio, redacción y memorización de sermones. La nota que escribió esa tarde lo deja claro: “Me da lo mismo lo cansado y cargado que me siento” (I, lxvii). Es evidente que Edwards concebía su compromiso religioso como una actividad que abarcaba todo su ser, cuerpo, mente y espíritu.

      Pero, tal como sabía el peregrino de John Bunyan, incluso frente a las mismas puertas de la gloria hay un camino que lleva al abismo. Para Edwards el abismo se abrió casi de inmediato. Solo tres días más tarde se lamentaba: “Ayer, antes de ayer y el sábado me pareció que siempre retendría las mismas resoluciones y con la misma intensidad. Pero, ¡ay!, ¡cuán rápidamente fracaso! ¡Qué débil, qué impotente, qué incapaz de hacer nada por mí mismo! ¡Qué pobre ser incoherente! ¡Qué desdichado miserable sin la asistencia del Espíritu de Dios!” (I, lxviii). Dos días más tarde, el 17 de enero, escribió que estaba “sofocado por la melancolía” (I, lxviii). Esta batalla de fe no implica necesariamente que el tormento de Edwards fuese fruto de la incredulidad. Dicho claramente, sus dudas nacían de lo que él consideraba su relación incierta con Dios. Ahora, por primera vez, en su interior surgió el sentimiento de una verdadera dependencia, que le informó dolorosamente que, a pesar de todas sus resoluciones, seguía siendo una criatura dependiente de la asistencia divina. Lo que admitió, además, fue su propia incoherencia: la verdad impactante de que no era capaz de hacer lo que se había comprometido a hacer. Eso fue lo que detectó también Pablo y expresó en su lamento de Romanos 7: “¡Miserable de mí!” Tal como sabía el apóstol, el problema no radicaba en la voluntad. Escribió: “Y yo sé que… el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (7:18). A pesar de los muchos esfuerzos internos que le costó a Pablo escribir Romanos 8, afirmó que el cómo hacerlo dependía

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